—¡Oh, ya es bastante tarde!— dijo el conde Orlov, sin dejar de mirar hacia el campo francés.
Y como suele ocurrir cuando se pierde de vista la persona en quien se ha confiado, le pareció evidente a más no poder que aquel suboficial era un traidor, que lo había engañado y que iba a comprometer todo el ataque por la falta de aquellos regimientos a los cuales estaría llevando ahora Dios sabía dónde. ¿Acaso era posible apoderarse de Murat en medio de semejante masa de hombres?
—¡Me ha mentido ese canalla!— dijo el conde.
—Podemos hacerlos volver— dijo alguien del séquito que, al igual que Orlov-Denísov, dudaba del éxito de la empresa a la vista del campo enemigo.
—¿Eh? Es verdad... ¿Qué opinan? ¿Los dejamos hacer?
—¿Ordena usted que vuelvan?
—¡Que vuelvan! ¡Que vuelvan!— dijo de pronto con voz resuelta el conde Orlov, mirando su reloj. —Es tarde, ya es de día.
El ayudante se precipitó a través del bosque en busca de Grékov. Cuando Grékov volvió, el conde Orlov, preocupado por la contraorden, por la vana espera de las columnas de infantería que no terminaban de aparecer y por la proximidad del enemigo (todos los soldados de su destacamento sentían lo mismo), decidió el ataque.
Dio la orden de montar a caballo en un susurro. Cada uno ocupó su puesto; se persignaron y... “¡Que Dios nos proteja!”, exclamó Orlov. En todo el bosque se expandió el “¡hurra!” y los cosacos, una centuria tras otra, como los granos de trigo que caen de un saco, se lanzaron animosos con sus lanzas en ristre a través del arroyo, hacia el campo francés.
Al grito desesperado y tembloroso del primer francés que vio a los cosacos, todos los que se hallaban en el campamento, unos sin vestir, otros medio dormidos, abandonaron cañones, fusiles, caballos y huyeron a la desbandada.
Si los cosacos hubieran perseguido a los franceses, sin prestar atención a lo que ocurría en derredor y detrás de ellos, habrían apresado a Murat y a cuantos con él estaban. Eso deseaban los jefes, pero no era posible hacer avanzar a los cosacos cuando se hallaban ante el botín y los prisioneros. Nadie hacía caso de las órdenes. Capturaron mil quinientos prisioneros, treinta y ocho cañones, algunas banderas y, lo que era mucho más importante para ellos: caballos, sillas, mantas y otros muchos enseres. Era preciso detenerse; poner a seguro a los prisioneros y los cañones, dividir el botín, reñir y hasta pelearse unos con otros. Y a todo eso se dedicaron los cosacos.
Los franceses, al ver que nadie los perseguía, pudieron rehacerse. Se reunieron en grupos y comenzaron a disparar. Orlov, siempre a la espera de las columnas, no prosiguió su avance.
Entretanto, de acuerdo con la orden de operaciones: “Die erste Colonne marschirt”, etcétera, los regimientos de infantería de las columnas rezagadas, mandadas por Bennigsen y dirigidas por Toll, salieron según lo indicado y llegaron a un sitio, pero no al señalado en la orden, sino a otro. Como de costumbre, el buen humor de los soldados, que habían partido tan alegres, comenzó a decaer. Se oían palabras de descontento, era evidente la confusión de los mandos; avanzaron, pero hacia atrás. Ayudantes y generales galopaban de un lado a otro, gritaban coléricos, se peleaban, decían que no se iba hacia donde era necesario y que llegarían tarde, reñían a alguien, etcétera, y, finalmente, terminaron por dejar que las cosas siguieran su curso. “A un sitio o a otro llegaremos.” Y, en efecto, llegaron, pero no al lugar que debían. Y los pocos que acertaron llegaron demasiado tarde para, sin provecho alguno, ponerse al alcance de las balas enemigas. Toll, que hacía en esta batalla el mismo papel de Weyrother en Austerlitz, galopaba de un lugar a otro y en todos los sitios se encontraba con lo contrario de lo previsto en la orden. Se encontró así con el cuerpo de ejército de Baggovut en pleno bosque, ya avanzada la mañana, cuando habría debido encontrar hacía tiempo a Orlov-Denísov. Irritado y molesto por el fracaso, y suponiendo que la culpa de todo debía atribuirse a alguien, Toll reprochó severamente al jefe del cuerpo diciéndole que merecía ser fusilado. Baggovut, un viejo general curtido en las batallas, siempre tranquilo, cansado también de tantas paradas, confusiones y órdenes contradictorias, contestó furioso a Toll (con asombro de todos y en contradicción con su carácter) diciéndole muchas cosas desagradables.
