—Ma chère! ¡Sería de ver la cara del pobre hombre!— exclamó el conde, retorciéndose de risa.
—¡Qué horror! ¡No es para reírse, conde!
Pero también las señoras rieron a su pesar.
—Con grandes trabajos lograron salvar al desgraciado— continuó la visitante. —¡Y es el hijo del conde Kiril Vladimírovich Bezújov quien se divierte de esa manera!— añadió. —Decían que estaba tan bien educado y que era tan inteligente... Ya ven adonde lleva la educación en el extranjero. Espero que aquí no lo reciba nadie, a pesar de su fortuna. Quisieron presentármelo, pero me negué en absoluto... ¡Tengo hijas!
—Pero ¿por qué dice que ese joven es tan rico?— preguntó la condesa, apartándose de las jóvenes, que fingieron en el acto no escuchar. —El conde sólo tiene hijos naturales... y parece que también Pierre es hijo natural.
La visita hizo un gesto despectivo.
—Creo que tiene veinte hijos naturales.
La princesa Anna Mijáilovna terció en la conversación, deseando, visiblemente, hacer notar sus relaciones y su conocimiento de los asuntos mundanos.
—Yo se lo explicaré— dijo con aire de importancia, también a media voz. —Ya conoce la reputación del conde Kiril Vladimírovich... Ni él mismo sabe los hijos que tiene, pero este Pierre es su predilecto.
—¡Era tan guapo todavía el año pasado!— aseguró la condesa; —nunca he visto un hombre más apuesto.
—Ahora ha cambiado mucho— dijo Anna Mijáilovna. —Pues quería decirles— prosiguió —que, por parte de su mujer, el príncipe Vasili es heredero directo de todos los bienes, pero el padre quiere mucho a Pierre, se ha ocupado de su educación, ha escrito al Emperador... de manera que a su muerte (está tan enfermo que se espera ocurra de un momento a otro, y Lorrain ha llegado de San Petersburgo) nadie sabe a quién irá a parar tan enorme fortuna, a Pierre o al príncipe Vasili. Cuarenta mil siervos y varios millones. Lo sé bien, porque me lo ha dicho el mismo príncipe Vasili. Además, Kiril Vladimírovich es tío segundo mío por parte de madre; es el padrino de Borís— añadió, como si no diera importancia alguna al hecho.
—El príncipe Vasili llegó ayer a Moscú. Me han dicho que viene en viaje de inspección— dijo la visita.
—Sí, pero, entre nous— añadió la princesa, —es un pretexto; en realidad, ha venido para estar al lado del príncipe Kiril Vladimírovich, que está muy grave.
—De todos modos, ma chère, es una broma divertida— intervino el conde; y viendo que la visita no lo escuchaba se volvió hacia las señoritas: —Me imagino la cara del policía.
Imitó los movimientos del policía, agitando los brazos, y estalló de nuevo en una risa sonora y profunda que sacudió su grueso cuerpo; así suelen reír las personas que siempre han comido bien y bebido mejor.
—No olviden, por favor, que los esperamos a comer— concluyó.
VIII
Todos quedaron en silencio. La condesa miraba a la visitante con una amable sonrisa, sin ocultar, no obstante, que no sentiría nada si se levantara y se fuese. La hija se ajustaba ya el vestido, mirando interrogativamente a la madre, cuando en la habitación vecina se oyó correr hacia la puerta del salón a varias personas y el estruendo de una silla alcanzada y derribada. Irrumpió en el salón una niña de trece años, más o menos, llevando algo envuelto en su corta falda de muselina, y se detuvo en medio de la estancia. Era evidente que estaba allí por pura casualidad, por no haber calculado el impulso de la carrera. Casi al mismo tiempo aparecieron en la puerta un estudiante con su uniforme de cuello color frambuesa, un oficial de la Guardia, una jovencita de quince años y un muchachito regordete, sonrosado, que vestía chaqueta de niño.
El conde se puso en pie y, balanceándose, abrió los brazos como para acoger a la niña que entró corriendo.
—¡Aquí la tenéis!— exclamó riendo. —¡Hoy es su fiesta, ma chère, su fiesta!
