A fin de cuentas, la nuestra es una economía autártica, todos los islotes son nuestros y los rusos no se arredran ante las grandes distancias.
Lo mismo podía ocurrirles a presos aislados, ¡pobres diablos! Shendrik, un joven alegre y corpulento, cuya cara no daba muestras de grandes complicaciones, cumplía, por así decirlo, como un honesto trabajador en uno de los campos de Kúibyshev y no presentía la desgracia que se le venía encima. ¡Y vaya si se avalanzó sobre él! Llegó al campo una orden urgente, y no de cualquier fulano, sino del propio ministro del Interior (¿cómo podía conocer el ministro la existencia de Shendrik?): había que conducir inmediatamente a este tal Shendrik a la prisión n° 18 de Moscú. Así que lo atraparon, lo llevaron a la prisión de tránsito de Kúibyshev y lo enviaron a Moscú sin más dilación. Pero resultó que la prisión n° 18 no fue tal, sino la tan afamada Krásnaya Presnia, y ahí lo metieron con todos los demás de su partida. (De todos modos, al propio Shendrik ese número no le decía nada y nadie le había puesto en antecedentes.) Pero su desgracia aún no había dicho la última palabra: no habían pasado dos días cuando lo empaquetaronde nuevo en un convoy, esta vez al Pechora. La naturaleza que discurría ante la ventanilla era cada vez más rala y sombría. El joven empezó a sentir miedo: sabía que su orden de traslado la había dictado el ministro en persona y que, por tanto, si lo enviaban tan expeditivamente hacia el norte sería porque obraba en sus manos un estremecedor expedientecontra él. Por si fueran pocas las fatigas del viaje, a Shendrik le robaron durante el trayecto la ración de pan de tres días y, cuando llegó al Pechora, apenas podía tenerse sobre las piernas. La acogida no fue nada hospitalaria: lo enviaron de inmediato a trabajar sobre la nieve húmeda, sin darle tiempo a comer o instalarse. A los dos días, antes de que la camisa se le hubiera secado una sola vez, antes de que hubiera tenido tiempo de rellenarse el colchón con ramas de abeto, le ordenaron que entregara cuantos enseres pertenecieran a la administración, lo sacaron del campo y lo llevaron aún más lejos, a Vorkutá. Todo indicaba que el ministro se había propuesto acabar con Shendrik, bueno, no sólo con él, sino con toda su partida de traslado. Ya en Vorkutá, Shendrik pasó un mes entero sin que le molestaran. Iba a los trabajos comunes y aunque todavía no se había repuesto de tanto traslado, empezaba a resignarse a su destino en el ártico. Pero un día fueron a buscarlo repentinamente a la mina cuando aún no había anochecido, lo llevaron al campo a toda prisa para que entregara todos los efectos de la administración y, una hora después, ya lo estaban enviando hacia el Sur. ¡Esto ya olía a venganza personal! Lo llevaron a Moscú, a la prisión n° 18, donde lo tuvieron un mes encerrado en una celda. Pasado este tiempo lo llamó un teniente coronel y le preguntó: «¿Pero dónde se había metido usted? ¿Es cierto que es técnico de construcción de maquinaria?». Shedrik contestó que sí. Y entonces se lo llevaron... ¡a las islas paradisiacas! (¡Sí, hay unas islas en el Archipiélago que reciben este nombre!) [282]
Este fugaz ir y venir de la gente, estos destinos y estos relatos, embellecen sobremanera las prisiones de tránsito. Los que ya han pasado por los campos aconsejan al primerizo: ¡Tú dale al catre y no te compliques la vida! Aquí se come a garantía [283] 58 y no hay que partirse el espinazo. Y cuando no estamos estrechos, hasta puedes dormir a pierna suelta. Conque despedázate bien y échate entre una balanda y la siguiente. Comer, no se come, pero lo que es dormir.... Sólo el que ha conocido los trabajos comunes de un campo comprende que la prisión de tránsito es una casa de reposo, un alto feliz en nuestro camino. Y otra ventaja más: si duermes de día, el plazo de reclusión se te hace más corto. Es de día cuando hace falta matar el tiempo, de noche ni te enteras.
