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En los años veinte, en los izoliatorspolíticos (o chiqueros políticos,como los llamaban los presos) la comida aún era decente; al mediodía siempre daban carne, la verdura cocida era fresca y en el economato hasta se podía comprar leche. La alimentación empeoró drásticamente en 1931-1933, pero es que fuera de la cárcel tampoco se comía mejor. En esa época, en los chiqueros el escorbuto y los desvanecimientos por hambre no eran nada raro. Después volvió a haber comida, pero ya nunca fue como antes. En 1947 en la TON de Vladímir, I. Kornéyev recuerda haber pasado hambre cada día: 450 gramos de pan, dos terrones de azúcar y dos platos calientes de un caldo de poco alimento; lo único que servían «a discreción» era el agua hirviendo (de nuevo habrá quien objete diciendo que éste fue un año fuera de lo común, porque también pasaba hambre todo el país y que precisamente por eso ese año se permitió de forma magnánima que los de fuera alimentaran a los de dentro, pues no hubo limitaciones a la recepción de paquetes). La luz en las celdas siempre estuvo racionada, tanto en los años treinta como en los cuarenta. Gracias a los bozales y a los cristales esmerilados reforzados con rejilla metálica las celdas estaban en una penumbra constante (la oscuridad es un factor importante para inducir la depresión). Y por si fuera poco, a menudo ponían encima de los bozales una tela metálica, que en invierno se cubría de nieve y cerraba del todo el paso a la luz. La lectura se convertía en un suplicio y estropeaba la vista. En la TON de Vladímir, esta falta de luz se compensaba por las noches: dejaban encendida una potente bombilla que impedía dormir. En cambio, en la prisión de Dmitrovsk (N.A. Kózyrev), en 1938, a partir de la tarde había por toda luz un candil en un estante a ras de techo que consumía el escaso aire; en 1939 aparecerían las bombillas a medio voltaje que desprendían una luz rojiza. El aire también estaba racionado: los ventanucos de ventilación, cerrados con candado, se abrían tan sólo cuando los presos salían a la letrina, según recuerdan quienes estuvieron en las prisiones de Dmitrovsk y Yaroslavl (cuenta E. Guinzburg que el pan repartido por la mañana se había enmohecido ya a la hora del almuerzo, que las mantas se humedecían y las paredes se cubrían de verdín). En Vladímir, por el contrario, no había en 1948 restricción de aire: el cuarterón de la ventana estaba abierto día y noche. El paseo, en diferentes prisiones y en diferentes años, oscilaba entre los quince y los cuarenta y cinco minutos. Se había suprimido todo contacto con la tierra: como en Schlisselburg o en Solovki, no había planta que no hubiera sido cortada, pisoteada o cubierta con cemento o asfalto. Incluso se prohibió levantar la cabeza hacia el cielo durante los paseos: «¡La vista en los pies!», recuerdan Kózyrev y Adámova (prisión de Kazan). Las entrevistas con los parientes quedaron prohibidas en 1937 y ya no volvieron a autorizarse. Las cartas: se podían enviar o recibir dos al mes y sólo si se trataba de parientes próximos. Esto fue así la mayoría de años (pero en Kazan, las cartas recibidas, una vez leídas, había que entregarlas a las veinticuatro horas a los celadores). El economato se podía visitar también dos veces al mes y gastar en él el poco dinero que autorizaban a recibir. El mobiliario también era una parte nada desdeñable del régimen penitenciario. Adámova describe muy emotivamente su alegría cuando retiraron los catres y las sillas atornilladas al suelo, y descubrió, de vuelta en la celda (en Súz-dal), una modesta cama con jergón de heno y una sencilla mesa, ambas de madera. En la TON de Vladímir, I. Kornéyev pasó por dos regímenes diferentes: en 1947-1948 se podían conservar en la celda los objetos personales, era posible acostarse de día y el vertujáino estaba a cada momento con el ojo en la mirilla; pero en 1949-1953 la celda tenía dos cerraduras (la del vertujáiy la del oficial de guardia), estaba