Era imposible aburrirse con las personas que allí encontré. Había a quién escuchar y con quién comparar.
El vejete de vivas cejas (tenía sesenta y tres años muy bien llevados) se llamaba Anatoü llich Fastenko. Su presencia embellecía notablemente nuestra celda de la Lubianka, tanto como depositario de las viejas tradiciones presidiarias rusas, como por ser la Historia viva de nuestras revoluciones. Gracias a cuanto conservaba en su memoria disponíamos de una escala para valorar tanto lo ocurrido como lo que estaba ocurriendo. Tales hombres son valiosos no sólo en las celdas, también se echan mucho de menos en el seno de nuestra sociedad.
Pudimos ver el apellido Fastenko en un libro sobre la revolución de 1905 que casualmente teníamos ahí mismo, en la celda. Fastenko era un socialdemócrata tan antiguo que, al parecer, ya había dejado de serlo.
Fue condenado a prisión por primera vez en 1904, cuando aún era joven, pero tras promulgarse el Manifiesto* del 17 de Octubre de 1905 fue puesto en libertad.
¿Quién de nosotros no sabe y no ha tenido que aprenderse de memoria del manual escolar de Historia, o del Curso Breve de historia del partido Comunista, que este «Manifiesto abyecto y provocador» era un escarnio de la libertad, que el zar había dispuesto: «libertad a los muertos, prisión a los vivos»? Pero este epigrama es mentira. Con el Manifiesto se legalizaron todos los partidos políticos, se convocó la Duma* y se concedió una amnistía honesta, considerablemente amplia. En otras palabras: el Manifiesto supuso, ni más ni menos, la excarcelación de todos los presos políticos, fuera cual fuere la naturaleza y duración de su condena. Sólo permanecieron en prisión los presos comunes. En cambio, la amnistía de Stalin del 7 de julio de 1945 actuó justamente al revés: dejó en la cárcel a todos los presos políticos.
Era interesante oírle contar las circunstancias de aquella amnistía. Por aquellos años, como es natural, no tenían idea de «bozales» en las ventanas de las prisiones, y desde las celdas de la prisión de Bélaya Tsérkov, donde Fastenko estaba encerrado, los presos contemplaban libremente el patio de la cárcel, veían a los que entraban y a los que salían, observaban la calle y conversaban a gritos con cualquier transeúnte. Y he aquí que el 17 de octubre, al conocer por telégrafo la amnistía, desde la calle comunicaron la noticia a los presos. Los presos políticos empezaron a alborotar alegremente, a romper puertas y cristales, y a exigir que el director de la cárcel los pusiera de inmediato en libertad. ¿A alguno de ellos le machacaron los morros con las botas? ¿Metieron a alguno en el calabozo? ¿Privaron a alguna celda de libros o del derecho a la cantina? ¡Claro que no! El director de la cárcel, desconcertado, iba corriendo de una celda a otra y suplicaba: «¡Señores! ¡Se lo ruego! ¡Sean razonables! No tengo autoridad para ponerlos en libertad debido a un comunicado telegráfico. Debo recibir instrucciones directas de mis superiores de Kiev. Se lo ruego encarecidamente: deberán pasar la noche aquí». ¡Y en efecto, tuvieron la desfachatez de retenerlos veinticuatro horas! (Después de la amnistía de Stalin, como veremos más adelante, a los amnistiados los retuvieron dos o tres meses, los obligaron a seguir dándole al callo,y a nadie le pareció un abuso.)
Recobrada la libertad, Fastenko y sus compañeros se lanzaron inmediatamente a preparar la revolución. En 1906 Fastenko fue condenado a ocho años de trabajos forzados, lo que significaba cuatro años de grilletes y cuatro de destierro. Cumplió los cuatro primeros años en la prisión central de Sebastopol, donde, por cierto, durante su estancia se produjo una fuga masiva de presos organizada desde fuera por los partidos revolucionarios: eseristas, anarquistas y socialdemócratas. Tras hacer estallar una bomba contra el muro, se abrió un boquete por el que bien hubiera cabido un hombre a caballo; dos decenas de presos (no salió todo el que quiso, sino aquellos que sus partidos habían designado, y a los que habían provisto de antemano con pistolas ¡por mediación de los propios vigilantes!) se precipitaron por la brecha y se evadieron todos excepto uno. El partido socialdémocrata había determinado que la misión de Anatoli Fastenko no sería evadirse, sino distraer la atención de los vigilantes y sembrar el desconcierto.
