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Desde su hotel, en Ginebra, Gradus había tratado de hablar por teléfono con Lavender, pero le dijeron que no se podía antes de mediodía. A mediodía Gradus estaba ya en camino y volvió a telefonear, esta vez desde Montreux. Lavender había dejado un mensaje: si el Sr. Degré quería ir a la hora del té. Almorzó en un café a orillas del lago, dio un pequeño paseo, preguntó el precio de una jirafita de cristal en una tienda de souvenirs, compró un periódico, lo leyó en un banco y después se puso en camino. En las cercanías de Lex se perdió en los senderos escarpados y tortuosos. Deteniéndose debajo de una viña, en la entrada ruinosa de una casa sin terminar, tres índices de tres albañiles le señalaron el techo rojo de la villa de Lavender en lo alto de una pendiente verde, del otro lado del camino. Decidió abandonar el coche y subir los peldaños de piedra de lo que parecía un atajo fácil. Mientras subía por el camino entre paredes, con los ojos clavados en un álamo que tan pronto ocultaba el techo rojo en lo alto de la cuesta, tan pronto lo descubría, el sol encontró un punto débil en las nubes de lluvia y de pronto un agujero azul que las atravesó irregularmente se rodeó de un círculo radiante. Sintió el peso y el olor de su nuevo traje marrón comprado en una tienda de Copenhague y arrugado ya. Sofocado, consultando el reloj pulsera y abanicándose con el sombrero blando, igualmente nuevo, llegó por fin a la continuación transversal del camino serpenteante que había dejado abajo. La cruzó, pasó por un portillo, se metió en la curva de un sendero de grava y se encontró delante de la villa de Lavender. Su nombre, Libitina, estaba escrito en letras cursivas sobre una de las ventanas con barras del lado norte; las letras eran de alambre negro y los puntos de las tres íes hábilmente imitados con la cabeza alquitranada de un clavo envuelto en tiza y plantado en la fachada blanca. Este sistema y los barrotes de las ventanas de la fachada norte, Gradus los había observado ya en las villas suizas, pero su inmunidad a las alusiones clásicas le privaba del placer que hubiera sentido ante ese tributo que la macabra jovialidad de Lavender había pagado a la diosa romana de los cadáveres y las tumbas. Otra cosa atrajo su atención: desde una ventana de ángulo salían los sonidos de un piano, un tumulto de música vigorosa que por alguna razón extraña, como me diría después, le sugirió una posibilidad que no había previsto y que le hizo llevar rápidamente la mano al bolsillo del revólver como si se preparara para encontrar, no a Lavender ni a Odón, sino a ese talentoso autor de himnos, Charles el Bienamado. La música cesó cuando Gradus, confundido por la forma fantasiosa de la casa, vaciló delante de una galería de vidrios. Un anciano lacayo de verde apareció por una puerta lateral verde y lo condujo a otra entrada. Fingiendo cierta desenvoltura que una repetición laboriosa no mejoraba, Gradus le preguntó, primero en un francés mediocre, después en un inglés peor y por último en buen alemán, si había muchos huéspedes en la casa; pero el hombre se limitó a sonreír e inclinándose, lo introdujo en la sala de música. El músico había desaparecido. Una vibración de harpa aún salía del piano de cola sobre el cual descansaba un par de sandalias dé playa como al borde de un estanque de nenúfares. De un asiento bajo la ventana una mujer flaca, toda centellante de azabache, se levantó penosamente y se presentó como la gobernanta del sobrino del Sr. Lavender. Gradus mencionó su ansia por ver la sensacional colección de Lavender: esto definía muy justamente las imágenes de las escenas de amor en los vergeles, pero la gobernanta (a quien el Rey siempre había llamado, con gran placer de ella, Mademoiselle Belle en lugar de Mademoiselle Baud) se apresuró a confesar su total ignorancia de las aficiones y los tesoros de su patrón y sugirió al visitante que echara un vistazo al jardín: -Gordon le mostrará sus flores favoritas -dijo y llamó al cuarto vecino-: ¡Gordon! -Más bien de mala gana apareció un muchacho esbelto pero de aspecto robusto, de unos catorce o quince años, que el sol había teñido de un tono melocotón. Ño llevaba nada encima salvo un paño de piel de leopardo alrededor de los ríñones. El pelo muy corto era ligeramente más claro que la piel. En su encantador rostro bestial había una expresión a la vez sombría y astuta. Nuestro inquieto conjurado no registró ninguno de esos detalles y se limitó a experimentar una impresión general de indecencia. -Gordon es un prodigio musical -dijo la Srta. Baud y el muchacho hizo una mueca de desagrado-. Gordon, ¿quiere mostrarle el jardín a este señor? -El muchacho asintió, añadiendo que se pegaría un remojón si nadie tenía inconveniente. Se puso las sandalias y mostró el camino. La extraña pareja avanzó entre la luz y la sombra: el gracioso muchacho con guirnaldas de hiedra alrededor de la cintura y el lamentable asesino con su barato traje marrón y un diario doblado que le salía del bolsillo izquierdo de la chaqueta.

