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Natasha no comprendió lo que decía, como tampoco lo comprendió él; pero, en las incomprensibles palabras, había una intención indecente. No sabía qué responder, y se volvió como si no lo hubiese oído. Pero nada más volverse pensó que él estaba a sus espaldas, muy cerca.

“¿Qué hace ahora? —se preguntó—. ¿Estará confuso o enojado? ¿Hay que reparar lo que hice?", y volvió la cabeza, sin poderlo evitar. Miró fijamente a Anatole; y su proximidad, la ternura jovial de su sonrisa, su seguridad la vencieron. Sonrió igual que él, mirándolo directamente a los ojos; y, una vez más, sintió horrorizada que entre los dos no había ninguna barrera.

Se levantó el telón de nuevo. Anatole salió del palco, tranquilo y contento. Natasha volvió al suyo con su padre, completamente sometida al mundo en que se encontraba. Cuanto ocurría en derredor le parecía ya totalmente natural, y ni una sola vez volvieron a su mente las anteriores ideas sobre su prometido, la princesa María y la vida del campo, como si todo ello fueran cosas pasadas hacía mucho, mucho tiempo.

En el cuarto acto, un diablo cantó gesticulando hasta que retiraron una tabla bajo sus pies y desapareció dentro del agujero; eso fue todo lo que Natasha vio del cuarto acto; algo la turbaba y atormentaba, y la causa de aquella emoción era Kuraguin, a quien, involuntariamente, seguía mirando. Cuando salían del teatro Anatole se dirigió a ellos, se encargó de llamar el coche y los ayudó a subir; al ayudar a Natasha le apretó el brazo por encima del codo. Natasha, inquieta y ruborizada, lo miró. Los ojos de Anatole brillaban y la miraba, sonriendo tiernamente.

Sólo cuando llegó a casa pudo Natasha reflexionar tranquilamente sobre cuanto le había sucedido, y de pronto, durante el té, que todos tomaron después del teatro, al recordar al príncipe Andréi, se estremeció horrorizada, no pudo contener un grito y salió corriendo y enrojecida de la habitación. “¡Dios mío! ¡Estoy perdida! ¿Cómo he podido llegar a eso?”, pensaba. Permaneció durante mucho tiempo con el rostro enrojecido oculto entre las manos, procurando hacerse una clara idea de cuanto le había sucedido, pero no conseguía comprender lo pasado ni tampoco lo que sentía. Todo le parecía oscuro, confuso y terrible. Allá, en la inmensa sala iluminada del teatro, donde a los sones de la música saltaba Duport sobre las tablas húmedas con su chaqueta de lentejuelas y las piernas desnudas, y las señoritas, los viejos y Elena, casi desnuda y con una sonrisa tranquila y orgullosa, gritaban “¡bravo!” con entusiasmo, allá, a la sombra de aquella mujer, todo parecía sencillo y claro; pero ahora, sola, enfrentada a sí misma, eso era incomprensible. “¿Pero qué es eso? ¿Qué es ese miedo que siento de él? ¿Ese remordimiento que sufro ahora?”, se preguntaba.

Sólo a la vieja condesa, en la cama, habría podido contar Natasha cuanto pensaba. Sonia, con sus principios severos y simples, no habría entendido nada y habría quedado horrorizada ante su confesión. Sola consigo misma, Natasha trataba de resolver el problema que la torturaba.

“¿Estoy perdida o no para el amor del príncipe Andréi? —se preguntaba, y con una sonrisa irónica se tranquilizaba a sí misma—: ¡Qué tonta soy al preguntármelo! ¿Qué ha ocurrido? ¡Nada! No hice nada, yo no he provocado esto. Nadie lo sabrá y no volveré a verlo. Quiere decir que no ha ocurrido nada, y de nada tengo que arrepentirme; el príncipe Andréi puede amarme talcomo soy... Pero, ¿cómo soy?¡Oh, Dios mío!, Dios mío! ¿Por qué no está él aquí?” Natasha se calmaba por un instante, pero un cierto sentido le decía que aunque todo aquello fuese verdad, aunque nada hubiese sucedido, ya no existía la antigua pureza de su amor por el príncipe Andréi. Volvió a recordar toda la conversación con Kuraguin, evocó su rostro, sus gestos, la tierna sonrisa de aquel hombre atractivo y audaz cuando le apretaba el brazo para ayudarla a subir al coche.

