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—No está; ha salido.

“¡Qué fastidio! ¡A ver si me hacen responsable del retraso!”, pensó el oficial.

Dio la vuelta a todo el campamento. Unos le decían que habían visto pasar a Ermólov con otros generales; otros opinaban que ya estaría de vuelta.

El oficial, sin comer, siguió buscando hasta las seis de la tarde; pero Ermólov no aparecía por ninguna parte y nadie daba razón de dónde podía encontrarse. Tomó rápidamente un bocado en la tienda de un compañero y volvió a la vanguardia en busca de Milorádovich, pero tampoco estaba. Le dijeron allí que había ido a un baile que daba el general Kikin, donde, seguramente, se hallaría también Ermólov.

—¿Y dónde es eso?

—Allí, en Echkino— dijo un oficial de cosacos, señalando una casa señorial que se divisaba a lo lejos.

—¡Cómo! ¡Si está más allá de las avanzadas!

—Se han enviado dos regimientos para guardar la línea. ¡Tienen una verdadera juerga! ¡Dos orquestas y tres coros!

El oficial rebasó las avanzadas y se dirigió a Echkino. Ya de lejos, al acercarse a la casa, pudo oír los alegres y afinados sones de una canción de soldados.

Acompañadas de silbidos y batir de platillos llegaban a sus oídos las palabras: “En los pra... dos... en los pra... dos...”, ahogadas a veces por los gritos. Todo aquel bullicio alegró al oficial, aunque, al mismo tiempo, sintió temor de que lo acusaran de retrasar la entrega de la importante orden que se le había confiado. Ya habían dado las ocho. Echó pie a tierra y entró en la gran casa señorial, que se conservaba intacta entre el campo de los rusos y los franceses.

Los criados iban y venían por los pasillos con bandejas de manjares y vinos. Los cantantes estaban situados bajo las ventanas. Cuando el oficial fue introducido en la sala vio de pronto a los generales más famosos del ejército, entre los que sobresalía Ermólov por su gran estatura. Reunidos en semicírculo, con el uniforme desabrochado y el rostro encendido por la animación, reían a carcajadas. En medio de la sala un guapo general, más bien bajo y con el rostro también enardecido, danzaba hábilmente el trepak.

—¡Ja, ja, ja! ¡Vaya con Nikolái Ivánovich! ¡Ja, ja, ja!

El oficial comprendió que entrar en aquel momento con una orden importante era hacerse doblemente culpable y decidió esperar. Pero uno de los generales advirtió su presencia y enterado de la causa de su venida se lo dijo a Ermólov. Éste, con gesto malhumorado, se acercó al oficial y, después de oírlo, tomó el pliego sin hacer comentarios.

—¿Crees que fue casual su desaparición?— dijo aquella noche al oficial un compañero del Estado Mayor, refiriéndose a Ermólov. —No, lo hizo a propósito, para fastidiar a Konovnitsin. ¡Ya verás el lío que se va a armar mañana!

V

Al día siguiente el ya achacoso Kutúzov se levantó muy temprano. Rezó sus oraciones, se vistió y, con la desagradable sensación de tener que dirigir una batalla que no aprobaba, subió a su coche y salió de Letáshevka, a cinco kilómetros de Tarútino, lugar donde debían reunirse todas las columnas. Durante el viaje Kutúzov se adormilaba y despertaba a cada momento, atento a si se oían disparos a la derecha, a si la acción había o no empezado. Todo estaba en calma absoluta. Despuntaba el alba de un día de otoño húmedo y gris. Al acercarse a Tarútino Kutúzov vio algunos jinetes que atravesaban el camino, llevando al abrevadero sus caballos. Hizo detener su coche y les preguntó de qué regimiento eran. Los soldados pertenecían a una columna que debía encontrarse ya muy lejos de allí, en una emboscada. “Tal vez sea un error", pensó el viejo general en jefe. Pero más adelante encontró varios regimientos de infantería con los fusiles dispuestos en pabellón y los soldados, a medio vestir, cortando leña y comiendo. Hizo llamar a un oficial, quien le informó de que no habían recibido orden alguna de ponerse en marcha.

—Pero, cómo...— comenzó a decir Kutúzov.

