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Rappoport inició otra huelga de hambre, esta vez en la prisión de tránsito de Kotlás, pero ésta tuvo un carácter más bien cómico. Anunció que exigía una nueva instrucción sumarial y que se negaba al traslado. Al tercer día fueron a buscarlo: «¡Prepárese para partir!», «¡No tienen derecho», les respondió, «estoy en huelga de hambre!» Entonces, cuatro bravos mozos lo levantaron, lo llevaron en volandas y lo arrojaron al baño. Después del baño se lo llevaron, también en brazos, al puesto de guardia. No hubo nada que hacer, Rappoport se puso de pie y se incorporó a la columna de presos: téngase en cuenta que ya tenía los perros y las bayonetas a la espalda.

Así triunfó la Prisión de Nuevo Modelo sobre la burguesa huelga de hambre.

Ni siquiera los fuertes tenían forma de resistirse a la máquina penitenciaria, quizá sólo el suicidio. ¿Pero acaso es resistencia el suicidio? ¿No será sumisión?

La socialista revolucionaria Y. considera que los trotskistas y los comunistas que les siguieron en la cárcel desprestigiaron gravemente la huelga de hambre como medio de lucha, pues recurrían a ella con excesiva ligereza, y con la misma facilidad la abandonaban. Cuenta Olitskaya que incluso I.N. Smirnov, su dirigente, después de una huelga de hambre de cuatro días, antes del proceso de Moscú, claudicó enseguida y rompió el ayuno. Dicen que los trotskistas hasta 1936 rechazaban por principio toda huelga de hambre contra el régimen soviético,y que nunca brindaron apoyo a los eseristas ni a los socialde-mócratas que las declaraban.

En cambio, siempre solicitaron el apoyo de los SR y SD. En 1936, durante un traslado de presos de Karagandá a Kolymá, tacharon de «traidores y provocadores» a los que se negaron a firmar un telegrama que habían escrito a Kalinin en protesta «por el destierro de la vanguardia de la Revolución(o sea, los trotskistas) a Kolymá». (Relato de Makotinski.)

Que juzgue la Historia hasta qué punto estaba justificado este reproche. Sin embargo, nadie pagó un precio más alto por las huelgas de hambre que los trotskistas (en la tercera parte tendremos ocasión de hablar de las huelgas de hambre y las protestas que protagonizaron en los campos).

Lo de declarar y abandonar las huelgas de hambre tan a la ligera probablemente fuera propio de unos caracteres impulsivos, que manifiestan sus sentimientos con demasiada precipitación. Tales personalidades se habían dado también entre los viejos revolucionarios rusos, y lo mismo ocurría en Italia y en Francia. Sin embargo, en ningún otro lugar —ni en la Rusia de antes de la Revolución, ni en Italia, ni en Francia— se consiguió que los presos le perdieran el gusto a las huelgas de hambre de forma tan drástica como aquí, en la Unión Soviética. Con toda seguridad, en los segundos veinticinco años de nuestro siglo los presos mantenían las huelgas de hambre con el mismo sacrificio físico y firmeza de ánimo que en el primer cuarto de siglo. ¡Pero es que en nuestro país ya no había opinión pública! Por esto se consolidó la Prisión de Nuevo Modelo, por eso en lugar de victorias fáciles, los presos sufrieron derrotas a un alto precio.

Pasaron las décadas y el tiempo puso las cosas en su sitio. La huelga de hambre pasó de entenderse como el primer y más natural derecho en una prisión a ser vista por los reclusos como algo ajeno e incomprensible, de manera que cada vez fueron menos los dispuestos a declararla. Por su parte, los funcionarios de prisiones empezaron a ver en ella una muestra de estupidez o infracción grave.

En 1960, cuando el delincuente común Guennadi Smelov mantenía una larga huelga de hambre en una prisión de Le-ningrado, entró en su celda el fiscal (quizás es que estuviera haciendo una ronda por las celdas) y le preguntó:

—¿Por qué se martiriza usted a sí mismo?

