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Al domingo siguiente fuimos todos a la iglesia, a unas tres millas, todos a caballo. Los hombres se llevaron las escopetas, y Buck también, y las mantuvieron entre las rodillas o las dejaron a mano apoyadas en la pared. Los Shepherdson hicieron lo mismo: fue un sermón de lo más corriente: todo sobre el amor fraterno y tonterías por el estilo; pero todo el mundo dijo que era un buen sermón y hablaron de él en el camino de vuelta, y tenían tantas cosas que decir de la fe y las buenas obras y la gracia santificante y la predeterminación y no sé qué más que me pareció uno de los peores domingos de mi vida.

Más o menos una hora después de comer todo el mundo dormía la siesta, algunos en sus sillas y otros en sus habitaciones, y resultaba todo muy aburrido. Buck y un perro estaban tirados en la hierba al sol, dormidos como troncos. Yo subí a nuestra habitación pensando en echarme también la siesta. Vi a la encantadora señorita Sophia de pie en su puerta, que estaba al lado de la nuestra, y me hizo pasar a su habitación, cerró la puerta sin hacer ruido y me preguntó si la quería, y yo le contesté que sí, y me preguntó si le haría un favor sin decírselo a nadie y le dije que sí. Entonces me contó que se había olvidado el Nuevo Testamento y lo había dejado en el asiento de la iglesia entre otros dos libros, y que si no querría yo salir en silencio e ir a buscárselo sin decirle nada a nadie. Le dije que sí. Así que me marché tranquilamente por el camino y en la iglesia no había nadie, salvo quizá un cerdo o dos, porque la puerta no tenía cerradura y a los cerdos les gustan los suelos apisonados en verano, porque están frescos. Si se fija uno, casi nadie va a la iglesia más que cuando es obligatorio, pero los cerdos son diferentes.

Me dije: «Algo pasa; no es natural que una chica se preocupe tanto por un Nuevo Testamento», por eso lo sacudí y se cayó un trocito de papel que tenía escrito a lápiz: «A las dos y media». Seguí buscando pero no encontré nada más. Aquello no me decía nada, así que volví a poner el papel en el libro y cuando regresé a casa y subí las escaleras la señorita Sophia estaba en su puerta esperándome. Me hizo entrar y cerró la puerta; después buscó en el Nuevo Testamento hasta que encontró el papel, y en cuanto lo leyó pareció ponerse muy contenta; y antes de que uno pudiera darse cuenta, me agarró y me dio un abrazo diciendo que yo era el mejor chico del mundo y que no se lo contara a nadie. Se le enrojeció mucho la cara un momento, se le iluminaron los ojos y estaba muy guapa. Yo me quedé muy asombrado, pero cuando recuperé el aliento le pregunté qué decía el papel, y ella me preguntó si lo había leído, y cuando dije que no, me preguntó si sabía leer manuscritos y yo respondí que sólo letra de imprenta, y entonces ella dijo que el papel no era más que para señalar hasta dónde había llegado y que ya podía irme a jugar.

Bajé al río pensando en todo aquello y en seguida me di cuenta de que mi negro me venía siguiendo. Cuando perdimos de vista la casa, miró atrás y todo en derredor un segundo, y después llegó corriendo y me dijo:

—Sito George, si viene usted al pantano le enseño un montón de culebras de agua.

A mí me pareció muy curioso; lo mismo había dicho ayer. Tenía que saber que a uno no le gustan tanto las culebras de agua como para ir a verlas. ¿Qué andaría buscando? Así que le dije:

—Bueno; ve tú por delante.

Lo seguí media milla; después llegó al pantano y lo vadeó con el agua hasta los tobillos otra media milla más. Llegamos a un trozo de tierra llana y seca, llena de árboles, arbustos y hiedras, y me dijo:

—Dé usted unos pasos por ahí dentro, sito George; ahí es donde están. Yo ya las he visto bastante.

