III
El 3 de marzo, el rumor de las conversaciones llenaba todas las salas del Club Inglés y, como las abejas en primavera, los socios e invitados, de uniforme o etiqueta y hasta algunos con pelucas y caftán, iban y venían, se sentaban, volvían a levantarse, se juntaban y se separaban de nuevo. Los lacayos, con sus pelucas empolvadas, sus libreas y calzones de seda, de pie junto a todas las puertas, intentaban captar cada movimiento de los invitados y socios para ofrecerles sus servicios.
La mayoría de los presentes eran ancianos respetables, de rostros redondos y gestos seguros, gruesos dedos y voz firme. Los socios del club y los invitados de esta categoría ocupaban los sitios de siempre y formaban sus acostumbradas tertulias. Otra parte, más pequeña, la constituían los invitados circunstanciales, principalmente jóvenes, entre los cuales se hallaban Denísov, Rostov y Dólojov, recientemente rehabilitado como oficial del regimiento Semiónovski. En los rostros de los jóvenes, y especialmente de los militares, era fácil observar una expresión de respeto un poco desdeñosa para con los viejos, que parecía decir a la pasada generación: “Estamos dispuestos a rendirles respetos y honores, pero no olviden que el porvenir nos pertenece".
Nesvitski se hallaba allí en calidad de antiguo socio del club; Pierre, que por deseo de su mujer se había dejado crecer el cabello, no llevaba lentes y vestía a la moda, recorría las salas con aire triste y abatido. Como siempre, lo rodeaba el mismo ambiente de gentes que reverenciaban su fortuna y a las que él trataba con distraído menosprecio, acostumbrado como estaba a dominar a los demás.
Por su edad debía de estar entre los jóvenes, pero, debido a su fortuna y sus relaciones, pertenecía al círculo de los ancianos más respetables y pasaba de un grupo a otro. Algunos de los viejos más importantes formaban el centro de varios grupos, a los cuales se acercaban respetuosamente hasta los desconocidos para escuchar a esos hombres famosos. Las tertulias más nutridas eran las del conde Rastopchin, Valúiev y Narishkin. El primero contaba que los rusos habían sido atropellados por los austríacos, en plena desbandada, y tuvieron que abrirse paso, con las bayonetas, entre los fugitivos.
Valúiev contaba confidencialmente que Uvárov había sido enviado desde San Petersburgo para conocer la opinión de los moscovitas sobre Austerlitz.
En otro grupo, Narishkin hablaba de una sesión del Consejo de Guerra austríaco, en la cual Suvórov imitó el grito de un gallo en respuesta a las estupideces de aquellos generales. Shinshin, que estaba en ese grupo, comentó —con deseos de bromear— que Kutúzov no había podido aprender siquiera de Suvórov ese fácil arte. Los viejos miraron con severidad al bromista, dándole a entender que aquel día no era correcto hablar así de Kutúzov.
El conde Iliá Andréievich Rostov, con gesto preocupado, iba y venía presuroso del comedor al salón, con sus blancas y cómodas botas, y saludaba con prisas y frases idénticas a cuantas personas conocía, fueran importantes o no; de vez en cuando buscaba con los ojos a su hijo elegante y apuesto. Detenía, orgulloso, la mirada en él y le guiñaba un ojo. El joven Rostov estaba de pie, junto a una ventana, en compañía de Dólojov, a quien había conocido recientemente y cuya amistad apreciaba. El viejo conde se acercó a ellos y estrechó la mano de Dólojov.
—Ven a nuestra casa; ya conoces a mi hijo... los dos habéis hecho heroicidades allá en el frente... —¡Ah! ¡Vasili Ignátich, buenos días!— saludó a un viejo que pasaba junto a él.
Pero no pudo concluir su saludo porque todo se puso en movimiento; un lacayo que llegó corriendo anunció con cara de susto:
—¡Ya han llegado!
Sonaron los timbres y los directivos se precipitaron hacia la puerta principal; los invitados, diseminados en diversas estancias, como trigo aventado por una pala, se juntaron cerca de la entrada del gran salón.
