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Por fin llegaba la comida de la Lubianka. Bastante antes oíamos un alegre tintineo en el pasillo, y después, como en un restaurante, nos entraban una bandeja para cada uno con dos platos de aluminio (no eran escudillas): un cucharón de sopa y otro de kashaacuosa, sin grasa alguna.
Con la angustia de los primeros días de instrucción, el procesado no puede tragar nada. Algunos se pasan varios días sin tocar el pan y no saben qué hacer con él. Sin embargo, después recobras de forma gradual el apetito y pasas a un estado de hambre permanente que llega a la avaricia. Más tarde, si has logrado contenerte, el estómago se contrae, se adapta a la frugalidad y la pobre comida se convierte en la justa. Para ello hace falta autoeducarse, perder la costumbre de mirar de reojo al que come más que tú, prohibir las conversaciones sobre comida, normales en una cárcel pero peligrosas para el estómago,
y elevarse tanto como sea posible a la altura de lo trascendental. En la Lubianka esto viene facilitado por las dos horas que se permite estar tendido después de comer, otra maravilla digna de un balneario. Nos tumbamos de espaldas a la mirilla, colocamos ante nosotros un libro abierto para guardar las apariencias y nos amodorramos. A decir verdad, dormir está prohibido y los vigilantes ven que transcurre mucho rato sin que pasemos hoja, pero a estas horas no suelen dar golpes en la puerta (explican este gesto humanitario con que los privados del derecho a dormir están en aquel momento en el interrogatorio diurno. Para los obstinados que no firman las declaraciones el contraste resulta incluso más fuerte porque regresan a la celda cuando los demás ya han terminado la siesta).
El sueño es la mejor medicina contra el hambre y las penas: el organismo no consume energías y el cerebro no repasa una y otra vez los errores cometidos.
En esto traen la cena: otro cucharón de kasha.La vida despliega ante ti todos sus tesoros demasiado deprisa. Ahora durante las cinco o seis horas que quedan hasta el toque de retreta vamos a estar sin nada que llevarnos a la boca, pero ya no es tan terrible: de noche resulta más fácil no tener hambre. Eso lo sabe de antiguo la medicina militar: en los regimientos de reserva tampoco dan de cenar.
Llega la hora del retrete vespertino, que tú has estado esperando, más bien con estremecimiento, el día entero. Después del retrete, ¡qué leve se te antoja todo tu mundo! ¡Cómo se simplifican súbitamente todas las cuestiones sublimes! ¿Quién no lo ha experimentado?
¡Ay, aquellas apacibles noches de la Lubianka! (Bueno, siempre que no te espere un interrogatorio nocturno.) Tienes el cuerpo ingrávido, satisfecho de kashalo justo para que el alma no sienta su yugo. ¡Qué pensamientos tan ligeros y libres! Es como si te hubieras elevado al monte Sinaí y allí, entre llamas, se te apareciera la verdad. ¿No era esto con lo que soñaba Pushkin?
¡Quiero vivir, para pensar y padecer!
Pues nosotros no hacemos otra cosa que sufrir y pensar. ¡Y qué fácil nos había sido alcanzar este ideal...!
