Pasamos muchos ratos tendidos en los catres uno junto a otro. Yo capté en todo cuanto pude su mundo y aquel encuentro me descubrió (después otros encuentros habrían de confirmarlo) que el reflujo de una considerable parte de nuestras fuerzas espirituales acausa de la guerra civil nos había privado de una amplia e importante rama de la cultura rusa. Y que todo aquel que en verdad ame nuestra cultura aspirará a la unión de ambas ramas, la de la metrópoli y la de la Diáspora. Sólo entonces llegará a su plenitud, sólo entonces revelará su capacidad para desarrollarse sin deterioro.
Sueño con ver llegar ese día.
* * *
El hombre es débil, débil. Al fin y al cabo, aquella privavera hasta los más tozudos deseaban el perdón. Corría el siguiente chascarrillo: «¡Diga su última palabra, acusado!». «¡Ruego me envíen a cualquier parte con tal de que haya poder soviético! Y sol...» Del poder soviético no había riesgo de desprendernos, pero sí corríamos peligro de vernos privados del sol... Nadie deseaba ir más allá del Círculo Polar, donde el escorbuto y la distrofia hacían estragos. Y por alguna razón especial floreció en las celdas la leyenda del Altai. Los pocos que habían estado allí, y sobre todo los que no habían estado, inspiraban a sus compañeros de celda sueños melodiosos: ¡Qué país el Alui! Grandes espacios siberianos pero un clima suave. Riberas de trigales y ríos de miel. Estepa y montañas. Rebaños de ovejas, caza, pesca. Aldeas muy ricas y pobladas...
Los sueños de los presos sobre el Altai, ¿no serían el eco del viejo sueño campesino sobre esa misma región? En el Altai se encontraban unas tierras denominadas «del Gabinete de Su Majestad»,* y por eso estuvo más tiempo cerrado a los colonos que el resto de Siberia, pero era allí precisamente donde ansiaban instalarse los campesinos (y no cejaban). ¿No será herencia de entonces esta leyenda tan arraigada?
¡Quién pudiera cobijarse en aquel sosiego! ¡Escuchar el canto puro y sonoro del gallo en el aire impoluto! ¡Acariciar el careto de un caballo, serio y bonachón! ¡Al diablo los grandes problemas, que contra vosotros se rompa la crisma otro más tonto que yo! Poder descansar de los insultos del juez, del fatigoso deshilvanar toda tu vida ante él, del estrépito de las cerraduras de la cárcel, del bochorno viciado de la celda. ¡Sólo se nos ha dado una vida, breve e insignificante! Y nosotros nos lanzamos criminalmente contra las ametralladoras, o la zambullimos, inmaculada como era, en el sucio basurero de la política. Creo que en el Altai habría vivido en la isba* más baja y oscura, a las afueras de una aldea, cerca del bosque. Y habría ido al bosque, no a por ramas secas o setas, sino porque sí, para abrazarme a un par de troncos y decirles: ¡Amados míos! ¡Ya no quiero nada más!
Aquella misma primavera invitaba a la clemencia: ¡Era la primavera del fin de una guerra tan enorme! Veíamos que nosotros, los presos, afluíamos por millones, y que más millones aún estaban esperándonos en los campos. ¡No podía ser que dejaran en la cárcel a tanta gente después de la más grande de las victorias mundiales! Si nos tenían retenidos aún era sólo para meternos miedo, para que lo recordáramos mejor. Habría grandes amnistías, naturalmente, y pronto nos soltarían a todos. Alguno juraba, incluso, haber leído en el periódico que Stalin, había respondido a un corresponsal estadounidense (¿Que cómo se llamaba?, No recuerdo...), que después de la guerra habría una amnistía como nunca se había visto en el mundo. A otros el propio juez de instrucción les había dicho que era seguro que pronto habría una amnistía general. (Estos bulos eran útiles para la instrucción sumarial, porque debilitaban nuestra voluntad: ¡A la porra, firmemos; total, para lo que nos queda...!)
Mas la clemencia nace de la cordura.