Smelov respondió:

—¡Aprecio más la verdad que la vida!

Tanto impresionó al fiscal esta frase y su incoherencia que al día siguiente trasladaron a Smelov al Hospital Especial de Le-ningrado para presos (léase manicomio), donde un doctor le anunció:

—Sospecho que pueda padecer usted esquizofrenia.

* * *

A principios de 1937, siguiendo las vueltas del asta llegamos al punto en que ésta empieza a afinarse y encontramos las antiguas casas centrales, que hoy reciben el nombre de izoliator esperíal.Con ellos quedaba eliminado todo vestigio de indulgencia, los últimos restos de aire y de luz. La huelga de hambre de los socialistas, cansados y diezmados, a principios de 1937 en el izoliatordisciplinario de Yaroslavl, fue un último y desesperado intento.

Continuaban exigiendo lo mismo que antes: la elección de un síndico y el libre tránsito entre las celdas; sí, lo exigían, pero lo más seguro es que ni ellos mismos esperaran conseguirlo. Tras quince días en huelga de hambre, que concluyeron con alimentación por tubo, consiguieron al parecer salvar una parte de su régimen penitenciario: el paseo de una hora, la lectura del periódico regional y cuadernos para notas. Esto sí lo consiguieron, pero acto seguido los despojaron de sus objetos personales y les arrojaron al interior de la celda el uniforme reglamentario, como en cualquier otro izoliatorespecial. Y poco tiempo después les recortaron media hora del paseo. Y más tarde, otro recorte hasta dejarlo en quince minutos.

Eran los mismos hombres que habían pasado ya por una serie de cárceles y destierros como naipes del Gran Solitario. Los había que no sabían lo que era una vida normal desde hacía diez o hasta quince años y que sólo conocían el parco rancho penitenciario y las huelgas de hambre. Aún vivían algunos que antes de la Revolución habían vencido más de una vez a los funcionarios penitenciarios. Sin embargo, en aquella época el tiempo había sido su aliado y luchaban contra un enemigo cada vez más débil. Ahora, en cambio, tenían el tiempo en su contra, aliado esta vez con un enemigo que se iba fortaleciendo. Los había también jóvenes, que se consideraban socialistas revolucionarios, socialdemócratas o anarquistas aun después de que esas formaciones políticas hubieran sido disueltas y hubieran dejado de existir. Eran nuevos afiliados sin más perspectiva que la cárcel.

Alrededor de toda esta lucha —cada año más desesperada— de los socialistas en las prisiones, el aislamiento fue intensificándose hasta crear un vacío. Ya no era como en tiempos del zar, cuando bastaba abrir las puertas de la cárcel para que la sociedad les echara flores. Ahora, cada vez que abrían un periódico veían que se les estaba cubriendo de oprobio, incluso de sucias calumnias (pues los socialistas le parecían a Stalin, precisamente, los más peligrosos enemigos de su socialismo), y que el pueblo callaba. ¿Qué podía pues hacerles pensar que el pueblo simpatizara con los presos? Más adelante dejaron incluso de publicarse esos baldones en los periódicos: hasta tal punto eran ya inofensivos e insignificantes, incluso inexistentes, los socialistas rusos. Fuera de la cárcel sólo se les recordaba como algo pasado y remoto. La juventud ni siquiera podía imaginar que en alguna parte quedaran eseristas o mencheviques de carne y hueso. En la serie de destierros de Chim-kent y de Cherdyn, metidos en un izoliatoren Verjne-Uralsk o Vladímir, dentro de un oscuro calabozo incomunicado, ahora ya con bozales en las ventanas, ¿cómo no iba a azorarles la idea de que quizá los líderes y sus idearios se hubieran equivocado, de que tal vez hubieran existido errores en sus tácticas o acciones? Y toda su actividad pasada empezaba a antojárseles una rotunda pérdida de tiempo. Y toda su vida, en la que no había habido más que sufrimiento, una fatal equivocación.

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