—No acepto lecciones de nadie y sé morir con mis soldados tan bien como cualquier otro— dijo.
Y con una sola división prosiguió su marcha.
Al salir al campo abierto bajo los disparos de los franceses, el animoso y valiente Baggovut, dominado por la cólera, no se paró a pensar si sería útil o inútil intervenir en aquellos momentos y con una sola división: siguió adelante conduciendo a sus hombres bajo el fuego enemigo. El peligro, las bombas y las balas eran lo que necesitaba en su estado de ánimo. Una de las primeras balas lo mató; otras mataron a muchos soldados y, sin provecho alguno, la división permaneció durante algún tiempo bajo el fuego enemigo.
VII
A todo esto, otra columna debía atacar frontalmente a los franceses, pero al mando de esta columna se hallaba Kutúzov. Sabía bien que nada, salvo el desorden, resultaría de aquella batalla empeñada contra su voluntad y procuraba, cuanto podía, contener a sus tropas, sin moverse del sitio.
Kutúzov iba silencioso en su caballito gris y contestaba con negligencia a cuantos le proponían el ataque.
—Ustedes sólo hablan de atacar y no ven que no sabemos hacer maniobras complicadas— dijo a Milorádovich, que le pedía permiso para pasar a la ofensiva.
—Esta mañana no han sabido coger vivo a Murat ni llegar a tiempo al punto de partida; ahora ya no hay nada que hacer— respondió a otro.
Cuando le informaron de que en la retaguardia de los franceses, donde según los cosacos antes no había nadie, se encontraban dos batallones de polacos, miró de reojo a Ermólov (a quien no dirigía la palabra desde la víspera).
—Todos piden que ataquemos, proponen un sinfín de proyectos, pero tan pronto como empezamos resulta que nada hay preparado y el enemigo, advertido, toma sus medidas.
Ermólov entornó los ojos y sonrió levemente al oír tales palabras. Comprendió que la tormenta había pasado para él y que Kutúzov se limitaría a esa insinuación.
—Se divierte a mi costa— dijo por lo bajo, tocando con la rodilla a Raievski, que estaba junto a él.
Poco después, Ermólov se acercó al Serenísimo y le dijo respetuosamente:
—Aún estamos a tiempo, Alteza. El enemigo no se fue. ¿Ordena que ataquemos? De otra manera, la Guardia no verá siquiera el humo.
Kutúzov no contestó nada; pero cuando le informaron de que las tropas de Murat retrocedían, ordenó el ataque. Sin embargo, a cada cien pasos mandaba hacer un alto de tres cuartos de hora.
Toda la batalla se redujo a la acción de los cosacos de Orlov-Denísov. El resto del ejército perdió inútilmente algunos cientos de hombres.
Aquella batalla le valió a Kutúzov una condecoración de diamantes, Bennigsen recibió otra y cien mil rublos; los demás, según el grado de cada uno, obtuvieron también generosas recompensas. Y después de esa acción se hicieron nuevos cambios en el Estado Mayor.
“Nosotros siemprehacemos las cosas al revés”, comentaban los oficiales y generales rusos después de la batalla de Tarútino, como se dice ahora cuando se quiere dar a entender que hay un estúpido que lo hace todo al revés pero que nosotros procederíamos de otro modo. Pero quienes lo dicen o no saben de lo que hablan o se engañan voluntariamente. Toda batalla —sea la de Tarútino, la de Borodinó o la de Austerlitz— no sucede como imaginan sus organizadores. Ésa es su característica esencial.
Un número infinito de circunstancias (puesto que en ningún otro lugar es más libre el hombre que en el campo de batalla, donde se trata de vivir o morir) influye en la marcha del combate, que nunca puede conocerse antes y jamás coincide con la dirección de una sola fuerza.