Sin embargo, no pasaría mucho tiempo en el destierro del Yeniséi. Confrontando su relato (y posteriormente el de otros supervivientes) con el hecho, de sobras conocido, de que nuestros revolucionarios huían del destierro por centenares, y la mayoría al extranjero, se llega a la convicción de que quien no escapaba del destierro zarista era únicamente por pereza, de tan sencillo como era. Fastenko «huyó», es decir, sencillamente, se ausentó sin pasaporte del lugar del destierro. Fue a Vladivostok calculando que con la ayuda de algún conocido podría embarcarse. Pero por la razón que fuera, no lo consiguió. Entonces, siempre sin pasaporte, atravesó tranquilamente toda la madre Rusia en tren y llegó hasta Ucrania, donde había sido bolchevique en la clandestinidad y donde lo habían detenido. Le proporcionaron un pasaporte ajeno y se dispuso a cruzar la frontera de Austria. Tan poco arriesgada era la empresa y hasta tal punto tenía descartado Fastenko que pudiera haber nadie detrás pisándole los talones, que cometió una asombrosa imprudencia: una vez en la frontera, cuando ya había entregado el pasaporte al funcionario de policía, ¡de pronto se dio cuenta de que no recordaba su nuevo apellido! ¿Qué hacer? Habría unos cuarenta pasajeros, y el funcionario había empezado ya a llamarlos en voz alta. Fastenko tuvo una idea: se hizo el dormido. Estuvo oyendo cómo devolvían todos los pasaportes y que llamaban varias veces a un tal Makarov, pero aún no estaba seguro que fuera él. Finalmente, un dragón del régimen imperial se inclinó ante el revolucionario clandestino dándole cortésmente en el hombro: «¡Señor Makarov! ¡Señor Makarov! ¡Su pasaporte, tenga la bondad!».
Fastenko marchó a París. Allí conoció a Lenin, a Lunacharski, y desempeñó no sé qué trabajos de intendencia en la escuela del partido de Longjumeau. Al mismo tiempo, estudió el idioma francés, observó cuanto había a su alrededor y le entraron deseos de correr todavía más mundo. Antes de la guerra se trasladó a Canadá, donde trabajó de obrero, estuvo en Estados Unidos. La vida en libertad que se había afianzado en aquellos países impresionó a Fastenko: llegó a la conclusión de que allí jamás habría una revolución proletaria e incluso dedujo que posiblemente tampoco les hiciera falta.
Y entonces tuvo lugar en Rusia —antes de lo que se creía— la tan ansiada revolución. Todos regresaron, y luego vino otra revolución más. Fastenko ya no sentía por esas revoluciones el mismo ardor de antes. Pero volvió, siguiendo la misma ley que rige las migraciones de las aves.
Poco después de Fastenko, volvió a la patria un conocido suyo de Canadá, un antiguo marinero del Potiomkin* que había huido a dicho país, donde acabó convirtiéndose en un próspero granjero. Este vendió la granja con todo el ganado, y con el dinero y un flamante tractor se presentó en su patria chica para colaborar en la edificación del soñado socialismo. Se inscribió en una de las primeras comunas e hizo donación de su tractor. Manejaba el tractor todo el que le venía "en gana y de cualquier manera, hasta que muy pronto lo estropearon. El marinero del Potiomkin empezaba a ver las cosas de manera muy distinta a como las había imaginado veinte años antes. Los que mandaban eran gente que no debería tener derecho a dar órdenes, y ordenaban cosas que al hacendoso granjero se le antojaban extravagantes y absurdas. Por si fuera poco, se quedó en los huesos, se desgastaron sus ropas y pocos eran ya los dólares canadienses que no se hubieran transformado en rublos de papel. Suplicó que le dejaran marchar con su familia, cruzó la frontera no más rico que cuando huyó del Potiomkin, atravesó el océano igual que antes, como marinero (no le llegaba el dinero para el pasaje) y empezó a vivir de nuevo en Canadá como jornalero.