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Doce indios atacaron una granja a la madrugada y capturaron a la familia. Consistía del granjero y su mujer y cuatro hijas, la menor de catorce y la mayor de dieciocho. Crucificaron a los padres; es decir, los hicieron parar completamente desnudos contra la pared del livingroomy les clavaron las manos a la pared. Luego desnudaron a las hijas, las tendieron en el piso delante de sus padres, y las violaron repetidas veces. Finalmente crucificaron a las hijas en la pared opuesta a la de los padres, y les cortaron la nariz y los ceños. Además - pero no detallaré eso. Hay un límite. Hay indignidades tan atroces que la pluma no puede escribirlas. Un miembro de la pobre familia crucificada - el padre - estaba todavía vivo cuando llegaron en su auxilio dos días más tarde.

Ahora conocen un incidente de la masacre de Minnesota. Les podría dar cincuenta. Cubriría todas las diversas clases de crueldad que puede inventar el talento humano.

Y ahora ya saben, por esos signos ciertos, qué sucedió bajó la dirección personal del Padre de la Misericordia en su campaña madianita. La campaña de Minnesota fue solamente el duplicado de la campaña madianita. Nada sucedió en una, que no hubiera sucedido en la otra.

No, eso no es totalmente cierto. El indígena fue más comprensivo que el Padre de las Mercedes. No vendió a las vírgenes como esclavas para atender a la lascivia de los asesinos de su familia mientras duraran sus tristes vidas; las violó, y luego caritativamente hizo breves los sufrimientos siguientes, terminándolos con el precioso regalo de la muerte. Quemó algunas de las casas, pero no todas.

Se llevó a las bestias inocentes, pero no les arrebató la vida.

¿Se puede esperar que este mismo Dios sin conciencia, este desposeído moral se convierta en maestro de moral, de dulzura, de mansedumbre, de justicia, de pureza? Parece imposible, extravagante; pero escúchenlo. Estas son sus propias palabras:

"Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

"Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.

"Bienaventurados los mansos, por que ellos recibirán la tierra por heredad.

"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia.

"Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.

"Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de hijos.

"Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

"Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo."

Los labios que pronunciaron esos inmensos sarcasmos, esas hipocresías gigantescas son exactamente los mismos hombres, infantes y animales madianitas ; la destrucción masiva de casas y ciudades, el destierro masivo de las vírgenes a una esclavitud inmunda e indescriptible. Esta es la misma Persona que atrajo sobre los madianitas las diabólicas crueldades que fueron repetidas por los pieles rojas, detalle por detalle, en Minnesota, dieciocho siglos más tarde. El episodio madianita lo llenó de alegría, lo mismo que el de Minnesota, o lo hubiera evitado.

Las bienaventuranzas y los capítulos de Números y Deuteronomio citados deberían siempre ser leídos juntos desde el púlpito; entonces la congregación tendría un retrato completo del Padre Celestial. Sin embargo no he conocido un solo caso de un sacerdote que hiciera esto.

La célebre rana saltadora del Condado de Calaveras

The Frog Jumping of the County of Calaveras

Para cumplir el encargo de un amigo que me escribía desde el Este, fui a hacer una visita a ese simpático joven y viejo charlatán que es Simón Wheeler.

Fui a pedirle noticias de un amigo de mi amigo, Leónidas W. Smiley, y este es el resultado.

Tengo una vaga sospecha de que Leónidas W. Smiley no es más que un mito, que mi amigo nunca lo conoció, y que mencionárselo a Simón Wheeler era motivo suficiente para que él recuerde al maldito Jim Smiley, y me aburra a muerte con alguna anécdota insoportable de ese personaje de historia tan larga, cansadora y falta de interés. Si era esa la intención de mi amigo, lo logró.

Encontré a Simón Wheeler soñoliento y cómodamente instalado cerca de la chimenea, en el banco de una vieja taberna en ruinas, situada en medio del antiguo campo minero de El Angel. Observé que era gordo y calvo y que tenía en su rostro una expresión de dulce simpatía y de ingenua sencillez.

Se despertó y me saludó. Le dije que uno de mis amigos me había encargado hacer algunas averiguaciones sobre un querido compañero de infancia, llamado Leónidas W. Smiley, el reverendo Leónidas W. Smiley, joven ministro evangelista, que había residido algún tiempo en el campo de El Angel.

Agregué que si él podía darme informes sobre el tal Leónidas W. Smiley, yo le quedaría muy agradecido.

Simón Wheeler me llevó a un rincón, me bloqueó el paso con su silla, se sentó, y luego me envolvió con la siguiente historia monótona.

Durante el relato no sonrió una sola vez, ni arqueó una sola vez las cejas, ni cambió de entonación y hasta el final mantuvo el mismo sonsonete uniforme con el que había comenzado su primera frase. Ni una vez mostró el más ligero entusiasmo.

Pero su interminable recitado estaba recorrido por un caudal de impresionante y seria sinceridad. No me quedó la menor duda de que él no veía nada de ridículo o de divertido en esta historia. La consideraba, en realidad, como un acontecimiento importante, y juzgaba con admiración a sus dos protagonistas, como hombres inteligentes que demostraban su ingenio.

Le dejé, pues, hablar, sin interrumpirlo ni una sola vez.

El reverendo Leónidas W. Smiley. ¡Hum! El reverendo. Me acuerdo perfectamente. Había antes en este lugar un pícaro llamado Jim Smiley.

Era el invierno de 1849 o quizás en la primavera de 1850. No recuerdo con exactitud, pero lo que me hace pensar que era aproximadamente esa época, es que la gran barrera del río no estaba terminada cuando él llegó al campo.

Siempre diré que jamás se ha visto hombre más particular. Hacía apuestas sobre cualquier cosa, por cualquier cosa, siempre que encontrase con quién. Todo lo que pudiera servir de motivo de apuesta para el otro, también le servía a él. Sólo necesitaba encontrar su hombre. En ese caso, estaba satisfecho.

Si no le aceptaban su apuesta, él la intercambiaba con el adversario. Por otra parte, tenía una suerte extraordinaria y generalmente ganaba. Siempre estaba listo y dispuesto a apostar. No se podía mencionar la cosa más pequeña sin que aquel pícaro propusiera una apuesta en favor o en contra. Le daba lo mismo, como ya le dije.

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