También es cierto que los amos de las prisiones de tránsito, recordando que el trabajo hace al hombre y que al criminal sólo se le corrige por el trabajo, utilizan a veces esta mano de obra, yacente y de paso, ya sea porque hay tareas suplementarias o porque se procuran brazos que refuercen sus ingresos por otros medios.
Antes de la guerra, en esta misma prisión de tránsito de Kotlás, el trabajo no era más suave que en los campos. En un día de invierno, seis o siete presos extenuados, enganchados con arreos a un remolque-trineo para tractor (!), debían arrastrarlo doce kilómetros por el Dvina hasta la desembocadura del Vychegda. Se encenagaban, caían en la nieve, se atoraba el trineo. ¡Al parecer, era imposible idear un trabajo más agotador! Pues resulta que no era en esto en lo que consistía el trabajo, sino que se trataba de un ejercicio para desentumecerse. Al llegar a la desembocadura del Vychegda debían cargar en el remolque diez metros cúbicos de leña, y arrastrar el trineo hasta la prisión —¡hogar, dulce hogar!— con el mismo tiro, ni un solo hombre más. (Repin se nos fue y a los nuevos pintores ya no les parece éste un tema pictórico, sería un burdo apunte del natural.) ¡Así que no me hablen de los campos! Antes de llegar a los campos ya habremos estirado la pata. (En estos trabajos hacía de jefe de cuadrilla Kolupayev; y de remonta de caballos, el ingeniero eléctrico Dmitriev, el teniente coronel de intendencia Beliá-yev, nuestro antiguo conocido Vasili Vlásov y otros más que ya no es posible recordar.)
Durante la guerra, en la prisión de tránsito de Arzamás agasajaban a los presos con hojas de remolacha, pero a cambio de ello, el trabajo había tomado carta permanente. Había talleres de costura y de abatanado para la fabricación de botas (trataban la lana en una mezcla de agua caliente y ácidos).
En el verano de 1945, en Krásnaya Presnia nos ofrecíamos voluntarios para el trabajo con tal de salir de aquellas celdas sofocantes y enrarecidas; por gozar del derecho a respirar aire puro el día entero; por poder sentarnos sin prisas ni impedimentos en la plácida cabaña de tablas que servía de retrete (¡vean qué estímulo más eficaz y sin embargo qué pocas veces lo tienen en cuenta!) recalentado por el sol de agosto (eran los días de Potsdam y de Hiroshima), [284]atento al pacífico zumbido de una abeja solitaria; por fin, por el derecho a recibir cien gramos más de pan al acabar la jornada. Nos conducían hasta un muelle en el río Moskva donde se descargaba madera. Debíamos coger los troncos de una pila, arrastrarlos hasta otra y amontonarlos de nuevo. El jornal no compensaba en modo alguno las fuerzas que gastábamos, y sin embargo disfrutábamos con ello.
A menudo hay recuerdos de mis años jóvenes que me hacen enrojecer (años que pasaron en el Gulag). Pero siempre podemos aprender de nuestro pesar. Habían bastado dos años de mimar y mecer sobre mis hombros los galones de oficial para que mi huero costillar se llenara de un ponzoñoso polvo dorado. En aquel muelle de carga fluvial —también un pequeño campo penitenciario, con su zona cercada y sus torres alrededor—, nosotros éramos forasteros de paso, obreros temporeros, y no había conversación ni rumor alguno que pudiera hacernos pensar que fuéramos a permanecer en aquel campo a cumplir condena. No obstante, cuando nos formaron por primera vez y el capataz recorrió la fila buscando con la mirada a los que iban a ser —provisionalmente— jefes de cuadrilla, mi nimio corazón batía como si quisiera saltárseme de aquella camiseta militar de lanilla: ¡A mí! ¡A mí! ¡Escógeme a mí!
No me escogieron. ¿Pero por qué lo deseaba? En realidad, no me habría servido más que para acumular nuevos errores vergonzosos.