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Anatole quería sinceramente a Dólojov por su inteligencia y su valor. Dólojov precisaba del nombre, de la posición social y de las relaciones de Anatole Kuraguin para atraer a la mesa de juego a los jóvenes ricos, pero no se lo daba a entender; se divertía con Kuraguin y se aprovechaba de él. Además del cálculo que intervenía en sus relaciones con Anatole, el hecho de dirigir la voluntad de otro era para él un placer, una costumbre y una necesidad.

Natasha había impresionado vivamente a Kuraguin. Durante la cena, después del teatro, explicó a Dólojov, como gran conocedor del tema, el encanto de sus brazos, su cuello, sus pies y su cabello, y declaró su intención de hacerle la corte. Anatole no podía reflexionar ni saber cuál sería el resultado de ese cortejo, lo mismo que no podía reflexionar ni saber cuáles serían las consecuencias de cada uno de sus actos.

—Sí que es guapa, hermano, pero no es para nosotros— dijo Dólojov.

—Diré a mi hermana que la invite a comer. ¿Qué te parece?

—Espera mejor a que se case...

—Ya sabes que j'adore les petites filles. 325Además, pierden en seguida la cabeza— dijo Anatole.

—Ya te han pescado una vez con una petite fille— observó Dólojov, que conocía el matrimonio de Kuraguin. —Ándate con ojo.

—Pero eso no puede ocurrir dos veces, ¿eh?— rió satisfecho Anatole.

XII

Al día siguiente de haber ido al teatro, los Rostov no salieron de casa, ni nadie vino a visitarlos. A escondidas de Natasha, María Dmítrievna habló con el conde. Natasha adivinó que hablaban del viejo príncipe Bolkonski y que tramaban algo; eso la inquietó y ofendió a la vez. A cada momento esperaba al príncipe Andréi, y, por dos veces en aquel día, envió al portero a Vozendvízhenka para informarse. Pero no había llegado y ella se sentía peor que durante los primeros días de su regreso a Moscú. A esta impaciencia y tristeza se añadía el desagradable recuerdo de la entrevista con la princesa María y el viejo príncipe, y miedo y también desasosiego cuya causa no se explicaba. Le parecía que Andréi no iba a volver más o que antes de su regreso a ella le iba a ocurrir algo. Ya no podía como antes pensar en él tranquilamente, a solas, durante largos ratos; al momento acudía a su memoria el recuerdo del viejo príncipe, de la princesa, del teatro y de Kuraguin. De nuevo se preguntaba si no era culpable, si no había faltado a su fidelidad al príncipe Andréi; analizaba detalladamente cada palabra, cada gesto, cada matiz de lo dicho por aquel hombre que había despertado en ella un sentimiento incomprensible y turbador. Ante sus familiares Natasha parecía más animada que de costumbre, pero en su interior estaba muy lejos de la serena felicidad de antes.

El domingo por la mañana, María Dmítrievna invitó a sus huéspedes a oír misa en su parroquia, en la iglesia de la Asunción.

—No me gustan las iglesias que están de moda— decía orgullosa, al parecer, de su independencia. —Dios es el mismo en todas partes. Nuestro pope es muy bueno y oficia dignamente, lo mismo que el diácono. ¿Acaso la santidad depende de que canten mejor o peor en el coro? No me gustan esas cosas, no son más que frivolidades.

A María Dmítrievna le gustaban los domingos y sabía festejarlos. El sábado se hacía limpieza general de la casa y el domingo, lo mismo ella que los criados, no trabajaban, vestían trajes de fiesta y todos acudían a misa. Se añadía algún plato a la mesa de los señores, y al servicio se le daba vodka y asado de pato o de cochinillo; pero nada reflejaba tanto la festividad como el propio rostro de María Dmítrievna, ancho y severo, que asumía ese día una expresión invariable de solemnidad.

Cuando después de la misa tomaron el café en la sala, de cuyos muebles se habían quitado las fundas, avisaron a la dueña de la casa que el coche estaba dispuesto; María Dmítrievna, con gesto grave, echándose sobre los hombros el chal de las fiestas que usaba para ir de visita, se levantó y dijo que iba a visitar al príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, a fin de tener con él una explicación a propósito de Natasha.