Naturalmente, de noche también discutimos, hasta que dejamos de lado la partida de ajedrez con Suzi o los libros. Los agarrones más fuertes vuelven a ser los míos con Yevtujóvich, ya que todas las cuestiones que tratamos son explosivas, por ejemplo: cuál será el resultado de la guerra. Sin mediar palabra y sin la menor expresión en el rostro, el celador ha entrado en la celda y bajado el visillo azul de defensa pasiva. Al otro lado de la ventana empiezan a lanzar salvas en la noche de Moscú. [142]Aunque no podemos verlas en el cielo del mismo modo que no vemos el mapa de Europa, intentamos imaginárnoslo en detalle y acertar qué ciudades han sido tomadas. Estas salvas sacan de quicio especialmente a Yuri. Invoca al destino para que corrija sus errores, asegura que la guerra no está tocando a su fin, ni mucho menos, que el Ejército Rojo y los anglonorteamericanos se echarán unos sobre otros, que entonces empezará la guerra de verdad. La celda entera acoge esta predicción con ávido interés. ¿Y cómo terminará? Yuri asegura que con una fácil derrota del Ejército Rojo (¿o sea que nos pondrán en libertad?, ¿o quiere ello decir que antes nos fusilarán?). Aquí yo me planto y nos ponemos a discutir con más furia todavía. Sus argumentos son que nuestro Ejército está agotado, desangrado, mal pertrechado, y —lo más importante— que contra los aliados no combatirá con tanto ardor. Yo, tomando como ejemplo las unidades que conozco, defiendo que el ejército está no tanto agotado como fogueado, que ahora tiene más fuerza y fiereza, y que, de haber un conflicto, machacará a los aliados mejor aun que a los alemanes. «Jamás!», grita Yuri (pero sin levantar la voz). «¿Y qué me dices de las Ardenas?», grito yo (también sin levantar la voz). En esto interviene Fastenko y nos ridiculiza a ambos diciendo que ninguno de los dos entiende a Occidente, que ahora no hay hombre en el mundo capaz de obligar a las tropas aliadas a luchar contra nosotros.
Sea como sea, más que de discutir de noche, tenemos ganas de escuchar algo interesante, puede que hasta tranquilizador. Por una vez queremos estar todos de acuerdo en algo.
Uno de los temas preferidos en la cárcel es el de las tradiciones penitenciarias, sobre cómo se estaba antes en prisión. [143] 3 Gracias a Fastenko tenemos testimonios de primera mano. Lo que más nos llega al corazón es que, antes, ser preso político era un orgullo, y que no sólo sus parientes no renegaban de ellos, sino que se presentaban muchachas desconocidas para conseguir una entrevista con los presos haciéndose pasar por sus prometidas. ¿Y la antigua y tan extendida tradición de llevar por fiestas paquetes a los presos? En Rusia, nadie levantaba la Cuaresma hasta haber llevado un paquete para unos presos que ni siquiera conocía, y esa comida iba a una caldera común de la cárcel. Les llevaban jamones por Navidad, pasteles, empanadas y bizcochos de Pascua. Incluso la anciana más pobre les llevaba una docena de huevos duros con la cascara pintada, con lo que aliviaba su corazón. ¿Qué había sido de esa bondad de los rusos? ¡Quedó sustituida por la conciencia de clase!Atemorizaron al pueblo tan brutalmente y sin remedio que se perdió la costumbre de preocuparse por el que sufre. En la actualidad una conducta así sería algo impensable. Y si ahora, en vísperas de una festividad, propusieras en tu empresa una colecta en favor de los presos de la cárcel local, los más vigilantes se lo tomarían casi como una revuelta antisoviética. Hasta tal punto nos hemos convertido en fieras.
¡Y cuánto representaban aquellos regalos de fiestas para un preso! Eran mucho más que buena comida, creaban la cálida sensación de que en la calle pensaban en él, de que les preocupaba su suerte.
Fastenko nos cuenta que la Cruz Roja política también había existido en época soviética. No es que no nos lo creamos, ¡pero es que cuesta tanto de imaginar! Dice que E.P. Peshkova, valiéndose de su inmunidad personal, viajaba al extranjero para recaudar fondos (aquí no estaba el horno para bollos). Luego, con el dinero compraba alimentos para los presos políticos que no tenían familiares. ¿Para todos los políticos, sin distinción? Y entonces nos aclara que no, que a todos me nos a los KR,es decir, a los contrarrevolucionarios (o sea a los del Artículo 58), que eso sólo era para los miembros de los extintos partidos socialistas. ¡Pues haberlo dicho, hombre! Además, de todas formas, bien pronto enchiqueraron a casi toda la Cruz Roja, menos a Peshkova...