—¡Vacía!
Y arrojó la botella al inglés, que la cogió con destreza.
Dólojov saltó de la ventana. Exhalaba un fuerte olor a ron.
—¡Bravo, magnífico! ¡Vaya apuesta! ¡Que os lleve el diablo!— gritaban desde diversas partes.
El inglés sacó la bolsa y contó el dinero. Dólojov, con el ceño fruncido, quedaba en silencio. Pierre se subió a la ventana.
—¡Señores! ¿Quién quiere jugarse algo conmigo? Haré lo mismo que él— gritó. —Y sin apuesta también. Que me traigan una botella. Yo lo haré, que la traigan.
—Dejadlo, dejadlo— sonrió Dólojov.
—¿Te has vuelto loco? ¿Crees que te vamos a dejar? Te mareas hasta en la escalera— gritaron desde varios lados.
—¡Me la beberé! ¡Dadme una botella de ron!— gritó Pierre; y con el gesto resuelto del ebrio, golpeó una silla e intentó subirse a la ventana.
Trataron de sujetarlo por los brazos, pero era tan fuerte que arrojaba a gran distancia a todos cuantos pretendían acercársele.
—No, así no podremos con él— dijo Anatole. —Esperad, trataré de engañarlo. Escucha: acepto la apuesta, pero para mañana, y ahora vámonos todos a...
—¡Vamos!— gritó Pierre. —Vamos y llevémonos a Mishka...—y diciendo esto, abrazó a Mishka, el oso, lo levantó y se puso a bailar con él por la sala.
VII
El príncipe Vasili había cumplido la palabra que dio a la princesa Drubetskaia en la velada de Anna Pávlovna: interceder en favor de su único hijo, Borís. Se informó al Emperador y como gracia especial se lo convirtió en subteniente de la Guardia en el regimiento Semiónovski. Pero, a pesar de todos los pasos y solicitudes de Anna Mijáilovna, Borís no fue nombrado ayudante de campo ni ingresó en el Estado Mayor de Kutúzov. Poco después de aquella velada, Anna Mijáilovna volvió a Moscú y se dirigió directamente a casa de unos parientes ricos, los Rostov, donde solía hospedarse cuando se detenía en esa ciudad, y entre los cuales, desde la infancia, había vivido y crecido su adorado hijo, que recién promovido a subteniente de infantería pasaba entonces a la Guardia. El 10 de agosto la Guardia había salido de San Petersburgo, y Borís, que se quedó en Moscú para hacerse el equipo, debía incorporarse a su unidad por el camino hacia Radzivílov.
En el hogar de los Rostov se celebraba el santo de dos Natalias: la madre y la hija menor. Desde la mañana, y sin parar, llegaban y partían numerosas carrozas, con visitantes, a la gran casa —conocida por todo Moscú— de la condesa Rostova, en la calle Póvarskaia. La condesa, con su bella hija mayor, recibía en el salón a los visitantes que se iban sucediendo constantemente.
Era la condesa una mujer de unos cuarenta y cinco años, de tipo oriental, con el rostro delgado, visiblemente ajada por los numerosos partos; había tenido doce hijos. La lentitud de sus movimientos, así como su pausado modo de hablar, debidos a la debilidad de sus fuerzas, le conferían un aire grave que inspiraba respeto. La princesa Anna Mijáilovna Drubetskaia, como persona de la casa, se hallaba también en el salón y ayudaba a recibir a los visitantes y a mantener la conversación con ellos.
Los jóvenes estaban en las habitaciones posteriores y no juzgaban necesario participar en la recepción. El conde salía al encuentro de las visitas y las despedía, invitando a todos para comer.
