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Me vio, fue adonde yo estaba y me preguntó:

—¿De dónde eres tú, chico? ¿Estás listo para morir?

Y se marchó. Me dio miedo, pero un hombre me dijo:

—No significa nada; siempre se pone así cuando está borracho. Es el viejo más simpático de Arkansaw y nunca le ha hecho daño a nadie, borracho ni sereno.

Boggs llegó hasta la tienda mayor del pueblo, bajó la cabeza para ver por debajo de la cortina del toldo y gritó:

—¡Sal aquí, Sherburn! Sal a ver al hombre al que has estafado. Eres el perro al que estoy buscando, ¡y también a ti te voy a llevar por delante!

Y así continuó, llamando a Sherburn todo lo que se le ocurría, con toda la calle llena de gente que escuchaba y se reía y se divertía. Al cabo de un rato un hombre de aspecto arrogante de unos cincuenta y cinco años (y era con mucho el mejor vestido del pueblo) sale de la tienda y la gente se hace a los lados de la calle para dejarlo pasar. Dice a Boggs, todo tranquilo y con calma:

—Estoy harto de esto, pero voy a soportarlo hasta la una. Hasta la una, fíjate: no más. Si vuelves a abrir la boca contra mí una sola vez después de esa hora, por muy lejos que te vayas, te encontraré.

Y se da la vuelta y vuelve a entrar. La gente pareció calmarse mucho; nadie se movió y no volvió a oírse ni una risa. Boggs se marchó maldiciendo a Sherburn a voz en grito por toda la calle; y poco después se volvió y se paró delante de la tienda, siempre con lo mismo. Algunos de los hombres se pusieron a su lado y trataron de hacer que se callara, pero no quiso; le dijeron que faltaba un cuarto de hora para la una, de forma que tenía que irse a casa; tenía que irse inmediatamente. Pero no valió de nada. Siguió jurando con todas sus fuerzas y tiró el sombrero al barro, hizo que su caballo lo pisoteara y después volvió a marcharse gritando por la calle, con el pelo canoso al viento. Todos los que pudieron hablar con él hicieron lo posible para convencerlo de que se apeara para que pudieran encerrarlo y serenarlo, pero no valió de nada: volvía calle arriba para seguir maldiciendo a Sherburn. Después a alguien se le ocurrió:

—¡Id a buscar a su hija! Rápido, a buscar a la hija; a veces a ella le escucha. Si hay alguien que pueda convencerlo, es ella.

Así que alguien salió corriendo. Yo bajé la calle un poco y me paré. Cinco o diez minutos después volvió a aparecer Boggs, pero no a caballo. Venía tambaleándose por la calle hacia mí, sin sombrero, con un amigo a cada lado agarrándolo del brazo y metiéndole prisa. Estaba callado y parecía intranquilo, y no se resistía, sino que también él corría. Alguien gritó:

—¡Boggs!

Miré a ver quién lo había dicho, y era aquel coronel Sherburn. Estaba perfectamente inmóvil en la calle, con una pistola levantada en la mano derecha, sin apuntarla, sino con el cañón mirando al cielo. En aquel mismo momento vi que llegaba corriendo una muchacha y con ella dos hombres. Boggs y los hombres se dieron la vuelta para saber quién lo había llamado; al ver la pistola los hombres saltaron a un lado y el cañón de la pistola fue bajando lentamente hasta ponerse a nivel: con el gatillo amartillado. Boggs levantó las manos y gritó: «¡Ay, señor, no dispare!» ¡Bang! Se oyó el primer disparo y Boggs se tambaleó hacia atrás, echando las manos al aire; ¡bang! sonó el segundo y se cayó de espaldas al suelo, todo de golpe, con los brazos abiertos. La muchacha dio un grito, llegó corriendo y se lanzó hacia su padre, llorando y diciendo: «¡Ay, lo ha matado, lo ha matado!» La gente fue formando grupo en torno a ellos, abriéndose paso a empujones, alargando el cuello para tratar de verlo, mientras los que estaban más cerca intentaban echarlos atrás, gritando: «¡Atrás, atrás! ¡Necesita aire, necesita aire!»

El coronel Sherburn tiró la pistola al suelo, se dio la vuelta y se marchó.

Llevaron a Boggs a una pequeña farmacia, con toda la gente también en grupo y con todo el pueblo detrás, y yo me eché a correr y conseguí un buen sitio en la ventana, donde estaba cerca y podía ver lo que pasaba. Lo tendieron en el suelo, le pusieron una gran Biblia bajo la cabeza y le abrieron otra sobre el pecho; pero primero le abrieron la camisa y vi dónde había entrado una de las balas. Dio como doce suspiros largos, levantando la Biblia con el pecho cuando trataba de respirar y bajándola cuando echaba el aire, y después se quedó inmóvil; había muerto. Entonces separaron de él a su hija, que gritaba y lloraba, y se la llevaron. Tendría unos dieciséis años y una cara muy agradable, pero estaba palidísima y llena de miedo.

Bueno, en seguida llegó todo el pueblo y la gente trataba de colarse, empujaba y se abría camino como podía para llegar hasta la ventana y echar un vistazo, pero la gente que ya estaba allí no quería marcharse y los que había detrás decían todo el tiempo: «Vamos, chicos, ya habéis visto bastante; no está bien ni es justo que os quedéis ahí todo el tiempo y no le deis una oportunidad a naide; los demás también tenemos nuestros derechos, igual que vosotros».

Se pusieron a discutir mucho, así que yo me marché, pensando que iba a haber jaleo. Las calles estaban llenas y todo el mundo muy nervioso. Todos los que habían visto los disparos contaban lo que había pasado, y había un gran grupo en torno a cada uno de aquellos tipos, y la gente alargaba el cuello para escuchar. Un hombre alto y desgarbado, con el pelo largo, un gran sombrero alto de piel blanca en la cabeza y un bastón de puño curvo, iba señalando en el suelo los sitios donde habían estado Boggs y Sherburn y la gente lo seguía de un sitio para otro o miraba todo lo que hacía, moviendo las cabezas para mostrar que comprendían e inclinándose un poco, con las manos apoyadas en los muslos para ver cómo señalaba los sitios en el suelo con el bastón; y después se volvió a erguir, muy tieso y rígido donde había estado Sherburn, frunciendo el ceño y pasándose el ala del sombrero encima de los ojos y gritó: «¡Boggs!» , y después bajó el bastón hasta ponerlo a nivel y dijo ¡«Bang»!, se echó atrás, volvió a decir «¡Bang!» y se dejó caer al suelo de espaldas. La gente que lo había visto dijo que lo había hecho perfectamente; que así exactamente habían pasado las cosas. Entonces por lo menos una docena de personas sacaron botellas y lo invitaron.

Bueno, al cabo de un rato alguien dijo que habría que linchar a Sherburn. Después de un minuto decía lo mismo todo el mundo, así que se marcharon, rabiosos, gritando y arrancando todas las cuerdas de tender la ropa que veían para colgarlo con ellas.

Capítulo 22

Fueron en enjambre a casa de Sherburn, gritando y aullando como indios, y todo el mundo tenía que apartarse o echar a correr para que no los atropellaran y los pisotearan, y resultaba terrible verlo. Los niños iban corriendo delante de la multitud, gritando y tratando de apartarse, y en todas las ventanas del camino había mujeres que asomaban la cabeza y chicos negros en cada árbol y negros y negras adultos que miraban por encima de todas las vallas, y en cuanto llegaba la horda cerca de ellos, se apartaban y salían fuera de su alcance. Muchas de las mujeres y de las muchachas lloraban y gritaban, medio muertas del susto.

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