prohibido tenderse y hablar en voz alta (¡en la prisión de Kazan, sólo se podía susurrar!), había que entregar todos los objetos personales y era obligatorio llevar un uniforme a rayas confeccionado con tela de colchón; cartas, sólo dos veces al año, en las fechas fijadas por el alcaide sin previo aviso (si se dejaba pasar ese día ya no había posibilidad de escribir) y sólo podía llenarse una hojita que hacía la mitad de un papel de carta normal; se hicieron frecuentes los registros , incursiones violentas, durante las cuales había que enseñarlo todo y quedarse completamente desnudo. La comunicación entre celdas estaba tan vigilada que después de cada turno de letrinas los carceleros inspeccionaban el retrete iluminando cada agujero con una lámpara portátil. Por una inscripción en la pared metían a toda la celda en el calabozo, el azote de las Prisiones de Régimen Especial. Se podía ir a parar al calabozo por una tos («si quiere toser, échese una manta sobre la cabeza!»), por deambular por la celda (que se consideraba «alborotar», como ocurrió con Kózyrev), por el ruido que hacía el calzado (en Kazan a las mujeres les habían dado zapatos de hombre del n° 44). Guinsburg deduce acertadamente que no se condenaba al calabozo por las faltas cometidas, sino ateniéndose a un programa: uno tras otro, todos debían pasar por él, para saber lo que era. La normativa incluía además un punto de gran flexibilidad: «En caso de indisciplina en el calabozo, el alcaide se reserva el derecho de prolongar la estancia hasta veinte días». ¿Y qué se entendía por «indisciplina»? Veamos lo que le sucedió a Kózyrev (en todas las fuentes la descripción de los calabozos y muchos otros detalles coinciden hasta tal punto que el régimen penitenciario deja traslucir un único cuño de fábrica). Pues bien, por pasear por la celda le habían echado cinco días de calabozo. Era otoño, en esa ala no había calefacción y hacía mucho frío. Lo habían dejado en paños menores y descalzo. El suelo era de tierra batida, polvorienta (pero a veces era de barro húmedo, y en la prisión de Kazan incluso estaba encharcado). Kózyrev disponía de una banqueta (pero Guinsburg no). Al principio Kózyrev estaba convencido de que se moriría de frío. Pero poco a poco empezó a sentir un misterioso calor interno y ésa fue su salvación. Aprendió a dormir sentado en la banqueta. Tres veces al día le traían una jarrita de agua hirviendo que se le subía a la cabeza. Un día encontró en su ración de trescientos gramos de pan un terrón de azúcar que el celador de guardia le había puesto a escondidas. Kózyrev llevaba la cuenta del tiempo por las raciones que le iban entrando y por la luz de una minúscula ventana que daba al dédalo de pasillos. Los cinco días habían pasado, pero no lo soltaban. Se le había aguzado el oído y advirtió unos cuchicheos en el pasillo: hablaban de seis días o quizá decían algo de un sexto día. Era una provocación: esperaban que protestara, que dijera que los cinco días ya habían terminado, que ya era hora de que lo sacaran de allí, y entonces, por indisciplina, prolongarle el castigo. Pero aguantó un día más, sumiso y en silencio, y entonces lo sacaron como si nada hubiera ocurrido. (¿Sería que el director de la cárcel, también por turno, ponía a prueba la docilidad de los presos? Porque si te mandan al calabozo es que todavía no te has doblegado.) Después del calabozo, la celda le parecía un palacio. Kózyrev estuvo durante medio año sordo y le salieron abscesos en la garganta. Uno de sus compañeros de celda perdió el juicio después de repetidas estancias en el calabozo, y Kózyrev estuvo más de un año encerrado con él. (Nadezhda Súrovtseva recuerda muchos casos de locura en los izoliatorpolíticos. Ella sola enumera tantos como Novorrusski en su crónica de Schlis-selburg, que cubre veinte años.)

¿No tiene el lector la impresión de que gradualmente hemos llegado a la punta de la segunda asta, quizá más larga y afilada que la primera?

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