Es posible que tuviera las ideas confusas o que ya no albergara esa primera intención de ir a una embajada, pero en todo caso, su maña y su fuerza no habían menguado un ápice. En silencio, para no alertar al policía de la puerta dio un rodeo por el callejón y saltó por el muro liso, el doble de alto que él. En el patio de la embajada todo resultó más fácil: nadie lo vio, nadie le dio el alto. Iván entró en el edificio, atravesó una habitación, luego otra, y llegó hasta una mesa servida. Aunque en ella había de todo, lo que más le llamó la atención fueron las peras, que ya echaba de menos, y se llenó con ellas los bolsillos de los pantalones y de la guerrera. Entonces entraron a cenar los dueños de la casa. «¡Eh, franceses!», los acometió Koverchenko, a gritos. Le vino a la cabeza que Francia no había hecho nada bueno en los últimos cien años. «¿Por qué no hacéis una revolución? ¿O es que os habéis propuesto darle el poder a De Gaulle? ¡Como si en el Kubán no tuviéramos nada mejor que aprovisionaros de trigo! ¡Pues os equivocáis de medio a medio!» «¿Pero quién es usted? ¿De dónde ha salido?», le preguntaron estupefactos los franceses. Adoptando inmediatamente el tono adecuado, a Koverchenko se le ocurrió decir: «Soy un comandante del MGB». Los franceses se alarmaron: «Aun así, usted no debería irrumpir aquí. ¿Qué asunto le trae?». «Me c... en tus muertos», respondió Koverchenko, ya sin ambages, con toda su alma. Y todavía estuvo haciéndose el gallito un rato ante ellos, pero observó que en la estancia contigua ya había alguien al teléfono dando parte sobre él. Aún tuvo sangre fría para emprender la retirada, ¡pero entonces empezaron a caerle peras de los bolsillos! —y salió dejando tras de sí unas carcajadas humillantes...
De hecho, aún le quedaron fuerzas no sólo para irse de rositas de la embajada, sino para seguir haciendo de las suyas. A la mañana siguiente despertó en la estación de Kiev [266](¡Y no me diga usted que no se dirigía a la Ucrania occidental!), donde no tardaron en echarle el guante.
Durante la instrucción del sumario estuvo atizándole Aba-kúmov en persona y las cicatrices de la espalda se le hincharon hasta alcanzar el grueso de una mano. Las palizas del ministro no eran porlo de las peras, como es natural, ni tampoco por el justo reproche lanzado a los franceses, sino para que cantara quién le había reclutado y cuándo. Y le cayeron veinticinco años.
Muchos eran los relatos como éste, pero igual que todos los vagones, el de los presos enmudece al llegar la noche. Hasta la mañana no habrá ni pescado, ni agua, ni retrete. Y entonces, como si fuera cualquier otro vagón común y corriente, todo lo invade el ruido monótono de las ruedas, pero el silencio no se ve perturbado lo más mínimo. Y entonces, siempre que el soldado ya no esté en el pasillo, es cuando desde el tercer compartimiento, masculino, se puede conversar en voz baja con las mujeres del cuarto.
En prisión, las conversaciones con una mujer son algo muy especial. Hay en ellas un no sé qué noble, aunque no se hable más que de artículos del Código y de condenas.
Una de estas conversaciones duró toda la noche, y he aquí en qué circunstancias. Fue en julio de 1950. El compartimiento de las mujeres iba casi vacío, lo ocupaba una sola muchacha joven, hija de un médico moscovita, condenada por el 58-10. En cambio, en los compartimientos masculinos había un gran revuelo: la escolta había metido a los presos de tres compartimientos en sólo dos (y más vale no preguntarse cuántos se apelotonaban allí). Acto seguido metieron en el compartimiento desalojado a un criminal que no tenía aspecto de preso. Para empezar, no iba rapado: sus rubios y claros cabellos ondulados con auténticos rizos se ensortijaban desafiantes sobre una cabeza grande, de buena casta. Era joven y tenía buena percha, llevaba un traje inglés de corte militar. Lo habían conducido por el pasillo con un aire de respeto (y es que la escolta estaba intimidada por las instrucciones contenidas en el sobre que le acompañaba). La joven había tenido tiempo de observar todo esto. Pero en cambio, él a ella ni la había visto. (¡Y cómo lo lamentaría después!)
