Momentos antes de empezar la comida, el conde Iliá Andréievich presentó su hijo al príncipe Bagration, quien reconoció al joven y pronunció algunas palabras confusas, desordenadas, como todas las de aquel día. El conde Iliá Andréievich miró feliz y orgulloso a los presentes mientras Bagration hablaba con su hijo.
Nikolái Rostov, Denísov y Dólojov —a quien habían conocido recientemente— tomaron asiento casi juntos en el centro de la mesa; tenían enfrente a Pierre, al lado del príncipe Nesvitski. El conde Iliá Andréievich, con otros directivos, haciendo honor a la hospitalidad moscovita, agasajaba al príncipe Bagration.
Sus esfuerzos no habían sido vanos. La comida fue espléndida, tanto los primeros como los segundos platos, pero Iliá Andréievich no dejaría de estar ansioso hasta que el banquete terminara. Guiñaba el ojo al mayordomo, daba órdenes en voz baja a los lacayos y, no sin especial emoción, esperaba cada manjar, que ya le era conocido.
Todo resultaba impecable. Al segundo plato, un enorme esturión (la vista del cual hizo enrojecer a Iliá Andréievich de confusión y júbilo), los lacayos empezaron a descorchar las botellas y a servir el champaña. Tras el pescado —que produjo cierta impresión—, el conde Iliá Andréievich cambió algunas miradas con otros directivos: “Habrá muchos brindis, convendría comenzar”: y se levantó con su copa en alto. Todos callaron.
—¡A la salud de Su Majestad el Emperador!— gritó.
Y sus bondadosos ojos se llenaron de lágrimas de alegría y emoción. En ese momento, la orquesta tocó de nuevo Retumba trueno victorioso, y todos los comensales se levantaron y gritaron: “¡Hurra!”. Bagration gritó también, con la misma voz del campo de Schoengraben. La voz entusiasta del joven Rostov sonó clara entre las trescientas voces de los comensales. Le faltó muy poco para llorar.
—¡A la salud de Su Majestad el Emperador! ¡Hurra!— gritó. Vació la copa de un trago y la estrelló contra el suelo.
Muchos imitaron su ejemplo. Los gritos se oyeron durante largo tiempo; cuando las voces cesaron, los lacayos recogieron los vidrios y todos volvieron a sentarse, cambiando miradas unos con otros, sonriendo de pensar en sus gritos y hablando entre sí. El conde Iliá Andréievich volvió a levantarse, echó una mirada al papel que tenía junto a su plato y pronunció un brindis a la salud del héroe de la última campaña, el príncipe Piotr Ivánovich Bagration; de nuevo los ojos azules del conde se llenaron de lágrimas. “¡Hurra!”, gritaron otra vez los trescientos invitados y, en vez de la música, el coro entonó una cantata compuesta por Pável Ivánovich Kutúzov:
No hay obstáculos para los rusos;
su valor es prenda de victoria.
Con hombres como Bagration
a nuestros pies caerán los enemigos...
Terminados los cánticos, se sucedieron más y más nuevos brindis, con lo cual la emoción del conde Iliá Andréievich fue en aumento; se rompían más copas y se gritaba con mayor brío. Bebieron a la salud de Bekleshov, Narishkin, Uvárov, Dolgorúkov, Apraksin, Valúiev, de los directivos del club y de todos sus socios, a la salud de todos los invitados. Hubo un brindis particular para el organizador del banquete, el conde Iliá Andréievich, quien al oírlo sacó el pañuelo y, ocultando en él su rostro, se deshizo en llanto.
IV
Pierre estaba sentado frente a Dólojov y Nikolái Rostov. Como de costumbre, comía y bebía con avidez. Pero quienes lo conocían bien notaban que se había producido aquel día un gran cambio en su persona. Guardó silencio durante toda la comida; entornados los ojos y fruncido el ceño, miraba en derredor o a veces, con la mirada perdida en el espacio, se frotaba el puente de la nariz. Su rostro estaba triste y sombrío: se habría dicho que ni veía ni escuchaba nada de cuanto ocurría a su alrededor, sumergido en algún pensamiento tan penoso como difícil de resolver.
