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En tercer lugar, lo que menos se comprende es que los hombres que estudian la historia no quieran ver, intencionadamente, que no puede atribuirse a una sola persona dicha maniobra, que nadie había previsto jamás, y que ella —igual que el retroceso en Fili— de hecho no fue concebida en su conjunto por nadie, sino realizada paso a paso, uno después de otro, minuto por minuto, desarrollada a lo largo de una incalculable serie de las más distintas circunstancias; y sólo cuando se realizó en toda su integridad se convirtió en un hecho pretérito.

En el consejo de Fili, la idea dominante de los jefes rusos era, como algo que se sobrentendía, la retirada hacia atrás en línea recta, es decir, por el camino de Nizhni-Nóvgorod. Prueba de ello es la mayoría de votos que esa idea obtuvo en el consejo y la conocida conversación, después del consejo, entre el general en jefe y Lanski, jefe de los servicios de intendencia. En su informe al Serenísimo, Lanski comunicó que los aprovisionamientos del ejército se habían acumulado sobre todo a lo largo del Oka, en las provincias de Tula y Kazán, y que, en el caso de retirada hacia Nizhni-Nóvgorod las reservas de víveres quedarían separadas del ejército por el ancho caudal del río Oka, por el cual, sobre todo a principios de invierno, el transporte resulta imposible. Ése fue el primer indicio de la necesidad de apartarse de la línea recta, que antes parecía la mejor hacia Nizhni-Nóvgorod. El ejército se orientó hacia el sur, por el camino de Riazán, buscando la proximidad a las reservas de provisiones. Más tarde, la inactividad de los franceses, que llegaron a perder de vista al ejército ruso, la preocupación por defender la fábrica de Tula y, sobre todo, la ventaja de mantenerse cerca del avituallamiento obligaron al ejército a descender aún más al sur, al camino de Tula. Después de haber pasado, en un desesperado movimiento, desde Pajrá al camino de Tula, los jefes del ejército ruso pensaron detenerse en Podolsk y nadie imaginó tomar posiciones en Tarútino, pero un número infinito de circunstancias y la aparición de los franceses, que antes habían perdido de vista a los rusos, los planes de batalla y, sobre todo, la abundancia de provisiones en Kaluga obligaron al ejército ruso a desviarse más al sur y pasar al centro de sus vías de aprovisionamiento, del camino de Tula al de Kaluga, hacia Tarútino.

Así como no es posible contestar a la pregunta de cuándo fue abandonado Moscú, nadie puede saber en qué momento preciso y por quién se decidió pasar a Tarútino. Sólo cuando llegó el ejército a Tarútino, debido a las incontables diferencias numéricas, la gente empezó a creer que era lo que deseaba desde mucho tiempo antes.

II

La célebre marcha oblicua se limitó a lo siguiente: el ejército ruso, retrocediendo siempre en sentido contrario al de la invasión, una vez que el avance de los franceses hubo cesado, se apartó de la línea recta seguida al principio y, al no sentirse perseguido, se dirigió como era natural hacia donde abundaban las provisiones.

Si nos imaginamos al ejército ruso desprovisto, no ya de jefes geniales, sino simplemente como tropas sin jefes, ese ejército no podía hacer otra cosa que volver de nuevo hacia Moscú, describiendo un gran arco por los lugares donde había mayor aprovisionamiento y regiones más fértiles.

El paso del camino de Nizhni-Nóvgorod a los de Riazán, Tula y Kaluga era hasta tal punto lógico que los merodeadores del ejército ruso seguían esa misma dirección, y desde San Petersburgo exigían que Kutúzov llevara sus tropas a ese mismo camino. En Tarútino, Kutúzov recibió casi una censura del Emperador por haber desviado las tropas al camino de Riazán y se le señaló la posición frente a Kaluga, en la que ya se hallaba cuando llegó la orden imperial.

