¡¡¡de Ricardo III!!!
Ricardo III …………, Mr. Garrick
Richmond …………, Mr. Kean
Además:
(a petición especial)
¡¡El inmortal monólogo de Hamlet!!
¡Por el ilustre Kean!
¡Representado por él 300 noches consecutivas en París!
Una noche únicamente,
¡Por ineludibles compromisos en Europa!
Entrada 25 centavos; niños y criados, l0 centavos.
Después nos estuvimos paseando por la ciudad. Las tiendas y las casas eran casi todas viejas, desvencijadas, de madera seca que nunca se había pintado; estaban separadas del suelo por pilotes de tres o cuatro pies de alto para que no les llegara el agua cuando crecía el río. Las casas tenían jardincillos, pero no parecía que cultivaran mucho en ellos, salvo estramonio, girasoles y montones de cenizas, además de botas, zapatos despanzurrados y trozos de botellas, trapos y latas ya inútiles. Las vallas estaban hechas de diferentes tipos de tablas, clavadas en diferentes épocas e inclinadas cada una de su lado, y las puertas, por lo general, no tenían más que una bisagra de cuero. Alguna de las vallas había estado blanqueada en algún momento, pero el duque dijo que probablemente había sido en tiempos de Colón. Por lo general, en el jardín había cerdos y gentes que intentaban echarlos.
Todas las tiendas estaban en una calle. Tenían delante toldos de fabricación casera, y los que llegaban del campo ataban los caballos a los postes de los toldos. Debajo de éstos había cajas de mercancías y vagos que se pasaban el día apoyados en ellos, marcándolos con sus navajas Barlowy mascando tabaco, con las bocas abiertas, bostezando y espiándose; gente de lo más ordinario. Por lo general, llevaban sombreros amarilllos de paja casi igual de anchos que un paraguas, pero no llevaban chaquetas ni chalecos; se llamaban Bill, Buck, Hank, Joe y Andy, y hablaban en tono perezoso y arrastrado, con muchas maldiciones. Había prácticamente un vago apoyado en cada poste de toldo, casi siempre con las manos metidas en los bolsillos, salvo cuando las sacaba para prestar a alguien tabaco de mascar o para rascarse. Prácticamente su conversación se limitaba a:
—Dame una mascada de tabaco, Hank.
—No puedo; no me queda más que una. Pídele a Bill.
A lo mejor Bill le daba una mascada, o a lo mejor mentía y decía que no tenía. Alguno de esos vagos nunca tiene ni un centavo ni una mascada de tabaco propia. Lo que mascan es lo que les prestan; le dicen a alguien «Ojalá me pudieras dar de mascar, Jack; acabo de dar a Ben Thompson lo último que tenía», lo que es mentira casi siempre; con eso no engañan a nadie más que a los forasteros, pero Jack no es forastero, así que responde:
—Tú le has dado de mascar? Sería la abuela del gato de tu hermana. Si me devuelves todas las mascadas que ya me has pedido, Lafe Buckner, entonces te presto una o dos toneladas y encima no te cobro intereses.
—Bueno, sí que te devolví una vez.
—Sí, es verdad: unas seis mascadas. Me pediste tabaco comprado en la tienda y me devolviste del más negro que el alquitrán.
El tabaco comprado en la tienda es el de tableta negra lisa, pero esos tipos casi siempre mascan la hoja natural retorcida. Cuando piden una mascada, por lo general no la cortan con una navaja, sino que se meten la tableta entre los dientes y la van royendo y tirando de ella con las manos hasta que la parten en dos; entonces, a veces, el que ha prestado el tabaco lo mira melancólico cuando se lo devuelven y dice sarcástico:
—Eh, dame la mascada y tú te quedas con la tableta.
Todas las calles y los callejones eran de barro; no había nada más: barro negro como el alquitrán y casi un pie de hondo en algunos sitios, y por lo menos de dos o tres pulgadas en todas partes. Los cerdos se paseaban y hozaban por todas partes. Se veía una cerda llena de barro, con su camada, paseándose por la calle que se tiraba justo en el camino donde la gente tenía que desviarse y ella se estiraba, cerraba los ojos y movía las orejas mientras los cerditos mamaban, y parecía tan contenta como si estuviera cobrando un sueldo. Pero en seguida se oía a uno de los vagos que gritaba: «¡Eh! ¡hale, chico! ¡Duro con ella, Tige!», y la cerda se largaba con unos chillidos horribles, con uno o dos perros mordiéndole cada oreja y tres o cuatro docenas más que iban llegando, y entonces todos los vagos se levantaban y se quedaban mirando aquello hasta que se perdía de vista y se reían con tanta diversión y parecían celebrar mucho el ruido. No había nada que los despertase tan rápido y los divirtiera tanto a todos como una pelea de perros, salvo echarle trementina a un perro callejero y encenderla, o atarle una sartén a la cola y ver cómo se mataba a correr.
Del lado del río algunas de las casas se salían por encima de la ribera y estaban escoradas y desvencijadas y a punto de caerse. La gente las había abandonado. Debajo de otras, la ribera había ido desapareciendo bajo una de las esquinas, y aquella esquina estaba toda inclinada. En ésas todavía vivía gente, pero era peligroso, porque a veces se hunde un trozo de la ribera igual de ancho que una casa. A veces empieza a moverse una franja de tierra de un cuarto de milla de ancho que se va hundiendo hasta que un verano cae toda entera al río. Esos pueblos siempre tienen que retirarse hacia tierra, cada vez más atrás, porque el río se los va comiendo todo el tiempo.
Aquel día, cuanto más se acercaba el mediodía, más se iban llenando las calles de carretas y de caballos que no paraban de llegar.
Las familias se traían la comida desde el campo y la tomaban en las carretas. Corría mucho el whisky, y vi tres peleas. Al cabo de un rato alguien gritó:
—¡Ahí viene el viejo Boggs! Llega del campo a echarse su borrachera de todos los meses; ¡ahí viene, muchachos!
Todos los vagos parecieron alegrarse; calculé que estaban acostumbrados a divertirse con Boggs. Uno de ellos dijo:
—A ver a quién pretende matar esta vez. Si hubiera matado a todos los hombres a los que quería matar desde hace veinte años, sería de lo más famoso.
Otro dijo:
—Ojalá me amenazara a mí el viejo Boggs, porque entonces seguro que no me moría en mil años.
Apareció Boggs trotando en su caballo, gritando y aullando como un indio y anunciando:
—Abrir camino, vosotros. Estoy en el sendero de guerra y va a subir el precio de los ataúdes.
Estaba borracho y se tambaleaba en la silla; tenía más de cincuenta años y la cara muy colorada. Todo el mundo le gritaba y se reía y se burlaba de él, y él les devolvía las burlas y les decía que ya se ocuparía de ellos y los mataría cuando les llegara el turno, pero que ahora no podía esperar porque había ido al pueblo a matar al viejo coronel Sherburn, porque su lema era: «Primero la carne y después lo de cuchara para completar».