No hacíamos caso a las pocas personas sensatas que había entre nosotros y los tomábamos por pájaros de mal agüero cuando vaticinaban que nunca habría una amnistía política, como nunca la había habido en un cuarto de siglo (pero siempre saltaba algún docto entre los chivatos que decía: «Pues en 1927, para el décimo aniversario de Octubre, se vaciaron todas las cárceles, ¡y de ellas pendían banderas blancas!La sobrecogedora imagen de las banderas blancas —¿y por qué precisamente blancas?— era lo que más conmovía los corazones). [162] 2Hacíamos oídos sordos a los más lúcidos de entre nosotros cuando decían que si éramos millones en prisión era precisamente porque había terminado la guerra, porque ya no éramos necesarios en el frente y en retaguardia éramos peligrosos, mientras que en las lejanas construcciones sin nosotros no habría quien pusiera un ladrillo. (Nos faltaba desapego a nosotros mismos, si no para penetrar en el cálculo perverso de Stalin, por lo menos para comprender sus simples cálculos económicos: ¿quién iba a querer ahora, recién desmovilizado, dejar la familia y el hogar para irse a Kolymá, a Vorkutá, a Siberia, donde aún no había carreteras ni casas? ¡Si es que casi debiera haber sido competencia del Plan Estatal fijarle al NKVD una cifra obligatoria de presos!) ¡La amnistía! ¡Una amnistía amplia y magnánima! Y nosotros que la esperábamos y la ansiábamos. ¡Dicen que en Inglaterra, hasta en los aniversarios de la coronación, es decir, cada año, promulgan una amnistía!
Cuando el tricentenario de los Románov,* habían amnistiado a muchos presos políticos. ¿Sería posible que ahora, después de una victoria de importancia secular —si no mayor— el Gobierno de Stalin fuera tan mezquino y vengativo, que pudiera guardar rencor por cada tropiezo y cada desliz del último de sus subditos?
Es una verdad bien simple, pero para comprenderla hay que haberla sufrido: ¡en las guerras Dios bendice con la derrota, no con la victoria! Las victorias son necesarias a los gobiernos, y las derrotas, a los pueblos. Después de una victoria entran deseos de más, mientras que después de una derrota se quiere la libertad, y habitualmente se consigue. Los pueblos necesitan de las derrotas como las personas precisan del sufrimiento y la desdicha, pues obligan a concentrarse en la vida interna y elevan el espíritu.
La victoria de Poltava fue una desgracia para Rusia: acarreó dos siglos de grandes tensiones, de ruina y de falta de libertad, y trajo más y más guerras. En cambio, para los suecos la derrota de Poltava fue una salvación: perdido el deseo de guerrear, los suecos se convirtieron en el pueblo más próspero y libre de Europa. [163] 3
Tan acostumbrados estamos a enorgullecernos de nuestra victoria sobre Napoleón que hemos olvidado que precisamente por su culpa la emancipación de los siervos no se produjo medio siglo antes (mientras que para Rusia la ocupación francesa no hubiera sido una amenaza real). En cambio la guerra de Crimea* nos trajo la libertad.
Aquella primavera creíamos en la amnistía, y no es que fuéramos originales. Al hablar con los viejos presidiarios, poco a poco vas averiguando que esta sed de gracia y esta fe en la clemencia jamás abandona los grises muros de las cárceles. Decenio tras decenio, los diferentes torrentes de arrestados siempre han esperado y siempre han creído ya fuera en una amnistía, en un nuevo código penal o en un sobreseimiento general de sentencias (y los Órganos siempre han avivado esos rumores con hábil cautela). Cualquier aniversario de Octubre que cayera en cifra redonda, el aniversario de Lenin, el día de la Victoria, el día del Ejército Rojo o la Comuna de París, cada nueva sesión del VTsIK, el fin de cada plan quinquenal, cada pleno del Tribunal Supremo: ¡cualquier efeméride alimentaba la ilusión de que iba a descender el ansiado ángel libertador! ¡Y cuanto más rudos fueran los presos, cuanto más homérico y frenético fuera el caudal de las riadas, tanta menos cordura mostraban y más fe tenían en la amnistía!