Después de salir María Dmítrievna, llegó una oficiala de Mme Aubert-Chalmet, y Natasha, muy satisfecha de tener una distracción, se encerró en una pieza vecina a la sala para probarse los vestidos nuevos. Mientras se ponía un corpiño aún hilvanado y sin mangas y se miraba al espejo volviendo la cabeza para ver cómo le sentaba la espalda, oyó en el salón las animadas voces de su padre y de una mujer, cuyo recuerdo la hizo ruborizarse; era la voz de Elena. Sin darle tiempo para quitarse el corpiño, se abrió la puerta y, con una deslumbrante sonrisa benevolente y tierna, entró en la habitación la condesa Bezújov, que vestía un hermoso traje de terciopelo violeta y alto cuello.

—Ah! ma délicieuse! Charmante! 326— dijo a Natasha, que se puso muy colorada. —Es imperdonable, mi querido conde— dijo, volviéndose a Iliá Andréievich, que entraba detrás, —eso de vivir en Moscú y no dejarse ver en ningún sitio. No, no se lo permitiré. Esta noche mademoiselle Georges va a declamar en mi casa, se reunirá un grupo de amigos, y si no lleva a sus dos bellas jóvenes, que son mejores que mademoiselle Georges, me enemistaré con usted. Mi marido no está aquí; se ha ido a Tver; si no, le habría dicho que viniera a buscarlos. Pero vengan sin falta de todos modos. Los espero a las nueve.

Saludó con la cabeza a la oficiala de la modista, a la que conocía, que se había inclinado ante la condesa respetuosamente; después se sentó junto al espejo, disponiendo artísticamente su vestido de terciopelo. No cesaba de hablar cordialmente, admirando siempre la belleza de Natasha; pasó revista a sus galas y les dedicó grandes alabanzas, sin olvidar su propio vestido en gaze métallique 327, traído de París, aconsejando a Natasha que se hiciera uno igual.

—Aunque a usted todo le va bien, querida.

En el rostro de Natasha persistía una sonrisa de placer. Se sentía feliz y orgullosa al oír las alabanzas de aquella simpática condesa Bezújov, que hasta ahora le había parecido una dama inaccesible e importante y que ahora se mostraba tan gentil con ella. Natasha se puso alegre, sintiéndose casi enamorada de aquella mujer tan hermosa y tan buena. Por otra parte, Elena admiraba de veras a Natasha y deseaba divertirla. Anatole le había rogado que le preparara un encuentro con Natasha y ése era el motivo de su visita a los Rostov. La idea de acercar a su hermano y a Natasha la divertía como un juego.

A pesar de que en San Petersburgo había sentido enfado hacia Natasha por haber apartado a Borís de su lado, ahora no pensaba siquiera en ello y, con toda su alma, a su modo, deseaba el bien de Natasha. Al salir de la casa llamó aparte a su protegée.

—Ayer comió en casa mi hermano; nos moríamos de risa viéndolo: no come nada y no hace otra cosa que suspirar por usted, ma chère. Il est fou, mais amoureux fou de vous. 328

Natasha enrojeció intensamente al oír esas palabras.

—Ma délicieuse! Cómo se ruboriza— dijo Elena. —Venga sin falta. Si vous aimez quelqu'un, ma délicieuse, ce n'est pas une raison pour se cloîtrer. Si même vous êtes promise je suis sûre que votre promis aurait désiré que vous alliez dans le monde en son absence plutôt que de dépérir d'ennui. 329

"Sabe, pues, que estoy prometida, es decir, que ha hablado de eso con su marido, con Pierre, que es tan justo —pensó Natasha—. Habrán hablado y se habrán reído. Es decir, que no tiene importancia.” Y de nuevo, bajo la influencia de Elena, lo que antes le parecía terrible ahora se volvió sencillo y natural. “Y ella, tan grande dame y tan agradable, me quiere de veras. ¿Por qué no voy a divertirme, siguió pensando, mirando a Elena con los ojos muy abiertos.

María Dmítrievna volvió a la hora de la comida, taciturna y seria; era evidente que había sufrido una derrota en casa del príncipe Bolkonski. Estaba demasiado alterada después del choque para contar lo ocurrido con tranquilidad. A las preguntas del conde, replicó que todo había ido bien y que se lo contaría al día siguiente. Cuando supo la visita de la condesa Bezújov y su invitación, María Dmítrievna dijo:

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