—Ma chère, il y a un temps pour tout 70— dijo la condesa, fingiendo enfado. —Tú la mimas demasiado, Elie— añadió, volviéndose al marido.
—Bonjour, ma chère, je vous félicite— dijo la visitante. —Quelle délicieuse enfant!— añadió dirigiéndose a la madre.
La niña, más bien fea, pero muy vivaz, tenía los ojos negros, la boca grande y llevaba desnudos los hombros infantiles, escapados del corpiño por la rápida carrera que había alborotado sus bucles negros echándolos hacia atrás; los brazos, al desnudo, también eran delgados y sus piernas enfundadas en pantalones de encaje dejaban al descubierto unos pies pequeños calzados con escarpines; estaba en esa edad encantadora en que la jovencita ya no es una niña y la niña no se ha convertido aún en una joven. Esquivando al padre, se dirigió hacia su madre y, sin prestar atención a sus severas observaciones, escondió el rostro enrojecido en los encajes de su mantilla y se echó a reír. Reía por algo, hablando entre risas de la muñeca que acababa de sacar de debajo de la falda.
—¿Ve?... la muñeca... Mimí... mire— y no pudiendo decir más (tan cómica le parecía la situación), Natasha cayó sobre su madre y estalló en una risa tan fuerte y sonora que todos, hasta la ceremoniosa visitante, rieron.
—Ea, vete, vete con tu monstruo— dijo la madre, apartándola y fingiendo enfado; y agregó, volviéndose a la visita: —Es mi hija menor.
Natasha levantó por un momento el rostro de la mantilla de su madre, la miró desde arriba, llenos los ojos de lagrimas por la risa, y volvió a esconderlo.
La visita, obligada a presenciar aquella escena familiar, creyó oportuno participar en ella.
—Dime, querida— preguntó a Natasha, —¿qué eres tú de esa Mimí? Su madre, ¿verdad?
No agradaron a Natasha el tono indulgente y la pregunta pueril, y sin contestar miró seriamente a la dama.
Entretanto, todos aquellos jóvenes habían entrado en el salón, esforzándose visiblemente por contener en los límites de la buena educación la animación y la alegría que brillaban en sus rostros: Borís, oficial, hijo de la princesa Anna Mijáilovna; Nikolái, estudiante, hijo mayor de la condesa; Sonia, sobrina del conde, de quince años, y el pequeño Petrusha, el hijo menor. Podía adivinarse que allí, en las habitaciones de las que habían salido con tanta algazara, la conversación era más alegre que la mantenida aquí sobre los chismes de la ciudad, el tiempo y la comtesse Apraksine. De cuando en cuando se miraban unos a otros y con gran dificultad contenían la risa.
Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, eran de la misma edad, amigos de la infancia, ambos guapos, pero de belleza distinta. Borís, alto y rubio, de facciones finas, regulares y serenas. Nikolái no era alto, tenía rizado el cabello y sobre el labio superior despuntaba ya una leve pelusa negra. En su rostro, de franco mirar, se leía la impetuosidad y el apasionamiento.
Nikolái se sonrojó al entrar en el salón. Era evidente que buscaba algo que decir, sin hallarlo. Borís, por el contrario, se serenó en seguida y contó tranquilamente, en tono de broma, que conoció a la muñeca Mimí cuando era aún joven y no tenía la nariz rota, pero que en cinco años había envejecido hasta quedar con la cabeza llena de grietas. Después de contarlo, miró a Natasha; ella apartó los ojos de él, miró a su hermano pequeño, que con los ojos casi cerrados temblaba de risa silenciosa, e incapaz de aguantar más, dio un salto y huyó de la estancia con la rapidez propia de sus ágiles piernas. Borís no se rió.
—Me parece que también usted, maman, quiere irse. ¿Necesita el coche?— preguntó con una sonrisa a su madre.
—Sí, ve y ordena que lo preparen— respondió ella, sonriendo.
Borís salió sin ruido en pos de Natasha. El muchachito regordete corrió enfadado detrás de ellos, como disgustado por haber sido estorbado en sus ocupaciones.
IX