Es fácil burlarse de los errores de Conmal. Tienen debilidades ingenuas de un gran pionero. Vivió demasiado en su biblioteca, no lo bastante entre chicos y jóvenes. Los escritores deben ver el mundo, recoger sus hijos y melocotones, y no pasarse todo el tiempo meditando en una torre de amarillo marfil -que fue también, en cierto modo, el error de John Shade.
No debemos olvidar que cuando Conmal comen2Ó su extraordinaria tarea, no se encontraba ningún autor inglés en zemblano, salvo Jane de Faun, una novelista en diez volúmenes, cuyas obras, cosa bastante extraña, son desconocidas en Inglaterra, y algunos fragmentos de Byron traducidos de versiones francesas.
Hombre grande, pesado, sin otra pasión salvo la poesía, rara vez se apartaba de su caldeado castillo y de sus cincuenta mil volúmenes blasonados, y se sabía que había pasado dos años en cama leyendo y escribiendo después de lo cual, muy descansado, se dirigió por primera y única vez a Londres, pero el tiempo estaba brumoso y él no podía entender la lengua, y entonces volvió a meterse en la cama un año más.
Como el inglés era la prerrogativa de Conmal, su Shakespeare permaneció invulnerable durante la mayor parte de su larga vida. El venerable Duque era famoso por la nobleza de su obra; pocos se atrevían a discutir su fidelidad. Personalmente, nunca tuve el coraje de verificarla. Un académico insensible que lo hizo, perdió como resultado su sitio y fue severamente amonestado por Conmal en un soneto extraordinario, compuesto directamente en un inglés lleno de color pero no muy correcto, que empieza:
¡No soy esclavo! Que mi crítico lo sea.
Yo no puedo. Y Shakespeare no lo querría.
Que los estudiantes de dibujo copien la hoja de acanto,
¡yo trabajo con el Maestro en el arquitrabe!
Verso 991: el herrón
Ni Shade ni yo habíamos sido jamás capaces de descubrir de dónde venían exactamente esos ruidos metálicos, cuál de las cinco familias que vivían del otro lado del camino en las laderas inferiores de nuestra boscosa colina jugaba al herrón una noche de cada dos; pero esos mortificantes retintines añadían una nota agradablemente melancólica a las otras sonoridades vespertinas de Bulwich Hill: niños que se llamaban unos a otros, niños que eran llamados desde las casas, y el ladrido extasiado del boxer detestado por la mayoría de los vecinos (derribaba los depósitos de basura) saludando la llegada de su amo.
Esta mezcla de melodías metálicas era lo que me rodeaba aquella tarde fatal, demasiado luminosa, del 21 de julio, cuando, al volver a casa en mi poderoso coche, iba en seguida a ver qué estaba haciendo mi querido vecino. Acababa de encontrar a Sybil que iba a toda velocidad en dirección de la ciudad, dándome así ciertas esperanzas para la noche. ¡Me parecía mucho, lo concedo, a un enjuto y prudente enamorado que aprovecha que un joven marido se ha quedado solo en casa!
A través de los árboles distinguí la camisa blanca y el pelo gris de Shade: estaba sentado en su Nido (así lo llamaba), la galería o veranda tipo glorieta que he mencionado en mi nota a los versos 47-48. No pude dejar de acercarme un poco más, oh, discretamente, casi en puntas de pie; pero entonces observé que más bien que trabajar descansaba, y caminé abiertamente hasta el pórtico o la pértiga. Tenía el codo sobre la mesa, la sien apoyada en el puño, todas las arrugas al sesgo, los ojos húmedos y nublados; parecía una vieja bruja achispada. Alzó la mano libre para saludarme, sin cambiar de postura que, si bien me era no poco familiar, esta vez me sorprendió por parecerme más desamparada que pensativa.
- ¿La musa -dije- ha sido buena con usted?
- Muy buena -respondió, inclinando ligeramente la cabeza apoyada en la mano-. Excepcionalmente buena y amable. En realidad tengo aquí (mostrándome un gran sobre panzón cerca de él, sobre el hule) prácticamente el producto entero. Algunos detalles sin importancia que arreglar y (golpeando súbitamente la mesa con el puño): ¡Diablos, acabé con él!
El sobre, abierto de un lado, desbordaba de fichas apiladas.
- ¿Dónde está la señora? -pregunté (la boca seca).
- Ayúdeme, Charley, a salir de aquí -me suplicó-. Se me ha dormido el pie. Sybil ha ido a una comida de su club.
- Una sugerencia -dije, temblando-. Tengo en casa dos litros de Tokay. Estoy dispuesto a compartir mi vino favorito con mi poeta favorito. Comeremos un puñado de nueces, un par de grandes tomates y algunas bananas. Y si consiente en mostrarme su "producto terminado", habrá otro regalo: le prometo revelarle por qué le he dado, o más bien quién le ha dado su tema.
- ¿Qué tema? -dijo Shade distraídamente, mientras se apoyaba en mi brazo y recobraba poco a poco el uso de su miembro dormido.
- Nuestra azul e inolvidable Zembla, y el steinmannde gorra roja y la lancha a motor en la gruta marina y…
- Ah -dijo Shade-, creo que he adivinado su secreto hace algún tiempo. Pero de todos modos probaré su vino con gusto. Ya está, puedo arreglarme solo ahora.
Yo sabía muy bien que no podía resistir nunca a una gota de esto o aquello, sobre todo porque estaba severamente racionado en su casa. Con un salto de exultación interna lo alivié del gran sobre que estorbaba sus movimientos para bajar los peldaños de la galería, de costado, como un niño vacilante. Cruzamos el jardín, cruzamos el camino. Clink-clank hacía la música de las herraduras en un Antro Misterioso. En el gran sobre que yo llevaba podía sentir los paquetes de fichas de ángulos duros, apretadas en elásticos. Estamos absurdamente acostumbrados al milagro de unos pocos signos escritos capaces de contener una imaginería inmortal, evoluciones del pensamiento, nuevos mundos con personas vivientes que hablan, lloran, se ríen. Aceptamos eso tan simplemente que en cierto sentido, por el hecho mismo de una aceptación automática y grosera, deshacemos la obra de los tiempos, la historia de la elaboración gradual de la descripción y la construcción poéticas, desde la época del arborícola hasta Browning, desde el troglodita hasta Keats. ¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer? Quisiera que se maravillasen no sólo de lo que leen, sino del milagro de que sea legible (esto es lo que yo solía decir a mis alumnos). Aunque soy capaz, gracias a un largo comercio con la magia azul, de imitar cualquier prosa del mundo (pero lo que es curioso, no el verso, soy un rimador lamentable), no me considero un verdadero artista, salvo en un punto: puedo hacer lo que sólo puede hacer un verdadero artista: precipitarme sobre la mariposa olvidada de la revelación, destetarme bruscamente del hábito de las cosas, ver la tela del mundo y la trama y la urdimbre de esa tela. Solemnemente yo sopesaba en la mano lo que había llevado bajo el brazo izquierdo y durante un momento me encontré enriquecido por un indescriptible asombro como si acabara de enterarme de que las luciérnagas hacían señales descifrables en beneficio de los espíritus extraviados, o de que un murciélago escribía un cuento de tortura legible en el cielo amoratado y marcado con un fierro al rojo.