El problema que lo atormentaba era la alusión de la princesa, en Moscú, a la intimidad de Dólojov con su mujer y una carta anónima recibida aquella mañana, donde se le decía —con la vileza festiva propia de todas las cartas anónimas— que veía mal, aunque usara lentes, ya que las relaciones de su mujer con Dólojov no eran secretas más que para él. Pierre no creyó en absoluto ni las alusiones de la princesa ni la carta, pero le resultaba violentísimo mirar en aquel momento a Dólojov, sentado delante de él. Cada vez que por casualidad se encontraba con los bellos e insolentes ojos de Dólojov, en Pierre nacía algo monstruoso y terrible que lo forzaba a esquivar cuanto antes aquella mirada. Recordando el pasado de su mujer y sus relaciones con Dólojov, Pierre se daba cuenta de que la carta podía ser verdad, o al menos podía serlo, o parecerlo si no se tratara de su mujer. Recordaba que Dólojov, repuesto en su grado y destino después de la campaña, al volver a San Petersburgo había acudido a su casa. Utilizando su antigua amistad de cuando habían sido compañeros de francachelas, Dólojov fue en su busca, y Pierre lo había alojado y le había prestado dinero. Recordaba ahora el desagrado de Elena, que se quejaba sonriente de que Dólojov viviera en su casa, las cínicas alabanzas que el huésped hacía de la belleza de su mujer y que, desde entonces hasta su viaje a Moscú, no se había separado de ellos ni un solo instante.
“Sí, es un hombre muy guapo —pensaba Pierre—, y además lo conozco. Para él supondría un particular placer difamar mi nombre y burlarse de mí, precisamente porque hice tanto por él y lo he recibido en mi casa. Comprendo qué especial sabor debe de tener para él este engaño, si fuera verdad... sí, si fuera verdad. Pero no lo creo; no debo, no puedo creerlo.” Y recordaba la expresión del rostro de Dólojov en sus momentos de crueldad, de cuando ató al policía a la espalda del oso y lo arrojó al agua o cuando, sin razón alguna, desafió a un hombre y mató de un pistoletazo al caballo de un coche de punto. Veía esa expresión a menudo en el rostro de Dólojov cuando lo miraba. “Es un espadachín —se decía—. Para él, matar a un hombre no supone nada. Debe parecerle que todos lo temen y eso le produce placer. Debe pensar que también yo le tengo miedo. Y, en efecto, se lo tengo.” Y al llegar a esos pensamientos, de nuevo se despertaba en su ánimo aquel sentimiento terrible y monstruoso.
Dólojov, Denísov y Rostov, sentados frente a Pierre, se mostraban muy alegres. Rostov charlaba animadamente con sus compañeros, de los cuales uno era un bravo húsar y el otro un famoso espadachín, un camorrista que, de vez en cuando, lanzaba una mirada burlona sobre Pierre, quien sorprendía en aquella fiesta por su aspecto distraído, sombrío y su corpulencia. Rostov lo miraba sin ninguna simpatía, porque Pierre, para un húsar como Rostov, no era más que un civil muy rico, casado con una mujer bellísima, un blando; es decir, no era nada. Se unía a esto que Pierre, distraído y absorto en sus pensamientos, no había reconocido a Rostov ni contestado a su saludo, cuando comenzaron los brindis a la salud del Emperador, Pierre, pensativo, no se levantó ni tomó la copa.
—¿Qué le pasa?— le gritó Rostov, mirándolo con irritación. —¿No ha oído? ¡A la salud de Su Majestad el Emperador!
Pierre suspiró; se levantó dócilmente, vació su copa y, esperando a que todos estuvieran sentados de nuevo, se volvió con una sonrisa bondadosa a Rostov.
—¡No lo había reconocido!
Pero Rostov seguía con sus “hurras” y ni siquiera se dio cuenta.
—¿Por qué no reanudas esa amistad?— preguntó Dólojov a Nikolái.
—¡Bah! ¡Es un imbécil!— dijo Rostov.
—Hay que mimar a los maridos de las mujeres guapas— dijo Dólojov.
Pierre, sin entender lo que decían, se daba cuenta de que estaban hablando de él. Se sonrojó y volvió la cara.