—Le estoy muy, muy reconocido, ma chère o mon cher— (decía ma chèreo mon chersin distinción ni matiz alguno, ya fueran personas superiores o inferiores a él), —le estoy muy reconocido en mi nombre y en nombre de las queridas festejadas. No falte a la comida, me ofendería, mon cher. Se lo suplico en nombre de toda la familia, ma chère. Con idéntica expresión en el rostro lleno, risueño, cuidadosamente afeitado, con el mismo fuerte apretón de manos y el mismo saludo brevísimo y siempre igual, repetía esas palabras a todos sin excepción y sin cambiar nada. Tras haber acompañado a un visitante, el conde volvía hacia los que estaban aún en el salón, acercaba su butaca con el aire de un hombre de espíritu joven a quien le gusta vivir y que sabe hacerlo; separadas las piernas y apoyadas las manos en las rodillas, se balanceaba sintiéndose importante, hablaba del tiempo, intercambiaba consejos de higiene, unas veces en ruso y otras en un francés muy malo, pero presuntuoso. Y de nuevo, con gesto cansino, pero firme en el cumplimiento de sus deberes, acompañaba a otro visitante, alisándose sobre el cráneo los escasos cabellos grises, y de nuevo lo invitaba a comer. A veces, al volver del vestíbulo, pasaba por la galería de flores y el officehasta una gran sala de paredes de mármol, donde se preparaba una mesa para ochenta personas, y, observando a los camareros que llevaban los cubiertos de plata y la porcelana, disponían las mesas y desplegaban los adamascados manteles, llamaba a Dmitri Vasílievich, un noble que se ocupaba de todos los asuntos del conde.
—Procura, Míteñka— le decía, —que todo salga bien. Está bien, está bien...— repetía, mirando con placer la enorme y alargada mesa. —Lo más importante es el servicio. Eso es...— y con un suspiro de satisfacción volvía a la sala.
—¡María Lvovna Karáguina y su hija!— anunció el lacayo de la condesa, abriendo la puerta del salón.
La condesa reflexionó mientras tomaba un poco de rapé de una tabaquera de oro adornada con un retrato de su marido.
—Las visitas me han dejado rendida— dijo. —La recibiré, pero será la última. Es muy orgullosa. Hazlas pasar— dijo al criado con triste voz, como si dijese: “¡Mátame!”.
Con rumor de faldas entraron en el salón una señora alta, gruesa, de altanero porte, y una muchacha de faz redonda y sonriente...—Chère comtesse, il y a si longtemps... Elle a été alitée, le pauvre enfant... Au bal des Razoumovski... Et la comtesse Apraksine... J’ai été si heureuse... 68
Se inició el animado murmullo de voces femeninas que se interrumpían mutuamente, confundidas con el rumor de vestidos y el ruido de sillas. Era una de esas conversaciones que sólo se continúan en espera de una pausa para levantarse, con frufrú de vestidos y decir: Je suis bien charmée... La santé de maman... Et la comtesse Apraksine... 69y de nuevo, con los mismos rumores, pasar al vestíbulo, tomar el abrigo de pieles o la capa y marcharse. La conversación giraba sobre la gran novedad del día, la enfermedad del riquísimo y viejo conde Bezújov, uno de los hombres más atractivos en la época de Catalina, y sobre su hijo natural, Pierre, el que tan indecentemente se había portado en la velada de Anna Pávlovna Scherer.
—Compadezco mucho al pobre conde— dijo la visitante, —su salud es ya tan precaria... y ahora lo acabará matando el disgusto que le proporciona su hijo.
—¿De qué se trata?— preguntó la condesa, como si lo ignorase, aunque ya le habían contado unas quince veces los motivos de tal disgusto.
—¡Ésta es la educación moderna! El joven vivió abandonado a sí mismo en el extranjero y ahora ha cometido tales horrores en San Petersburgo, según dicen, que ha sido expulsado por la policía.
—¿De veras?— inquirió la condesa.
—Se juntaba con malas compañías— intervino la princesa Anna Mijáilovna. —El hijo del conde Vasili, él y cierto Dólojov han hecho, al parecer, Dios sabe qué cosas. A los dos se los ha castigado. A Dólojov con la degradación y el hijo de Bezújov fue deportado a Moscú. En cuanto a Anatole Kuraguin... su padre pudo echar tierra al asunto, pero, aun así, también está expulsado de San Petersburgo.
—Pero ¿qué han hecho?— preguntó la condesa.
—Son unos perfectos bandoleros, sobre todo ese Dólojov— aseguró la visita. —Es hijo de María Ivánovna Dólojova, una dama muy respetable, ¡y ahí lo tienen! Imagínense que los tres consiguieron hacerse con un oso, lo llevaron en el coche y se fueron a casa de unas actrices. Tuvo que intervenir la policía para calmarlos. Entonces se apoderaron de un comisario de barrio, lo ataron al oso, espalda contra espalda, y echaron el oso al Moika; el oso empezó a nadar con el comisario encima.