“Sí, era la muerte. He muerto y he despertado. La muerte es el despertar.” Ese pensamiento ilumina de pronto su alma: se levantaba el velo que hasta entonces le había ocultado lo desconocido. Se sintió liberado de aquello que antes ataba su fuerza y experimentó esa extraña levedad que desde entonces no lo abandonó.
Cuando se despertó, envuelto en sudor frío, y se movió en el diván, Natasha se acercó a él para preguntarle qué le pasaba. El príncipe no contestó: no comprendía la pregunta y la miró con ojos extraños.
Esto era lo ocurrido dos días antes de que llegara la princesa María. Desde entonces, según el médico, la fiebre había adquirido mal cariz. Pero Natasha no mostraba interés alguno por cuanto decía el médico: veía todos aquellos terribles síntomas morales, indudables para ella.
Para el príncipe Andréi, con aquel despertar del sueño comenzó el alejamiento de la vida. Y en comparación con la duración de su existencia, no le parecía más lento que el despertar del sueño en relación con el tiempo que había durado el sueño.
Nada terrible ni violento había en ese despertar relativamente lento.
Sus últimos días y horas fueron sencillos y apacibles. La princesa María y Natasha, que no se apartaban de él, así lo sentían. Ya no lloraban ni sufrían; y en los últimos días se daban cuenta de que no pensaban tanto en él (que ya no existía y las había abandonado) como en su recuerdo más cercano: su cuerpo. En ambas era tan intenso ese sentimiento, que el aspecto externo y terrible de la muerte no influía en ellas y consideraban inútil avivar su dolor. No lloraban delante de él ni fuera de su presencia, y tampoco hablaban de él entre sí. Estaban convencidas de no poder expresar con palabras todo cuanto comprendían.
Las dos veían cómo, alejándose de ellas, se hundía cada vez con mayor profundidad, lenta y tranquilamente, no se sabía dónde, pero sabían que tenía que ser así y que esto estaba bien.
El príncipe Andréi recibió los últimos sacramentos; todos se acercaron para despedirse de él. Cuando le llevaron a su hijo puso los labios en su frente y se volvió, no porque le resultara penoso ni por piedad (la princesa y Natasha lo comprendían), sino porque suponía que era aquello cuanto de él exigían. Y cuando le pidieron que lo bendijese, lo hizo, y miró en derredor como preguntando si debía hacer alguna cosa más.
La princesa y Natasha estuvieron presentes durante las últimas contracciones del cuerpo abandonado por su espíritu.
—¿Ya se fue?— dijo la princesa María, cuando el cuerpo inmóvil, tendido ante ellas, comenzaba a enfriarse.
Natasha se acercó, miró los ojos sin vida y se apresuró a cerrarlos. Pero no los besó, aunque acercó los labios a lo que era su más próximo recuerdo.
“¿Dónde ha ido? ¿Dónde está ahora?.."
Cuando pusieron aquel cuerpo, lavado y vestido, en el féretro, sobre una mesa, todos se acercaron, llorando, para darle el último adiós.
Nikóleñka lloró movido por el doloroso estupor que desgarraba su corazón. La condesa y Sonia lloraban pensando en Natasha y en que él ya no existía. El viejo conde lloró porque sentía que pronto también a él le tocaría dar ese terrible paso.
También la princesa María y Natasha lloraron ahora; pero no a causa de su propio dolor; lloraron por la fervorosa conmoción que colmaba sus almas ante aquel simple y solemne misterio de la muerte que acababan de presenciar.
Segunda parte
I
La razón humana no puede comprender el conjunto de las causas que originan cada fenómeno, pero la necesidad de conocerlas es inherente a la naturaleza del hombre. Y la razón humana, sin ahondar en la infinitud y complejidad de las condiciones del fenómeno, cada una de las cuales, por separado, puede concebirse como causa del mismo, se acoge a la primera semejanza, que suele ser la más inteligible, y dice: ésta es la causa.
