Así se depuraba el Ejército activo. Pero había además un enorme ejército inactivo en Extremo Oriente y en Mongolia. La noble misión de las Secciones Especiales era impedir que este ejército se apolillase. A fuerza de no hacer nada, a los héroes de Jaljin-Gol y de Hassan se les estaba empezando a soltar la lengua, tanto más que ahora los habían puesto a estudiar las metralletas Degtiariov y los morteros del regimiento, hasta entonces mantenidos en secreto hasta de nuestros soldados. Con tales armas en la mano les era difícil comprender por qué retrocedíamos en Occidente. Situados más allá de Siberia y de los Urales, no podía entrarles de ninguna manera en la sesera que al retroceder ciento veinte kilómetros al día sencillamente estábamos repitiendo la maniobra de Kutúzov. Sólo se les pudo hacer entender esto organizando una riada desde el Ejército Oriental hasta el Archipiélago. Y las bocas se cerraron y la fe se hizo férrea.
Y naturalmente por las altas esferas fluía también la riada de los culpables de la retirada. (¡La culpa, claro, no podía ser del Gran Estratega!) Fue una riada pequeña, de medio centenar de generales que estuvieron presos en las cárceles moscovitas durante el verano de 1941 y que fueron trasladados por etapas en octubre. Entre los generales predominaban los de aviación: el jefe de las Fuerzas Aéreas Smushkévich, el general E.S. Ptujin (decía: «De haberlo sabido, ¡primero suelto las bombas sobre el Padre Querido y luego a prisión!») y otros.
La victoria en los accesos a Moscú generó una nueva riada: la de los moscovitas culpables. Ahora, visto con más calma, resultaba que los moscovitas que no huyeron ni evacuaron, sino que permanecieron intrépidamente en la capital amenazada y abandonada por sus dirigentes, caían bajo sospecha por este mismo motivo: o lo habían hecho para socavar el prestigio de las autoridades (58-10), o en espera de los alemanes (58-1-a a través del Artículo 19. En Moscú y Leningrado esta riada estuvo dando de comer a los jueces de instrucción hasta 1945).
Como es natural, el Artículo 58-10, los ASA, siguió aplicándose sin interrupción y pesó sobre la retaguardia y el frente durante toda la guerra. Se aplicaba a los evacuados por contar los horrores de la retirada (los periódicos, habían dejado bien claro que ésta se llevaba a cabo de forma programada). Se aplicaba en la retaguardia a los calumniadores por decir que el racionamiento era escaso. Se aplicaba en el frente a los calumniadores por decir que los alemanes tenían buenas armas. En 1942 se aplicó por todas partes a los difamadores por afirmar que en el Leningrado bloqueado la gente se moría de hambre.
Aquel mismo año, después de los descalabros de Kerch (ciento veinte mil prisioneros) y de Jarkov (aún más), en el curso de la gran retirada del sur hacia el Cáucaso y el Volga se bombeó otra muy importante riada de oficiales y soldados que no estaban dispuestos a resistir hasta la muerte y retrocedían sin permiso: aquellos mismos a los que en palabras del inmortal decreto de Stalin n° 227 (julio de 1942) «la Patria no podría perdonar su vergüenza». De todas formas, esta riada no llegó al Gulag: manipulada de manera apresurada por los tribunales de división fue enviada íntegramente a los batallones de castigo y se diluyó sin dejar rastro en la arena roja de las trincheras. Sirvieron de argamasa para los cimientos de la victoria en Stalingrado, mas no entraron en la historia general de Rusia, sino que fueron relegados a la historia particular del alcantarillado.
(Por lo demás, aquí sólo intentamos seguir las riadas que desembocaron en el Gulag desde fuera. El incesante bombeo interno que se produjo en el Gulag, de un depósito a otro, las denominadas condenas de campo,que arreciaron sobre todo en los años de la guerra, no se van a tratar en este capítulo.)
