—¿Y echaron suertes, papá?
—No; no echaron suertes. Se negaron a hacerlo, porque consideraron que el que perdiese se habría condenado a sí mismo a muerte voluntariamente, y eso sería un suicidio, fuese como fuese. Al comunicar esta respuesta, agregaron que estaban preparados, que se podía dar cumplimiento a la sentencia.
—¿Y eso qué quiere decir, papá?
—Que… los tres iban a ser fusilados… ¡Silencio! ¿Qué es lo que oigo?… ¿Será?… No… son pasos.
—Abran… En nombre del General en Jefe.
—¡Oh! ¡Qué bueno, papá! ¡Son soldados! ¡Me gustan tanto los soldados! Déjame que vaya a abrirles la puerta yo misma.
La niña bajó rápidamente, corrió a la puerta y la abrió, diciendo alborozada:
—¡Entren, entren! Aquí están, papá. Los conozco bien a los granaderos.
Los hombres entraron, se alinearon presentando las armas, y el oficial que los mandaba saludó. El coronel correspondió al saludo, con la cabeza alta. Su esposa, al lado de él, pálida y con las facciones trastornadas, se esforzaba por dominar su dolor, que ninguna señal exterior dejaba adivinar. La niña contemplaba la escena con grandes ojos sorprendidos…
Un prolongado y silencioso abrazo del padre, de la madre, de la hija… Eso fue todo. Después se oyó la orden:
—¡A la Torre! ¡Media vuelta, marchen!
Entonces el coronel, rodeado por los granaderos, salió de la casa con paso firme y nervioso. La puerta se cerró tras él.
—¡Oh, mamá! ¡Qué bien ha concluido el cuento! Bien te lo había dicho yo; y ahora se van a la Torre, y papá verá a los coroneles, y…
—¡Ah! ¡Ven a mis brazos, pobre inocente criatura!…
II
Al día siguiente, la madre, quebrantada por la emoción, no pudo levantarse; los médicos y enfermeras que rodeaban su lecho, cuchicheaban de tiempo en tiempo, bajando la voz todo lo posible. Se prohibió a Abby el acceso a la habitación, explicándosele que su madre estaba enferma; la mandaron a la puerta de la calle para que se entretuviese. Arropada en sus abrigos de invierno, la niña salió y estuvo un rato jugando en la acera; pero, enseguida, al pensar en su madre, se dijo que no estaría bien hecho dejar que su padre ignorase lo que estaba pasando en la casa. Había que ir a la Torre y darle noticias de lo que ocurría. ¿Por qué no iría ella misma?
Una hora más tarde, el Consejo de Guerra volvía a reunirse en presencia del General en Jefe. Este estaba tieso y hosco, con las manos crispadas sobre la mesa; e hizo ademán de que se podía hablar. El relator dijo entonces:
—Les hemos rogado empeñosamente que reflexionen; hemos insistido en esto a todo trance, pero ellos no ceden. No quieren absolutamente echar suertes. Prefieren morir.
La fisonomía del Protector se obscureció, pero sus labios no se movieron. Después de un momento de meditación, habló:
—No morirán los tres. La suerte se encargará de decidir por ellos.
Los presentes sintieron una impresión de alivio al oír estas palabras.
—Háganles entrar: que se coloquen uno al lado del otro con la cara contra la pared y las manos a la espalda. Y avísenme cuando estén listos.
Al quedarse solo, el Protector se sentó, y momentos después dio una orden a uno de los guardias: "Haga entrar aquí a la primera criatura que pase por la calle".
El hombre volvió enseguida, trayendo de la mano a… Abby cuyas ropas estaban ligeramente cubiertas de nieve. La niña se acercó resueltamente al Lord Protector, ese personaje formidable cuyo solo nombre hacía temblar las ciudades y a los grandes de la tierra, y, sin vacilar, se trepó sobre sus rodillas, y le dijo:
—Yo lo conozco a usted, señor; usted es el General en Jefe. Lo he visto cuando pasaba por delante de mi casa. Todo el mundo tiene miedo de usted, pero yo no, porque usted no parecía enfadado cuando me miró. ¿Se acuerda?
Una sonrisa se dibujó sobre las facciones severas del Protector, que trató de salir diestramente del paso respondiendo:
—Sí, querida… Es muy posible… pero…
La niña le interrumpió con un reproche:
—Dígame francamente que se ha olvidado. Sin embargo, yo me acuerdo siempre.
—Bueno, sí. Pero te prometo que no te volveré a olvidar, queridita; te doy mi palabra de honor. Me perdonarás por esta vez ¿no es cierto? Pídeme lo que quieras.
—Sí, le perdono. Pero no sé cómo ha podido olvidar usted todo eso; debe usted tener muy poca memoria; yo también, a veces, no tengo memoria.
En ese momento se oyó un ruido cada vez más cercano, como el paso de una partida de soldados en marcha.
—¡Soldados, soldados! Yo quiero verlos!
—Los verás, hija mía; pero espera un momento, tengo que pedirte una cosa.
Entró un oficial, que saludó y dijo:
—Grandeza, allí están.
Volvió a saludar y se retiró.
El Lord Protector dio entonces a Abby tres pequeños discos de cera, dos blancos y uno rojo. Este último iba a condenar a muerte al coronel que lo recibiera.
—¡Oh! ¡Qué bonito es éste, el ro…! ¿Son para mí?
—No, hija mía; son para otras personas. Alza la punta de esa cortina, y verás detrás una puerta abierta. Entra por ella y encontrarás tres hombres en línea, de cara contra la pared y con las manos a la espalda. Esas manos están abiertas, para recibir estos discos; pon uno de estos discos en cada una de ellas. Después, vuelve aquí.
Abby desapareció detrás de la cortina, y el Protector se quedó solo. Con expresión satisfecha se dijo entonces a sí mismo: "En mi alma y conciencia, esta buena idea acaba de serme inspirada por Ese que no niega nunca su apoyo a los que acuden a El en los casos difíciles".
La niña dejó caer la cortina detrás de ella y se detuvo un momento a contemplar la escena del Tribunal: miró atentamente a los soldados y a los prisioneros.
—¡Pero aquí hay uno que es papá! —Exclamó—. Lo conozco aunque esté de espaldas. A él le daré el disco más bonito.
Se adelantó con paso resuelto, puso los discos en las manos abiertas, y después, mirando a su padre por debajo del brazo de éste, le gritó con voz radiante de alegría:
—¡Papá, papá! ¡Mira, pues, lo que te he dado! ¡Yo soy quien te lo ha dado!
El coronel miró el disco fatal, y, cayendo de rodillas, estrechó a su inocente verdugo contra su corazón, loco de dolor y de amor…