Verso 475: un guardián, el Padre Tiempo
El lector deberá observar que esta es una bonita respuesta al verso 312.
Verso 490: Exe
Exe quiere decir evidentemente Exton, ciudad industrial situada en la orilla sur del lago Omega. Tiene un museo de historia natural bastante conocido, con cantidades de vitrinas llenas de pájaros recogidos y montados por Samuel Shade.
Verso 493: que se quitó la pobre y joven vida.
La nota siguiente no es una apología del suicidio; es la simple y sobria descripción de un estado espiritual.
Cuanto más lúcida e irresistible es la creencia en la Providencia, mayor es la tentación de librarse de ella, de terminar con toda esta historia de la vida, pero mayor también es el temor del pecado terrible implícito en la autodestruc-ción. Consideremos primero la tentación. Como se discute más a fondo en otra parte de este comentario (véase la nota al verso 550), una concepción seria de cualquier forma de vida futura presupone inevitable y necesariamente cierto grado de creencia en la Providencia; y a la inversa, una profunda fe cristiana presupone cierta creencia en algún tipo de supervivencia espiritual. La visión de esta supervivencia no tiene por qué ser racional, es decir, no tiene por qué presentar los rasgos precisos de la fantasía personal o la atmósfera general de un parque oriental subtropical. En realidad a un buen cristiano zemblano se le enseña que la verdadera fe no está para proporcionarle imágenes o mapas, sino que debe conformarse con un cálido tufo de agradable anticipación. Para dar un ejemplo corriente: la familia del pequeño Christopher se apresta a emigrar a una colonia distante donde su padre ha obtenido un cargo vitalicio. El pequeño Christopher, un niño frágil de nueve o diez años, confía enteramente (tan enteramente, en realidad, que ni siquiera tiene conciencia de su confianza) en sus padres en lo que se refiere a la partida, el viaje y la llegada. No puede imaginar, ni siquiera lo intenta, los aspectos particulares del nuevo lugar que le aguarda, pero está vaga y confortablemente convencido de que será aún mejor que su casa solariega, con la gran encina y la montaña y su pony y el parque y el establo, y Grimm, el viejo caballerizo que se las arregla para acariciarlo cuando no hay nadie cerca.
Algo de esta simple confianza deberíamos tener también nosotros. Cuando el ser está impregnado de esta bruma divina de absoluta dependencia, no es de asombrar que se sopese en la palma de la mano con una sonrisa soñadora el arma compacta en su estuche de cuero de Suecia, apenas más grande que la llave de la verja de un castillo o el portamonedas de un niño, no es asombroso que uno mire por encima del parapeto de un abismo incitante.
Elijo estas imágenes un poco al azar. Son los puristas los que sostienen que un caballero debe usar un par de pistolas, una para cada sien, o un botkindesnudo (obsérvese la correcta ortografía), y que las señoras deberían o bien tomar un veneno mortal o ahogarse con la torpe Ofelia. Otros humanos más humildes han preferido variadas formas de sofocación y poetas menores han intentado incluso modos de evasión tan fantasiosos como abrirse las venas en la bañera cuadrúpeda del cuarto de baño de una pensión llena de corrientes de aire. Todo esto es inseguro y sucio. De las no muchas maneras de liberarse del cuerpo, la caída, la caída, la caída es el método supremo, pero hay que elegir el apoyo o el reborde con sumo cuidado para no hacer daño a nadie, ni a sí mismo ni a los demás. Saltar desde lo alto de un puente no es recomendable aunque no se sepa nadar, pues el viento y el agua abundan en contingencias extrañas y la tragedia no debe culminar en un récord de zambullida o en la promoción de un agente de policía. Si usted alquila una celda en el barquillo luminoso, habitación 1915 o 1959, en un gran hotel del barrio comercial cuya cima toca el polvo de los astros y abre la ventana y despacito -sin caer ni saltar- rueda al exterior como si quisiera tomar aire, siempre corre el riesgo de arrastrar con usted a su propio infierno a un pacífico noctámbulo que ha salido a pasear a su perro; en este sentido una habitación trasera sería más segura, sobre todo si da sobre el techo de una vieja casa tenaz y normal, bien abajo, allá donde se puede estar seguro de que el gato se esquivará a tiempo. Otro modo popular de despegue es el pico de una montaña con una brusca caída de, digamos, unos 500 metros, pero hay que encontrarlo, porque le sorprendería ver qué fácil es calcular mal el ángulo de desviación, ver una proyección oculta, una estúpida arista que protubera para atraparlo, lo cual le haría rebotar en las malezas, frustrado, destrozado e innecesariamente vivo. La caída ideal es desde un avión, los músculos están flojos, el piloto desconcertado, el paracaídas en su bolsa a un lado, rechazado, desdeñado -¡adiós, chutka! (pequeño paracaídas). Ahí baja, pero todo el tiempo uno se siente suspendido, sostenido, mientras da el salto mortal en cámara lenta como una paloma que tropieza, somnolienta, y tendido de espaldas en el edredón del aire o volviéndose perezosamente para abrazar la almohada, gozando hasta último momento de la vida suave, profunda, acolchada de muerte, con la verdura de la tierra balanceándose ya arriba, ya abajo, y la voluptuosa crucifixión cuando se tienden los brazos en la velocidad creciente, en el restallar que se acerca, y luego la obliteración del amado cuerpo en el Seno del Señor. Si yo fuera poeta escribiría seguramente una oda al dulce deseo de cerrar los ojos y rendirse totalmente a la seguridad perfecta de la muerte deseada. En éxtasis uno pregusta la vastedad del Abrazo Divino que enlaza el espíritu liberado, el baño caliente de la disolución física, lo desconocido universal tragándose al minúsculo desconocido que había sido la única parte real de nuestra personalidad temporal.
Cuando el alma adora Al Que la guía a través de la vida moral, cuando distingue Su signo en cada recodo del camino, pintado en la roca y tallado en el tronco de un pino, cuando cada página del libro de nuestro destino personal lleva Su filigrana, ¿cómo se puede dudar de que Él nos preservará también durante toda la eternidad?
Así ¿quién podría impedir a alguien que opere la transición? ¿Qué es lo que puede ayudarnos a resistir la intolerable tentación? ¿Qué puede impedirnos de ceder al ardiente deseo de fundirnos con Dios?
Nosotros, que cada día nos revolcamos en la inmundicia, merecemos quizá que se nos perdone el único pecado que pone fin a todos los pecados.
Verso 501: L'if
El tejo en francés. Es curioso que la palabra zemblana para sauce llorón sea también " if" (el tejo es tas).
Verso 502: la gran patata
Execrable juego de palabras, deliberadamente puesto como epígrafe para destacar la falta de respeto por la Muerte. Recuerdo de mis años de estudio las soi-disant"últimas palabras" de Rabelais, entre otras frases brillantes de algún manual de francés: Je m'en vais chercher le grand peut-être.