Calló, sin embargo, e hizo llamar al jefe. Descendió del coche y con la cabeza baja, respirando dificultosamente, se puso a caminar en silencio de un lado a otro. Cuando llegó el jefe, que era el general Eichen, del Estado Mayor, Kutúzov enrojeció furioso, no porque el oficial fuera culpable, sino porque tenía sobre quién descargar su cólera. Temblaba, parecía ahogarse en el paroxismo de aquella furia que a veces lo llevaba a revolcarse por el suelo. Se lanzó sobre Eichen con el puño amenazador y lo cubrió de los más groseros insultos. Otro oficial, el capitán Brozin, que de nada era culpable y se encontraba casualmente en el camino, sufrió idéntica suerte.

—¡Menudos canallas! ¡Al paredón! ¡Miserables!— gritaba Kutúzov con voz ronca, gesticulando y tambaleándose.

Sufría físicamente. ¡Él, el general en jefe, el Serenísimo, como todos lo llamaban, él, que gozaba de un poder como nadie había tenido en Rusia, puesto en ridículo ante todo el ejército!

“En vano he rezado por este día, en vano he velado toda la noche reflexionando sobre todo —se decía—. Cuando no era sino un simple oficialillo nadie habría osado burlarse de mí de ese modo... ¡Y ahora!”

Tenía la misma sensación que si hubiera sufrido un castigo corporal y le era imposible contener los gritos de cólera y dolor. Pero pronto decayeron sus fuerzas; miró en derredor y, dándose cuenta de que se había excedido hablando, subió al coche y volvió atrás en silencio.

Ese arrebato de cólera no se repitió y Kutúzov, parpadeando débilmente, escuchó las excusas y justificaciones de Bennigsen, Konovnitsin y Toll (Ermólov no se presentó hasta al otro día), quienes insistieron en que al día siguiente se realizaría la frustrada ofensiva. Y Kutúzov tuvo que acceder de nuevo.

VI

Al otro día las tropas se concentraron en las bases de partida y por la noche se pusieron en marcha. Era una noche de otoño, con nubes de color negro violáceo, y no llovía: la tierra estaba húmeda, pero no fangosa, y las tropas avanzaban sin ruido. Únicamente se oía a veces el débil traqueteo de la artillería. Estaba prohibido hablar en voz alta, fumar y encender fuego; se evitaba en lo posible que los caballos relincharan. El carácter misterioso de la empresa la hacía más atractiva. Los soldados marchaban alegres; algunas columnas se detuvieron, colocaron los fusiles en pabellón y se echaron en la tierra fría, suponiendo haber llegado al sitio designado. Otras (la mayoría) caminaron toda la noche y, al parecer, no llegaron donde debían.

Sólo el conde Orlov-Denísov con sus cosacos (el destacamento menos importante) estuvo en su puesto en el momento oportuno. El destacamento se detuvo en la linde del bosque, junto al sendero que desde la aldea de Stromílovo llegaba a Dmítrovo.

Al amanecer despertaron al conde Orlov y condujeron ante él a un desertor del campo francés: un suboficial polaco del cuerpo de ejército de Poniatowski. El polaco declaró que había desertado por sentirse preferido en el servicio, pues tenía que haber ascendido a oficial hacía tiempo; era el más valiente de todos y por ello los abandonaba con ánimo de vengarse.

Declaró que Murat pernoctaba a un kilómetro de allí y si le proporcionaban cien hombres lo cogería vivo. El conde Orlov-Denísov consultó a sus compañeros. La propuesta parecía demasiado seductora para renunciar a ella. Todos se brindaron a ir y aconsejaban intentarlo. Tras muchas discusiones y consideraciones, el mayor general Grékov decidió acompañar al suboficial con dos regimientos de cosacos.

—¡Bueno, escucha bien!— dijo el conde Orlov al suboficial. —Si nos has engañado, mandaré que te cuelguen como a un perro. Si dices la verdad, te daré cien luises.

Sin contestar a esas palabras el suboficial montó a caballo con aire resuelto y siguió a Grékov, que ya estaba dispuesto, y se perdió en el bosque. El conde Orlov, encogido por el frescor de la mañana e inquieto por la responsabilidad que asumía, salió del bosque hasta donde se divisaba el campo enemigo, que ahora se dibujaba confusamente a las primeras luces de la mañana y de los fuegos lejanos que se iban extinguiendo. A la derecha del conde Orlov, sobre una pendiente descubierta, debían aparecer las columnas rusas. El conde miraba hacia aquella parte, pero, aunque hubiese sido posible verlas a lo lejos, las columnas no aparecían. En el campo francés empezaba a haber movimiento; así le pareció al conde y así lo confirmó un ayudante de campo que gozaba de una vista excelente.

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