No sería honesto no mencionar también las contrarriadas de la época bélica: los ya mencionados checos, los polacos y los presos comunes puestos en libertad para enviarlos al frente.
A partir de 1943, cuando la guerra cambió a nuestro favor, empezó —y se fue intensificando año a año hasta 1946— una riada multimillonaría procedente de los territorios ocupados y de Europa. Sus dos partes principales fueron:
—los civiles que habían estado bajo dominio alemán o
en Alemania (les echaban diez años con la letra «a»: 58-1-a);
—los militares que habían caído prisioneros (les echaban diez años con la letra «b»: 58-1-b).
Pese a todo, todo ciudadano que estuvo bajo ocupación alemana quería vivir, por tanto no se quedaba de brazos cruzados y, en teoría, por ello podía estarse ganando, junto con el sustento diario, un futuro cuerpo del delito: si no traición a la patria, cuando menos colaboracionismo con el enemigo. Sin embargo, en la práctica bastaba señalar en la serie del pasaporte que esa persona había permanecido en territorio ocupado, porque arrestarlos a todos habría sido económicamente una insensatez, ya que habrían quedado deshabitados grandes espacios. Para despertar la conciencia general era suficiente con encarcelar sólo a un determinado porcentaje: los culpables, los medio culpables, los culpables en un cuarto y aquellos que habían comido del mismo plato que los alemanes.
De todos modos, tan sólo con el uno por ciento de un solo millón tenemos ya una docena de campos rebosantes.
Tampoco debe pensarse que una participación honrada en las organizaciones clandestinas antialemanas pudiera garantizarle a uno que no iba a caer en esa riada. Hubo más de un caso como el del komsomol de Kiev al que la resistencia envió como informador a trabajar en la policía de dicha ciudad. El muchacho informó por honestidad de todo a los komsomoles, pero al llegar los nuestros lo condenaron a diez años, pues dijeron que al servir en la policía tenía que haber adquirido un ánimo hostil y cumplir las órdenes del enemigo.
Más dura y amarga era la condena para quienes habían estado en Europa, aunque fuera en calidad de Ostarbeiter,pues habían visto un trocito de vida europea y podían hablar de él, y estos relatos, siempre desagradables para nosotros (excepto, como es natural, cuando se trata de las notas de viaje de los escritores concienciados), lo eran mucho más en los años de posguerra, años de ruina y desorden. Y no todo el que volvía sabía contar que en Europa todo andaba mal y que ahí no se podía vivir.
Por este motivo, y no simplemente por haber caído en manos del enemigo, condenaron a la mayoría de nuestros prisioneros de guerra, sobre todo a los que habían visto en Occidente un poquito más que los campos alemanes de la muerte.
Pasaría algún tiempo hasta que esto fuera evidente. En 1943 había todavía alguna riada suelta, distinta de las demás, como la de los «africanos», como se les llamó durante mucho tiempo en los campos de construcción de Vorkutá. Eran prisioneros de guerra rusos capturados por los norteamericanos en África con el ejército de Rommel, (los «hiwi»), y que en 1948 repatriaron en camiones Studebacker a través de Egipto, Irak e Irán. En una desierta bahía del mar Caspio los instalaron inmediatamente tras alambres de espino, les arrancaron los distintivos militares y los aligeraron de los objetos que les habían regalado los norteamericanos (a beneficio naturalmente de los miembros de la Seguridad del Estado y no del propio Estado). Luego los enviaron a Vorkutá, a la espera de una disposición especial sobre ellos, y por falta de experiencia no les comunicaron ni el número de años ni su artículo penal. Estos «africanos» vivían en Vorkutá en condiciones intermedias: no estaban vigilados, pero no podían dar un paso por Vorkutá sin pases especiales (los cuales no se les daba); les pagaban un salario como a los contratados, pero disponían de ellos como sí fueran presidiarios. Y la disposición especial sobre ellos no llegó... Se habían olvidado de ellos...