De regreso a su casa, el cajero y su esposa se sentaron paro volver a discutir sobre el seductor misterio: no tenían ganas de dormir. El primer interrogante era: «-¿Quién sería el ciudadano que le había dado los veinte dólares al forastero?», La respuesta parecía sencilla; ambos contestaron al unísono:
-Barclay Goodson.
-Sí elijo Richards. Puede haber sido Barclay, tenía ese talante. No hay otro hombre parecido en la ciudad.
-Todos admitirán eso, Edward. Lo admitirán, en privado al menos. Desde hoce seis meses la ciudad ha vuelto a ser la de siempre: honrada, mezquina, austera y tacaña.
Así la llamó siempre Barclay hasta el día de su muerte; y lo dijo en público también.
-Sí; y lo aborrecieron por eso.
-Oh… Desde luego. Pero no le importó. Creo que fue el hombre más odiado de la ciudad, si exceptuamos al reverendo Burgess.
Bueno, Burgess se lo merece. Aquí no tiene nada que hacer. Esta ciudad, por pequeña que sea, piensa. Edward -¿no te parece extraño que el desconocido haya designado a Burgess para entregar el dinero?
-Sí. Extraño Es decir , es decir…
-¿Es decir qué?
-¿Lo habrías elegido tú?
-Mary, quizá el forastero conozca a Burgess mejor que nosotros.
-¡Este asunto le hace un buen servicios! El marido se quedó perplejo buscando una réplica; la esposa lo miró fijamente, esperando. Por fin, Richards dijo, con la vacilación de quien hace una declaración que va a suscitar dudas:
-Mary, Burgess no es un hombre malo.
-Su esposa se sintió sorprendida.
-¡Tonterías! exclamó.
Burgess no es un hombre malo. Lo sé. Toda su impopularidad viene de un solo hecho… que causó mucho alboroto.
-¡Un solo hecho!
-¡Como si ese hecho no fuese suficiente! Suficiente, suficiente. Sólo que no era culpa suya.
-¡Qué ocurrencia!
-¿Que no fue culpa suya?
-¿Cómo lo sabes?
-Mary, te doy mi palabra… es inocente.
-No puedo creerlo, no te creo.
-¿Cómo lo sabes?
-Es una confesión. Me avergüenza hacerla, pero la liaré. Soy el único hombre que conocía su inocencia. Pude haberle salvado y… y… y… bueno, ya sabes que excitada estaba la ciudad. No tuve la valentía de hacerlo. Todos se habrían vuelto contra mí. Me sentí despreciable, tan despreciable… Pero no me atreví. No tuve la valentía necesaria para hacerlo.
Mary parecía turbada y calló durante un rato. Luego dijo, tartamudeando:
-Yo…, yo no creo que te hubiese convenido decir que… que… No se debe… desafiar a la opinión pública… Hay que estar muy atentos… muy…
El camino era difícil y la señora Richards se atrancó, pero al poco rato reanudo el recorrido.
-Fue una lástima, pero… No podíamos permitirnos eso, Edward… Es verdad que no podíamos.
-¡Oh, yo no te habría dejado hacerlo de ninguna manera!
-habríamos perdido la buena opinión de tanta gente, Mary… Y además… y además…
-Lo que me preocupa ahora es saber qué piensa él de nosotros, Edward.
-¿Él? Él no sospecha ni siquiera que yo habría podido salvarlo.
-¡Ah! exclamó la esposa con tono de alivio.
-¡Cuánto me alegra! Mientras no sepa que pudiste salvarlo, él… él… Bueno, eso está mucho mejor. Debí imaginar que Burgess no sabía nada, porque siempre se muestra muy cordial con nosotros por el apoyo que le dimos. La gente me lo ha reprochado más de una vez. Los Wilson, los Wilcox y los Harkness sienten un mezquino placer al decir: Vuestro amigo Burgess, porque salen que eso me irrita. Preferiría que Burgess no insistiese en su simpatía por nosotros. No sé por qué insiste.
-Puedo explicártelo. Se trata de otra confesión. Cuando el asunto aún estaba fresco y la ciudad quería liberarse de él, la conciencia me afligía tanto que no pude soportarlo y fui a verlo a escondidas y le conté todo. Por este motivo él se marchó de la ciudad hasta que pudo volver sin correr peligro.
-¡Edward!
-Si la gente supiera…
-¡No digas eso! Aún me asusta pensarlo. Me arrepentí apenas lo hice; y no te he dicho nada por miedo de que alguien me pudiera traicionar. Esa noche no pude dormir de lo preocupado que estaba. Pero a los pocos días me di cuenta de que nadie sospechaba de mí, y entonces me alegré de haberlo hecho. Y cada día estoy más contento, Mary… cada día más contento.
-También yo ahora, porque habría sido espantoso que le hicieran eso a Burgess.
-Sí. Me alegro. Porque se lo debías. Pero… -¿y si se descubriera algún día, Edward?
-No se descubrir.
-¿Por qué?
-Porque todos creen que fue Goodson.
-¡Naturalmente!
En efecto. Y desde luego a Goodson no le importaba. Convencieron al pobre viejo Sawlsberry para que le echara la culpa, y fue con aire fanfarrón y lo hizo. Goodson lo miró de arriba abajo, como si buscara en él el lado más despreciable, y le dijo:
-¿De modo que es usted el Comité de Investigación?…
-¿no?» Sawlsberry dijo que él era eso, poco más o menos. Hum.
-Necesitan detalles o supone usted que bastará con una respuesta de carácter genético. «-Si necesitan detalles, volveré, señor Goodson; choro basta que me dé una respuesta genérica «Perfectamente. Entonces dígales que se vayan al infierno. Creo que eso es bastante genérico. Y le daré un consejo, Sawlsberry; cuando venga en busca de detalles, traiga una cesta para echar lo que quede de usted.». Eso era muy típico de Goodson. Tiene todas sus características. Sólo tenía un motivo de vanidad: creía poder dar un consejo mejor que cualquiera otra persona.
Eso liquidó el asunto y nos salvó, Mary. Ya no se ha vuelto a tocar el tema.
Bendito sea… No dudo de eso.
Luego los Richards volvieron a abordar el misterio del talego con acentuado interés. Pronto la conversación comenzó a sufrir interrupciones, intervalos causados por abstraídos pensamientos. Los intervalos se volvieron cada vez más frecuentes. Por fin Richards se perdió totalmente en sus meditaciones. Se quedó sentado, contemplando el piso con aire vago y, poco a poco, empezó a subrayar sus cavilaciones con pequeños movimientos nerviosos de las manos, que parecían revelar irritación. Mientras tanto, su esposa había vuelto a sumirse también en caviloso silencio y sus movimientos estaban empezando a revelar un turbado desconsuelo. Finalmente Richards se puso de pie y empezó a pasearse sin sentido por el aposento, pasándose los dedos por entre el cabello como un símbolo que acaba de sufrir una pesadilla. Entonces pareció que había tomado una decisión; y, sin decir una palabra, se puso el sombrero y salió rápidamente de casa. Su esposa se quedó sentada, cavilando, el rostro contraído, y no pareció ad venir que estaba sola. De vez en cuando murmuraba: «No nos empujes a la tent.., pero… pero… -¡somos tan pobres!… No nos empujes a…