Como no era ni marino ni un rey fugitivo, no tardó en perderse y después de recorrer en vano un laberinto de anaqueles, preguntó por la Colección Islandesa a una vieja bibliotecaria de aire severo que verificaba fichas en un fichero de acero, sobre un rellano. Sus instrucciones lentas y detalladas lo devolvieron rápidamente al mostrador principal.
- Por favor, no puedo encontrar -dijo meneando lentamente la cabeza.
- Así que no… -empezó la muchacha, y de pronto señaló hacia arriba-: ¡Oh, ahí está!
Por la galería abierta que dominaba el hall, paralelamente, al costado estrecho, un hombre alto, barbudo, se dirigía con paso rápido y militar del este hacia el oeste. Había desaparecido detrás de una biblioteca, pero no antes de que Gradus hubiera reconocido la figura alta y robusta, el porte erguido, la nariz aguileña, las cejas rectas y el balanceo enérgico del brazo de Charles Xavier el Bienamado.
Nuestro perseguidor se precipitó hacia la escalera más cercana… y se encontró en seguida en el silencio encantado de los Libros Raros. La sala era hermosa y no tenía puertas; en realidad pasaron unos momentos antes de descubrir la entrada con colgaduras que acababa de utilizar. Las horribles perplejidades de su búsqueda combinadas con la reanudación de los intolerables dolores de vientre le hicieron volver precipitadamente atrás -bajó corriendo tres peldaños, volvió a subir nueve e irrumpió en una sala circular donde un profesor calvo, tostado por el sol, en camisa hawaiana, estaba sentado a una mesa redonda leyendo con expresión irónica en el rostro un libro ruso. No prestó atención a Gradus que cruzó la sala, pasó por encima de un perrito blanco y gordo, se precipitó ruidosamente por una escalera de caracol y se encontró en la Bóveda P. Allí un pasillo bien iluminado, bordeado de caños, blanqueado con cal lo condujo al súbito paraíso de un retrete para plomeros o eruditos perdidos donde, blasfemando, sacó precipitadamente su browningdel precario bolsillo posterior, se lo puso en la chaqueta y se alivió de otra porción del infierno líquido que tenía en su interior. Empezó a subir de nuevo y observó en la luz del templo de los anaqueles a un empleado, un esbelto joven hindú, con una ficha de préstamo en la mano. Yo nunca había hablado con ese muchacho pero había sentido más de una vez sobre mí su mirada azul-marrón, y sin duda mi seudónimo académico le era familiar, pero alguna célula sensible en él, algún acorde de intuición reaccionaron a la brutalidad de la pregunta del asesino, como para protegerme de un vago peligro, sonrió y dijo: -No lo conozco, señor.
Gradus volvió a la recepción principal.
- Qué lástima -dijo la muchacha-. Acabo de verlo irse.
- Bozhe moy, Bozhe moy-murmuró Gradus que a veces, en momentos de crisis, lanzaba eyaculaciones en ruso.
- Lo encontrará en la guía telefónica -dijo la muchacha empujando el libro hacia él y olvidando la existencia del enfermo para ocuparse de las exigencias del Sr. Gerald Emerald que pedía prestado un gordo libro de gran venta, con una cubierta de celofán.
Gimiendo y saltando de un pie a otro, Gradus empezó a hojear la guía de la Universidad, pero cuando hubo descubierto la dirección, se encontró con el problema de llegar al lugar.
- Dulwich Road -gritó a la muchacha-. ¿Cerca? ¿Lejos? Muy lejos probablemente.
- ¿Es usted por casualidad el nuevo ayudante del Profesor Pnin? -preguntó Emerald.
- No -dijo la muchacha-. Este señor busca al Dr. Kinbote, creo. ¿Usted busca al Dr. Kinbote, no es cierto?
- Sí, y no puedo más -dijo Gradus.
