—¿Qué pasa?
Me contestó:
—¿No lo sabe usted, sito George?
—No. No sé nada.
—Bueno, ¡pues la sita Sophia se ha escapado! De verdad de la buena. Se ha escapado esta noche y nadie sabe a qué hora; se ha escapado para casarse con el joven ese Harney Shepherdson, ya sabe… por lo menos eso creen. La familia se enteró hace una media hora, a lo mejor algo más, y le aseguro que no han perdido tiempo; ¡en su vida ha visto manera igual de buscar escopetas y caballos! Las mujeres han ido a buscar parientes, el viejo señor Saul y los chicos se han llevado las escopetas y han salido a la carretera para tratar de cazar a ese joven y matarlo antes de que pueda cruzar el río con sita Sophia. Me paice que vienen tiempos muy malos.
—Y Buck se marchó sin decirme nada.
—¡Hombre, pues claro! No iban a mezclarlo a usted en eso. El sito Buck cargó la escopeta y dijo que volvería a casa con un Shepherdson muerto. Bueno, seguro que va a haber muchos de ellos y que se trae a uno si tiene la oportunidad.
Eché a correr por el camino del río a toda la velocidad que pude. En seguida empecé a oír disparos bastante lejos. Cuando llegué al almacén de troncos y el montón de leña donde atracan los barcos de vapor, me fui metiendo bajo los árboles y las matas hasta llegar a un buen sitio y después me subí a la cruz de un alamillo donde no alcanzaban las balas, y miré. Había madera apilada a cuatro pies de alto un poco por delante de mi árbol, y primero me iba a esconder allí detrás, pero quizá fue una suerte que no lo hiciera.
En el campo abierto delante del almacén de troncos había cuatro o cinco hombres que daban vueltas en sus caballos, maldecían y gritaban y trataban de alcanzar a un par de muchachos que estaban detrás del montón de madera junto al desembarcadero, pero no podían llegar. Cada vez que uno de ellos se asomaba del lado del río del montón de leña, le pegaban un tiro. Los dos chicos se daban la espalda detrás de las maderas, para poder disparar en todos los sentidos.
Pasó un rato y los hombres dejaron de dar vueltas y gritar. Echaron a correr hacia el almacén, y entonces uno de los muchachos apuntó fijo por encima de las maderas y apeó a uno de la silla. Todos los hombres desmontaron de sus caballos, agarraron al herido y empezaron a llevarlo hacia el almacén, y en aquel momento los dos chicos echaron a correr. Se encontraban a mitad de camino del árbol en el que estaba yo antes de que los hombres se dieran cuenta. Entonces los vieron y saltaron a sus caballos y se lanzaron tras ellos. Fueron ganando terreno a los muchachos, pero no les valió de nada porque éstos les llevaban bastante ventaja; llegaron al montón de maderos que había delante de mi árbol y se metieron detrás de él, de forma que volvían a estar protegidos contra los hombres. Uno de los muchachos era Buck y el otro era un chico delgado de unos diecinueve años. Los hombres dieron vueltas un rato y después se marcharon. En cuanto se perdieron de vista llamé a Buck para que me viese. Al principio no comprendía por qué le llegaba mi voz desde un árbol. Estaba la mar de sorprendido. Me dijo que permaneciera muy atento y que se lo dijera cuando volvieran a aparecer los hombres; dijo que estaban preparando alguna faena y que no iban a tardar. Yo prefería marcharme de aquel árbol, pero no me atrevía a bajar. Buck empezó a gritar y a maldecir, y juró que él y su primo Joe (que era el otro muchacho) iban a vengarse aquel mismo día. Dijo que habían matado a su padre y sus dos hermanos y que habían muerto dos o tres de los enemigos. Dijo que los Shepherdson los esperaban en una emboscada. Buck añadió que su padre y sus hermanos tenían que haber esperado a sus parientes, porque los Shepherdson eran demasiados para ellos. Le pregunté qué iba a pasar con el joven Harney y la señorita Sophia. Respondió que ya habían cruzado el río y estaban a salvo. Me alegré, pero Buck estaba enfadadísimo por no haber matado a Harney el día que le había disparado; en mi vida he oído a nadie decir cosas así.