Reculando en la dirección del empuje recibido durante toda la campaña, comprendida la batalla de Borodinó, cuando la fuerza de ese empuje —sin recibir otros nuevos— desapareció, el grueso del ejército ruso tomó la posición que le era natural.

El mérito de Kutúzov no estriba en la realización de maniobras geniales, de esas que se llaman estratégicas, sino en haber comprendido, solamente él, el significado de los acontecimientos que se iban sucediendo. Fue el único en comprender la importancia de la inactividad francesa, y tan sólo él siguió afirmando que la batalla de Borodinó fue una victoria; él, únicamente él, que en su condición de general en jefe debía haberse mostrado propicio al ataque, empleó todos sus recursos para impedir que el ejército ruso fuese utilizado en batallas inútiles.

La fiera herida en Borodinó yacía en alguna parte de aquellos parajes donde la dejara el cazador, que se había retirado. Pero ignoraba si estaba viva o muerta o simplemente emboscada. Y, de pronto, se oyeron los gemidos de esa fiera.

El gemido de la fiera herida, del ejército francés, el grito que denunciaba su derrota, era el envío de Lauriston al campamento de Kutúzov con la misión de proponer la paz.

Napoleón, siempre persuadido de que lo bueno no era lo bueno, sino aquello que a él se le ocurría, escribió a Kutúzov lo primero que le vino a la cabeza, por más que no tuviera sentido alguno:

Señor príncipe Kutúzov: Le envío a un general ayudante de campo mío para exponerle algunos asuntos interesantes. Deseo que Su Alteza dé crédito a cuanto él le diga, sobre todo cuando le exprese los sentimientos de estima y particular consideración en que hace tiempo lo tengo. No tiene otro objeto esta carta. Ruego a Dios, señor príncipe Kutúzov, que lo tenga en su santa y digna protección.

Moscú, 3 de octubre de 1812

Firmado: Napoleón

—La posteridad me maldeciría si me considerara promotor de un arreglo cualquiera. Éste es el espíritu actual de mi nación— respondió Kutúzov.

Y siguió esforzándose por impedir la ofensiva del ejército.

Durante el mes en que el ejército francés saqueaba Moscú y las tropas rusas permanecían estacionadas tranquilamente en Tarútino, se produjo un cambio en la relación de fuerzas (en espíritu y número), en virtud del cual la preponderancia pasó a los rusos. A pesar de que los rusos desconocían la posición del ejército francés y la cuantía de sus efectivos, en cuanto cambió esa relación de fuerzas se hizo evidente la necesidad de la ofensiva en incontables indicios: el envío de Lauriston, la abundancia de provisiones en Tárútino, las noticias que desde todas partes llegaban sobre la inactividad y el desorden de las tropas francesas, los reclutas incorporados a los regimientos rusos para cubrir bajas, el buen tiempo, el prolongado descanso de los soldados rusos y la impaciencia que habitualmente surge en las tropas después de un descanso por llevar a cabo aquello para lo que han sido reunidas; a todo ello se sumaba la curiosidad por saber lo que en el ejército francés ocurría, ya que habían perdido el contacto con él hacía mucho tiempo, la audacia con que las avanzadillas se movían junto a los franceses situados cerca de Tarútino, las noticias sobre fáciles victorias logradas contra el enemigo por mujiks y guerrilleros, la envidia provocada por esos hechos, el anhelo de venganza que bullía en el alma de cada persona mientras los franceses permanecían en Moscú y sobre todo la conciencia, vaga pero existente en cada soldado, de que la relación de fuerzas había cambiado y la ventaja estaba ahora del lado de los rusos. Todo eso hacía necesaria la ofensiva.

Y con la misma exactitud de un reloj, cuyo carillón empieza a tocar cuando la aguja da una vuelta completa a la esfera, también en las instancias superiores el cambio de la situación produjo un movimiento acelerado, susurros y sones de carillón.

III

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