- Esta es la gruta -dijo Gordon-. Una vez pasé la noche aquí con un amigo. -Gradus echó una mirada indiferente al antro musgoso donde se podía percibir un colchón neumático con una mancha oscura en el nylon naranja. El muchacho pegó unos labios ávidos a un caño de agua de manantial y se secó las manos húmedas en los pantalones de baño negros. Gradus consultó su reloj. Siguieron caminando.- Todavía no ha visto nada -dijo Gordon.

Aunque la casa poseía por lo menos media docena de retretes, el Sr. Lavender en querido recuerdo de la granja de su abuelo en Delaware, había instalado uno rústico debajo del álamo más alto de su espléndido jardín, y para los invitados selectos, cuyo sentido del humor lo permitía, descolgaba de la vecindad confortable de la chimenea de la sala de billar, un almohadón en forma de corazón, muy bien bordado, que uno podía llevarse al trono.

La puerta estaba abierta, y en la superficie interna la mano de un niño había garabateado con carbón: El Rey estuvo aquí.

- Es una linda tarjeta de visita -dijo Gradus con risa forzada-. Dicho sea de paso, ¿dónde está ese rey?

- Quién sabe -dijo el muchacho golpeándose los flancos cubiertos por shorts de tenis blancos-, eso fue el año pasado. Creo que se iba a la Costa Azur, pero no estoy seguro.

El querido Gordon mentía, lo cual estaba bien de su parte. Sabía perfectamente que su gran amigo ya no estaba en Europa; pero el querido Gordon no hubiera debido referirse a esa historia de la Riviera que resultaba ser cierta y cuya mención hizo que Gradus, enterado de que la Reina Disa tenía allí un palacio, se golpeara mentalmente la frente.

Ahora habían llegado a la piscina. Gradus, sumido en profundos pensamientos, se sentó en un asiento de lona. Debería telegrafiar en seguida al cuartel general. Era innecesario prolongar esta visita. Por otra parte, una partida repentina podía parecer sospechosa. El asiento crujió bajo su peso y buscó con la mirada otro. El joven silvano había cerrado los ojos y estaba tendido boca arriba en el borde de mármol de la piscina; su taparrabos de Tarzán estaba a un costado, en el césped. Gradus escupió disgustado y volvió hacia la casa. Al mismo tiempo el anciano lacayo bajó corriendo los peldaños de la terraza para decirle en tres lenguas que lo llamaban por teléfono. El Sr. Lavender no podía venir, finalmente, pero quisiera hablar con el Sr. Degré. Después de un intercambio de cortesías hubo una pausa y Lavender preguntó: -¿Seguro que usted no es uno de esos asquerosos espías del papelucho francés?

- ¿Un what? -dijo Gradus, pronunciando la última palabra como "vot".

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