Bagration apareció en la puerta. No llevaba ni sable ni sombrero porque, según la costumbre del club, los había entregado al conserje. No era el de la noche anterior a la batalla de Austerlitz, con el gorro de piel y la fusta de cosaco en bandolera, igual que lo viera Rostov; vestía un ajustado uniforme nuevo, llevaba condecoraciones rusas y extranjeras y la cruz de San Jorge a la izquierda. Antes de ir al banquete, probablemente se había hecho cortar el pelo y las patillas, lo que lo favorecía muy poco. Su rostro tenía una expresión ingenua y festiva, de un efecto algo cómico dados sus rasgos enérgicos y viriles. Bekleshov y Fédor Petróvich Uvárov, que lo acompañaban, se detuvieron en el umbral de la puerta para dejar paso al invitado principal. Bagration, un tanto confuso, no quería aceptar aquella cortesía y se produjo una vacilación en la misma entrada; por último, Bagration pasó el primero. Caminaba sobre el brillante pavimento de la sala con timidez y desmañadamente sin saber qué hacer con sus manos. Le resultaba más habitual y fácil avanzar bajo los proyectiles en un campo batido por el enemigo, como marchó al frente del regimiento de Kursk en Schoengraben. Los directivos lo recibieron con breves palabras expresándole la alegría de tener un huésped tan querido y, sin esperar su respuesta, como acaparándolo, lo rodearon y lo condujeron a la sala. Pero resultaba ardua empresa la de avanzar, pues los invitados y los socios se empujaban para verlo, como si fuera una fiera exótica. El conde Iliá Andréievich, el más enérgico de todos, apartaba a los curiosos diciéndoles con una sonrisa: “Deja pasar, mon cher, deja pasar", y así logró llevar al huésped hasta la sala y hacerlo sentar en el diván del centro. Los más eminentes personajes del club rodearon al recién llegado. El conde Iliá Andréievich, abriéndose de nuevo camino entre los curiosos, salió de la sala y, poco después, reapareció con otro directivo llevando una bandeja de plata que presentó a Bagration. En la bandeja había un pergamino con unos versos compuestos en honor del héroe. Al verlo, Bagration pareció intimidado y buscó auxilio con los ojos. Pero todas las miradas le exigían sumisión, y sintiéndose en poder de esas miradas Bagration tomó resueltamente con ambas manos la bandeja y, con aire de enojo y reproche, volvió la vista hacia el conde, que la había traído. Alguien, muy servicial, tomó la bandeja de manos de Bagration (quien parecía dispuesto a sostenerla así hasta el atardecer, y hasta ir con ella a la mesa) y le hizo fijarse en los versos. “Bueno, los leeré”, pareció decir Bagration; y poniendo sus cansados ojos sobre el pergamino, comenzó a leer con aire serio y concentrado. El autor de los versos los tomó de sus manos para leerlos en voz alta. El príncipe Bagration inclinó la cabeza y se dispuso a escuchar.
Glorifica el siglo de Alejandro
y protege a Tito en el trono,
a la vez jefe temible y hombre de bien,
soporte de la Patria y César en la lid.
Sí, suerte, y mucha, tiene Napoleón
de saber cuánto vale Bagration.
Ya nunca más se atreverá
a los Aquiles rusos de nuevo atacar.
Aún no había concluido la lectura cuando el mayordomo anunció con voz sonora: “¡La mesa está servida!” Se abrieron las puertas y en la gran sala donde se había preparado el banquete la orquesta atacó el tema de la polonesa: “Retumbe trueno de la victoria; alégrense los rusos valerosos”.
El conde Iliá Andréievich echó una furiosa mirada al poeta, que continuaba su lectura, y se inclinó ante Bagration. Se levantó la concurrencia, sintiendo que la comida era más importante que los versos. Bagration, delante de todos, se dirigió a la mesa. Ocupaba el puesto de honor entre dos Alejandros: Bekleshov y Narishkin, lo que también tenía su sentido, considerando el nombre del Emperador. Trescientos comensales se sentaron a la mesa, dispuestos según sus jerarquías e importancia. Los más notables estaban más cerca del huésped de honor, cosa tan natural como que el agua procure extenderse hacia los lugares más profundos, donde el nivel es más bajo.