Después se alejó y en seguida quedó tapado por los árboles. Anduve buscando por allí hasta llegar a un sitio abierto, del tamaño de un dormitorio, todo rodeado de hiedra, y allí vi a un hombre que estaba dormido; y ¡por todos los diablos, era mi viejo Jim!

Lo desperté y creí que él se iba a sorprender mucho al verme, pero no. Casi lloró de alegría, pero no estaba sorprendido. Dijo que había nadado por detrás de mí aquella noche que había oído todos mis gritos, pero no se había atrevido a responder, porque no quería que nadie lo recogiera y lo devolviese a la esclavitud. Y siguió diciendo:

—Me hice algo de daño y no podía nadar rápido, así que hacia el final ya estaba muy lejos de ti; cuando llegaste a tierra calculé que podía alcanzarte sin tener que gritar, pero cuando vi aquella casa empecé a ir más lento. Estaba demasiado lejos para oír lo que te decían; me daban miedo los perros, pero cuando todo volvió a quedarse tranquilo comprendí que estabas en la casa, así que me fui al bosque a esperar que amaneciese. A la mañana temprano llegaron algunos de los negros que iban a los campos y me llevaron con ellos y me trajeron aquí, donde no me pueden encontrar los perros gracias al agua, y me traen cosas de comer todas las noches y me dicen cómo te va.

—Pero, ¿por qué no le dijiste a mi Jack que me trajera antes, Jim?

—Bueno, no merecía la pena molestarte, Huck, hasta que pudiéramos hacer algo, pero ahora ya está bien. Me he dedicado a comprar cacharros y comida cuando he podido y a arreglar la balsa por las noches cuando…

—¿Qué balsa, Jim?

—Nuestra vieja balsa.

—¿Vas a decirme que nuestra vieja balsa no se quedó hecha pedazos?

—No, na de eso. Se quedó bastante destrozada por uno de los extremos, pero no pasó nada grave, sólo que perdimos casi todas las trampas. Y si no hubiéramos buceado tanto y nadado tan lejos por debajo del agua, si la noche no hubiera sido tan oscura, no hubiéramos estado tan asustados ni nos hubiéramos puesto tan nerviosos, como aquel que dice, habríamos visto la balsa. Pero más vale así, porque ahora está toda arreglada y prácticamente nueva y tenemos montones de cosas nuevas en lugar de las que perdimos.

—Pero, ¿cómo volviste a conseguir la balsa, Jim? ¿La fuiste a atrapar?

—¿Cómo voy a atraparla si estoy en el bosque? No; algunos de los negros la encontraron embarrancada entre unas rocas ahí donde la curva y la escondieron en un regato entre los sauces, y tanto discutieron para saber cuál se iba a quedar con ella que en seguida me enteré yo, así que arreglé el problema diciéndoles que no era de ninguno de ellos, sino tuya y mía; y les pregunté si iban a quedarse con la propiedad de un joven caballero blanco, sólo para llevarse unos latigazos. Entonces les di diez centavos a cada uno y se quedaron muy satisfechos pensando que ojalá llegasen más balsas para volver a hacerse ricos. Estos negros se portan muy bien conmigo, y cuando quiero que hagan algo no tengo que pedírselo dos veces, mi niño. Ese Jack es un buen negro, y listo.

—Sí, es verdad. Nunca me ha dicho que estabas aquí; me dijo que viniera y que me enseñaría un montón de culebras de agua. Si pasa algo, él no tiene nada que ver. Puede decir que nunca nos ha visto juntos, y dirá la verdad.

No quiero contar mucho del día siguiente. Creo que voy a resumirlo. Me desperté hacia el amanecer e iba a darme la vuelta para volverme a dormir cuando noté que no se oía ni un ruido; era como si nada se moviera. Aquello no era normal. Después vi que Buck se había levantado y se había ido. Bueno, entonces me levanté yo extrañado y bajé la escalera y no había nadie; todo estaba más silencioso que una tumba. E igual afuera. Pensé: «¿Qué significa esto?» Donde estaba la leña me encontré con mi Jack y le pregunté:

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