En los acontecimientos históricos (en los cuales el objeto de observación son los actos humanos) es la voluntad de los dioses la que se presenta como causa primera; y después la voluntad de los hombres que ocupan un lugar relevante en la historia, a los que llamamos héroes. Pero basta con ahondar en cada acontecimiento histórico —es decir, en la actuación de toda la masa humana que participa en él— para convencerse de que la voluntad de los héroes, lejos de dirigir las acciones de la masa, es casi siempre dirigida. Podría parecer que no tiene valor alguno comprender el significado de los acontecimientos históricos de una u otra manera; pero entre quien afirma que los pueblos de Occidente avanzan hacia Oriente porque así lo quiso Napoleón y el que sostiene que semejante suceso ocurrió porque así debía suceder hay la misma diferencia que entre quienes afirmaban que la Tierra permanece inmóvil y todos los planetas giran en derredor de ella y los que decían que no saben en qué se apoya la Tierra pero saben que existen leyes que rigen sus movimientos y los de los demás astros.
No existen ni pueden existir causas de un acontecimiento histórico, excepto la causa única de todas ellas; pero existen leyes que gobiernan los acontecimientos, unas desconocidas y otras cuyo sentido empezamos a comprender.
El descubrimiento de esas leyes sólo es posible si renunciamos por completo a buscar las causas en la voluntad de un solo hombre, igual que el descubrimiento de las leyes que rigen el movimiento de los planetas no fue posible hasta que los hombres renunciaron a la idea de la inmovilidad de la Tierra.
Después de la batalla de Borodinó, de la ocupación de Moscú por el enemigo y el incendio de la ciudad, los historiadores consideran que el episodio fundamental de la guerra de 1812 fue el paso del ejército ruso del camino de Riazán al de Kaluga, y desde allí al campo de Tarútino, denominado como la marcha oblicua de Krasnia Pajrá. Los historiadores atribuyen la gloria de este hecho genial a diversos personajes y discuten a quién corresponde el mérito en realidad. También los historiadores extranjeros, hasta los mismos franceses, reconocen el genio de los jefes militares rusos cuando hablan de esta marcha. Pero, ¿por qué todos los escritores dedicados a estos temas, y con ellos los demás, admiten que esa marcha fue una iniciativa genial y profunda de una sola persona, que salvó a Rusia y perdió a Napoleón? Es muy difícil entenderlo. Ante todo, es difícil comprender en qué consiste la genialidad y profundidad de ese movimiento, pues no se precisa gran esfuerzo intelectual para darse cuenta de que la mejor posición de un ejército (cuando no se lo ataca) es la que está más próxima a los aprovisionamientos. Y cualquiera, hasta un niño de trece años, no demasiado inteligente, comprendería fácilmente que en 1812 la posición más ventajosa del ejército, después de la retirada de Moscú, estaba en el camino de Kaluga. Por tanto, no puede comprenderse, en primer lugar, qué razonamientos han llevado a los historiadores a ver la profunda genialidad en esta maniobra. Segundo, todavía resulta más difícil comprender cómo los historiadores ven en ella la salvación de los rusos y la derrota de los franceses, puesto que semejante marcha, realizada en las circunstancias que la precedieron, coincidieron, y prosiguieron, pudo haber sido tan peligrosa para el ejército ruso como providencial para el francés. Y si, a partir de ese movimiento, la suerte de los rusos comienza a mejorar, de ningún modo cabe deducir que ese movimiento fuera la causa.
Esa marcha de flanco, lejos de ofrecer ventajas, pudo causar la perdición de todo el ejército ruso y la salvación del ejército francés si no hubieran concurrido otras circunstancias. ¿Qué habría ocurrido sin el incendio de Moscú? ¿Qué, si Murat no hubiese perdido de vista a los rusos? ¿Qué, si Napoleón no hubiera permanecido inactivo? ¿O si, en Krasnia Pajrá, el ejército ruso, siguiendo el consejo de Bennigsen y Barclay, hubiese presentado batalla? ¿Y si los franceses hubieran atacado a los rusos cuando éstos retrocedían más allá de Pajrá? ¿Y si Bonaparte, acercándose a Tarútino, hubiese atacado a los rusos aunque sólo fuera con la décima parte de la energía que desplegó en Smolensk? ¿Y si los franceses se hubieran dirigido a San Petersburgo?... En todos estos casos, el éxito de la marcha oblicua habría podido convertirse en un desastre.