De pronto, ¡bang! ¡bang! ¡bang!, sonaron tres o cuatro escopetas. ¡Los hombres habían avanzado juntos entre los árboles y venían por atrás con sus caballos! Los chicos corrieron hacia el río (heridos los dos), y mientras nadaban en el sentido de la corriente, los hombres corrían por la ribera disparando contra ellos y gritando: «¡Matadlos, matadlos!» Me sentí tan mal que casi me caí del árbol. No voy a contar todo lo que pasó porque si lo contara volvería a ponerme malo. Hubiera preferido no haber llegado nunca a la orilla aquella noche para ver después cosas así. Nunca las voy a olvidar: todavía sueño con ellas montones de veces.
Me quedé en el árbol hasta que empezó a oscurecer, porque me daba miedo bajar. A veces oía disparos a lo lejos, en el bosque, y dos veces vi grupitos de hombres que galopaban junto al almacén de troncos con escopetas, así que calculé que continuaba la pelea. Me sentía tan desanimado que decidí no volver a acercarme a aquella casa, porque pensaba que por algún motivo yo tenía la culpa. Pensaba que aquel trozo de papel significaba que la señorita Sophia tenía que reunirse con Harney en alguna parte a las dos y media para fugarse, y que tendría que haberle contado a su padre lo del papel y la forma tan rara en que actuaba, y que entonces a lo mejor él la habría encerrado y nunca habría pasado todo aquel horror.
Cuando me bajé del árbol, me deslicé un rato por la orilla, encontré los dos cadáveres al borde del agua y tiré de ellos hasta dejarlos en seco; después les tapé la cara y me marché a toda la velocidad que pude. Lloré un poco mientras tapaba a Buck, porque se había portado muy bien conmigo.
Acababa de oscurecer. No volví a acercarme a la casa, sino que fui por el bosque hasta el pantano. Jim no estaba en su isla, así que fui corriendo hacia el arroyo y me metí entre los sauces, listo para saltar a bordo y marcharme de aquel sitio tan horrible. ¡La balsa había desaparecido! ¡Dios mío, qué susto me llevé! Me quedé sin respiración casi un minuto. Después logré gritar. Una voz, a menos de veinticinco pies de mí, dice:
—¡Atiza! ¿Eres tú, mi niño? No hagas ruido.
Era la voz de Jim, y nunca había oído nada tan agradable. Corrí un poco por la ribera y subí a bordo; Jim me agarró y me abrazó de contento que estaba de verme y dice:
—Dios te bendiga, niño, estaba seguro que habías vuelto a morir. Ha estado Jack y dice que creía que te habían pegado un tiro porque no habías vuelto a casa, así que en este momento iba a bajar la balsa por el arroyo para estar listo para marcharme en cuanto volviese Jack y me dijera que seguro que habías muerto. Dios mío, cuánto me alegro de que hayas vuelto, mi niño.
Y voy yo y digo:
—Está bien; está muy bien; no me van a encontrar y creerán que he muerto y que he bajado flotando por el río… Allí arriba hay algo que les ayudará a creérselo, así que no pierdas tiempo, Jim, vamos a buscar el agua grande lo más rápido que puedas.
No me quedé tranquilo hasta que la balsa bajó dos millas por el centro del Mississippi. Después colgamos nuestro farol de señales y calculamos que ya volvíamos a estar libres y a salvo. Yo no había comido nada desde ayer, así que Jim sacó unos bollos de maíz y leche con nata, y carne de cerdo con col y berzas (no hay nada mejor en el mundo cuando está bien guisado) y mientras yo cenaba charlamos y pasamos un buen rato. Yo me alegraba mucho de alejarme de las venganzas de sangre, y Jim del pantano. Dijimos que no había casa como una balsa, después de todo. Otros sitios pueden parecer abarrotados y sofocantes, pero una balsa no. En una balsa se siente uno muy libre y tranquilo.