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Tenían una criatura de siete años, Abigail. Dentro de breves instantes iba a aparecer para darles las buenas noches y ofrecer su frente cándida al beso de despedida. El coronel dijo a su mujer:

—Enjuga tus lágrimas, querida, y en atención a ella tratemos de parecer felices. Olvidemos por un momento la desgracia que va a herirnos.

—Tienes razón. Aceptemos nuestro destino; soportémoslo con valor y resignación.

—Chist. Ahí está Abby.

Una preciosa niñita de ensortijados cabellos, vestida con un largo camisón se deslizó por la puerta y corrió hacia el coronel; se apelotonó contra su pecho, y lo besó una vez, dos veces, tres veces.

—Pero ¡papá!… no debes besarme así. Me enredas todo el pelo.

—¡Oh! ¡Lo siento mucho, mucho! ¿Me perdonas querida?

—Naturalmente papá. ¿Pero te pesa verdaderamente lo que has hecho? ¿Pero te pesa de veras, no en broma?

—Eso lo puedes ver tú misma Abby.

Y se cubrió el rostro con las manos, fingiendo estar llorando. La niña llena de remordimientos al ver que era causante de un pesar tan profundo, rompió a llorar y quiso apartar las manos de su padre, diciendo:

—¡Oh, papá! ¡No llores, no llores así! Yo no he querido hacerte sufrir! no volveré a hacerlo!

Y al separar las manos de su padre, descubrió inmediatamente sus ojos risueños y exclamó:

—¡Oh, papá malo! No llorabas; te estabas burlando de mí. Ahora me voy con mamá.

Y hacía esfuerzos para bajarse de las rodillas del padre; pero éste la estrechaba entre sus brazos.

—No querida; quédate conmigo. He sido malo, lo reconozco y no lo haré nunca más. Tus lágrimas están secas ahora, y ni uno solo de tus rizos, está deshecho; sólo falta que me digas qué es lo que quiere.

Un instante después la alegría había reaparecido y brillaba en el rostro de la niña. Acariciando las mejillas de su padre, Abby eligió el castigo.

—¡Un cuento! ¡Un cuento!

—¡Chist!

Los padres callaron por un momento, y, reteniendo la respiración, aplicaron el oído.

Se oía un rumor vago de pasos entre dos ráfagas del vendaval. Las pisadas aproximándose cada vez más a la casa, pasaron por delante de ésta, y se alejaron. El coronel y su esposa exhalaron un suspiro de alivio y el padre dijo a la niña:

—¿Un cuento es lo que quieres? ¿Alegre o triste?

—Papá —dijo Abby—, no hay que contarme siempre cuentos alegres. La niñera me ha dicho que no todo son rosas en la vida; que hay también en ella momentos tristes, muy tristes. ¿Es cierto eso?

La madre suspiró y esa reflexión de su hija no hizo sino reavivar su pena. El padre respondió con dulzura:

—Es cierto, hija mía. Pesares nunca faltan; eso es un fastidio pero es así.

—¡Oh, papá! Entonces, cuéntame un cuento terrible, uno que nos haga temblar y creer que nos está sucediendo a nosotros mismos.

—Bueno. Había una vez tres coroneles…

—¡Oh, qué bueno! Yo sé muy bien lo que es un coronel, porque, tú eres un coronel, papá.

—. ..y, en una batalla habían cometido un acto grave de indisciplina. Se les había mandado que simulasen el ataque de una fuerte posición del enemigo, pero con la orden terminante de que no se comprometiesen. Ese ataque no tenía más objeto que distraer al enemigo, atraerlo hacia otro sitio y facilitar así la retirada de las tropas de la República. Pero, llevados por su entusiasmo, los tres coroneles se excedieron en su misión, porque cambiaron ese simulacro de ataque en un verdadero asalto; conquistaron la plaza y ganaron el honor de la jornada y la batalla. El General en Jefe, furioso por esta desobediencia, los felicitó por la hazaña y los mandó después a Londres para que los juzgasen.

—¿Es el Gran General Cromwell, papá?

—Sí.

—¡Oh, papá! Yo lo he visto; y, cuando pasa por delante de casa, tan grande sobre su caballo tan hermoso a la cabeza de sus soldados, es tan… tan… no sé cómo decir que es.

—Los coroneles prisioneros llegaron a Londres; se les dejó en libertad bajo palabra de honor y se les permitió que fuesen a ver a sus familias por última…

—¿Quién anda ahí afuera?

Los padres aplicaron el oído… Otra vez los pasos, que, como un momento antes, sonaron delante de la casa y se alejaron. La madre apoyó su cabeza en el hombro de su marido para disimular su palidez.

—Llegaron esta mañana.

La niña abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Entonces papá, es un cuento cierto?

—Sí, hija mía.

—¡Oh, qué suerte! Así es mucho más interesante. Sigue, papá. ¡Cómo mamá! ¿Estás llorando?

—No es nada, hija mía…

—Pero no llores mamá. Ya verás que todo acabará bien; todos los cuentos acaban siempre bien.

—Al principio los llevaron a la Torre, antes de permitirles que fueran a sus casas. En la Torre, el Consejo de Guerra estuvo juzgándolos durante una hora, los declaró culpables y los condenó a ser fusilados.

—¿Los conoces tú papá?

—Sí, hija mía.

—¡Oh! ¡Cómo querría conocerlos yo también! A mí me gustan los coroneles. ¿Crees tú que me permitirían que los besara?

La voz del coronel temblaba un poco cuando respondió:

—Uno de ellos te lo permitiría, con seguridad, querida mía. Vaya, bésame a mí por él.

—Ahí está, papá… y estos otros dos besos son para los otros dos coroneles. Sigue, papá…

—Todo el mundo estaba muy triste, todos sentían mucha pena en ese consejo de guerra; de modo que fueron a buscar al General en Jefe, aseguraron que habían cumplido con su "deber", y le pidieron gracia para dos de los coroneles, para que sólo uno de ellos fuese fusilado. Pero el General en Jefe acogió muy mal esta proposición:

—"Si ustedes han cumplido su deber —les dijo—; si han obrado de acuerdo con su conciencia, ¿por qué tratan ahora de influir en mi decisión, en menoscabo de mi honor de General?"

Entonces ellos le respondieron que lo que le proponían lo harían ellos mismos si estuvieran en su lugar y tuvieran, como él, en sus manos, la noble prerrogativa de la clemencia. Este argumento lo impresionó; se contuvo y meditó un momento. Su rostro parecía entonces menos sombrío. Después les pidió que esperasen y se retiró a su casa. Volvió luego, diciendo: "Que echen suertes para decidir la cuestión; dos de ellos serán indultados".

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