XI

Anatole Kuraguin vivía en Moscú porque su padre lo había obligado a salir de San Petersburgo, donde gastaba más de veinte mil rublos al año y contraía deudas por otro tanto, cuyo pago exigían los acreedores al príncipe.

El príncipe Vasili manifestó a su hijo que pagaba por última vez la mitad de sus deudas, pero sólo a condición de que se marchara a Moscú como ayudante de campo del general gobernador, cargo que él mismo le había obtenido, y que intentara buscar allí un buen partido. Le había indicado a la princesa María o a Julie Karáguina.

Anatole consintió y se fue a Moscú, donde se instaló en la casa de Pierre. Al principio Pierre lo recibió con cierto disgusto, pero luego se habituó a su compañía; algunas veces iba a divertirse con él, y, en forma de préstamos, le daba dinero.

Como justamente había dicho Shinshin, desde su llegada a Moscú Anatole Kuraguin traía locas a todas las damas, precisamente porque las desdeñaba y prefería acompañarse de zíngaros y actrices francesas, con la principal de las cuales, mademoiselle Georges, estaba, según se decía, en relaciones muy íntimas. No faltaba a una sola juerga en casa de Danílov y otros amigotes moscovitas. Bebía durante noches enteras, dejando atrás a todos, y frecuentaba las veladas y bailes de alta sociedad. Se le atribuían ciertas aventuras con varias damas de Moscú; en los bailes hacía la corte a algunas de ellas. Pero no se acercaba a las señoritas, y mucho menos a las ricas herederas, que por lo común eran bastante feas; además, hacía dos años que estaba casado, cosa ignorada por todos, salvo los amigos más íntimos. Dos años antes, estando su regímiento en Polonia, cierto terrateniente polaco, no muy rico, lo había obligado a casarse con su hija.

Anatole abandonó en seguida a su mujer y, gracias al dinero que prometiera enviar a su suegro, se reservó el derecho de hacerse pasar por soltero.

Se mostraba siempre contento de su situación, de sí mismo y de los demás. Instintivamente, con todo su ser, estaba convencido de que no se podía vivir de manera diferente de como él vivía, y de que nunca en su vida había hecho algo malo. Era incapaz de pensar en lo que otros pudieran decir de sus actos ni en las consecuencias que esos actos pudieran acarrear a los demás. Estaba convencido de que así como el pato, por su naturaleza, tiene que vivir en el agua, él había sido creado por Dios de tal manera que necesitaba treinta mil rublos cada año y la más brillante posición en la sociedad. Y estaba tan persuadido de ello que los demás, viéndolo, se convencían de que así era y no le negaban ni el derecho al puesto preeminente ni el dinero, que pedía prestado a diestro y siniestro, sin pensar, desde luego, en restituirlo. No era jugador; es decir, por lo menos no perseguía la ganancia; no era vanidoso ni le preocupaba mínimamente lo que de él pensaran; aún menos podía tachárselo de ambicioso.

En más de una ocasión había causado serias inquietudes a sus padres con su despreocupación por hacer carrera y su desprecio por todos los honores. No era tacaño ni negaba ayuda a quien se la pidiera. Las únicas cosas que amaba eran las diversiones y las mujeres; y como, según su juicio, ninguna de esas cosas nada tenía de innoble, y como era incapaz de pensar en el daño que la satisfacción de sus deseos podía ocasionar a otras personas, se consideraba un hombre irreprochable, despreciaba sinceramente a los miserables y malvados y, con la conciencia tranquila, caminaba con la cabeza alta.

Entre los juerguistas, entre los “hombres magdalenas", existe el secreto sentimiento de su inocencia, basado, como en las mujeres magdalenas, en esa misma esperanza del perdón. “A ella se le perdonará todo, porque ha amado mucho, y a él se le perdonará todo porque se ha divertido mucho.”

Dólojov, que reaparecía aquel año en Moscú después de su destierro y sus aventuras en Persia y que llevaba la vida lujosa del juego y la disipación, intimó con su viejo camarada Kuraguin y se aprovechó de él para sus fines.

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