Por el ruido y el trajín, la muchacha comprendió que estaban desocupando para él el compartimiento de al lado. Estaba claro que debía permanecer incomunicado, lo cual acrecentó su deseo de dirigirle la palabra. En un vagón-zak no es posible que los presos de un compartimiento vean a los del resto, pero sí que se oigan cuando hay silencio. Avanzada la noche, cuando empezaron a amortiguarse los ruidos, la muchacha se sentó en el extremo de su banco, cabe la reja y le llamó con voz queda. (O puede que empezara a cantar con un hilo de voz. Ambas cosas le hubieran valido un castigo, pero la guardia se había recogido ya y en el pasillo no quedaba nadie.) El desconocido oyó su susurro y, siguiendo sus instrucciones, se sentó del mismo modo. Estaban ahora espalda contra espalda, recostados contra el mismo tabique de tres centímetros, murmurando a través de la reja, haciendo llegar su voz alrededor del tabique. Sus cabezas y sus labios estaban tan cerca como si se besaran, y sin embargo no podían tocarse ni verse siquiera.
Erik Arvid Andersen comprendía ya el ruso muy aceptablemente, y aunque hablaba con muchas incorrecciones, a fin de cuentas se hacía entender. Le contó a la muchacha su sorprendente historia (que nosotros conoceremos en la prisión de tránsito) y ella a él la suya, la sencilla historia de una estudiante de Moscú condenada por el 58-10. Arvid estaba fascinado. Le preguntó sobre la juventud soviética, sobre la vida en la URSS y oyó una visión muy distinta de todo cuanto antes había leído en los periódicos izquierdistas occidentales o visto durante su visita oficial a nuestro país.
Toda la noche estuvieron hablando. Y aquella madrugada todo habría de fundirse para Arvid en un sólo recuerdo: el insólito vagón de presos en un país extranjero; el traqueteo nocturno del tren, como una armonía que siempre encuentra eco en nuestro corazón; la voz melódica, el susurro, el aliento de una muchacha junto a su oído: [junto a su oreja, y no podía siquiera mirarla! (Y llevaba año y medio sin oír una voz femenina.)
Y unido a esa invisible (y seguramente, naturalmente, necesariamente) hermosa muchacha, por primera vez penetró en la verdadera Rusia, que con su propia voz estaba contándole la verdad durante aquella larga noche. También así es posible descubrir un país... (Al alba habría de ver por la ventanilla los oscuros techos de paja mientras le llegaba, triste, el murmullo de su oculto guía.)
Pues todo esto es Rusia: vagones con presos que ya no protestan; una muchacha tras el tabique, en el compartimiento de un stalin; la escolta que se ha acostado ya; peras que caen de los bolsillos, bombas sepultadas y un caballo galopando hasta un primer piso.
* * *
—¡Son gendarmes! ¡Son gendarmes! —exclamaban alegres los presos. Su alborozo se debía a que en adelante iban a ser conducidos por solícitos gendarmes en lugar de soldados.
Una vez más se me han olvidado las comillas. Esto lo cuenta el propio Korolenko. [267] 52Porque a nosotros, la verdad, los de azul no nos causaban ninguna alegría, a menos que uno tuviera la mala fortuna de quedar atrapado en «el péndulo», porque entonces sí se alegraba uno de ver a quien fuera.
Para el común de los viajeros lo difícil es subirse al tren en una pequeña estación de paso y poder ocupar un asiento, pero, en cambio, apearse resulta lo más sencillo del mundo: uno echa sus bártulos al andén y salta. Para el preso es bien distinto. Si la policía o la guardia de la prisión del lugar no vienen a buscarlo o llegan un par de minutos tarde, ¡tut-tut!, el tren reemprende la marcha y se lleva al pobre diablo hasta la siguiente prisión de tránsito. Y menos mal si es ahí donde te llevan, porque de nuevo tendrás comida. Y es que a veces, te toca seguir en el vagón hasta final de trayecto, te tienen dieciocho horas a ti solo en el compartimiento vacío y luego te mandan de vuelta con un nuevo grupo de presos. Y entonces puede ser que otra vez no se presenten a buscarte, y de nuevo te encerrarán esperando en una vía muerta, ¡y todo este tiempo no te darán de comer! Porque tu ración estaba asignada hasta el transbordo previsto y de hecho tú ya cuentas como si comieras en Tulún. ¿Qué culpa van a tener en contabilidad si a los de la prisión se les ha olvidado venir por ti? Y la escolta no tiene por qué alimentarte de su propio pan. Y así pueden zarandearte hasta seis veces (¡como que no ha habido casos!): Irkutsk-Krasnoyarsk, Kras-noyarsk-Irkutsk, Irkutsk-Krasnoyarsk. De modo que cuando llegas de nuevo a Tulún y ves en el andén un ros azul celeste, hasta querrás echarte en sus brazos: ¡Gracias, amigo, gracias por sacarme de aquí!