- Me parecía -contestó la muchacha-. ¿No vive cerca del Sr. Shade, Gerry?
- Exactamente -dijo Gerry, y se volvió hacia el asesino-. Lo puedo llevar, si quiere. Me queda en el camino.
¿Hablaron en el auto, esos dos personajes, el hombre de verde y el hombre de marrón? ¿Quién puede decirlo? No hablaron. Después de todo, el trayecto llevó unos pocos minutos (en mi poderoso Kramler me llevaba cuatro y medio).
- Creo que lo voy a dejar aquí -dijo el Sr. Emerald-. Es aquella casa, allá arriba.
Es difícil decidir qué es lo que Gradus, alias Grey, más deseaba en aquel minuto: si descargar la pistola o librarse de la lava inagotable de sus tripas. Cuando empezó a manotear precipitadamente la portezuela del coche, el poco exigente Emerald se inclinó, cerca de él, por encima de él, casi confundido con él, para ayudarle a abrirla y después, de un portazo volvió a cerrarla, y salió zumbando rumbo a alguna cita en el valle. Espero que mi lector apreciará todos los menudos detalles que me he tomado la molestia de presentarle después de una larga conversación que tuve con el asesino; los apreciará aún más si le cuento que, según la leyenda difundida después por la policía, Jack Grey había sido levantado en Roanoke o en algún otro lugar, por un camionero solitario. Es de esperar que una investigación imparcial encuentre el sombrero olvidado en la Biblioteca… o en el automóvil del Sr. Emerald.
Verso 957: Resaca nocturna
Recuerdo un poemita de Resaca nocturnaque resultó ser mi primer contacto con el poeta norteamericano Shade. Un joven profesor de literatura norteamericano, un muchacho de Boston, brillante seductor, me mostró ese pequeño y encantador volumen en Onhava, en mis tiempos de estudiante. Los versos con que empieza este poema, que se titula Arte, me gustaron por su ritmo contagioso y chocaron los sentimientos religiosos instalados en mí por nuestra muy "alta" iglesia zemblana:
Desde las cacerías de mamut y odiseas
y encantos orientales
hasta las diosas italianas
con niños flamencos en los brazos.
Verso 962: ¡Ayúdame, Will! Pálido fuego
Parafraseado, esto significa evidentemente: Busquemos en Shakespeare algo que pudiera utilizar como título. Y el hallazgo es " Pálido Fuego". ¿Pero de cuál de las obras del Bardo lo ha tomado? Mis lectores deben buscarlo por sí mismos. Todo lo que tengo conmigo es una minúscula edición de bolsillo de Timón de Atenas… ¡en zemblano! Desde luego, no contiene nada que pueda considerarse como un equivalente de "fuego pálido" (si así fuera, mi suerte hubiera sido un monstruo estadístico).
El inglés no se enseñaba en Zembla antes de la época del Sr. Campbell. Conmal lo había aprendido por sí solo (sobre todo leyendo un léxico de memoria) siendo joven, hacia 1880, cuando parecía abrirse delante de él, no un infierno verbal, sino una tranquila carrera militar, y su primera obra (la traducción de los Sonetosde Shakespeare) fue el resultado de una apuesta que había hecho con uno de sus camaradas oficiales. Cambió su uniforme con alamares por la bata del erudito y abordó La Tempestad. Trabajador lento, necesitó medio siglo para traducir las obras completas del que él llamaba " dze Bart". Después de esto, en 1930, siguió con Milton y otros poetas, cavando sin cesar a través de las edades, y acababa de terminar The Rhyme of the Three Sealers, de Kipling ("He aquí la Ley del Moscovita que él prueba con el plomo y el acero"), cuando cayó enfermo y murió en seguida bajo el dosel de su cama espléndidamente decorado con reproducciones de los animales de Altamira, siendo sus últimas palabras en el delirio final: Comment dit-on "mourir" en anglais?, un fin hermoso y conmovedor.