—Creo que voy a quitarme la chaqueta —dijo Lucette, con el fruncimiento de cejas, fugitivo y ceremoniosamente femenino, que acompañaba tal «creencia»—. Veo que tienes calefacción central. Nosotras, las chicas, tenemos que conformarnos con pequeñas chimeneas.
Dejó caer la chaqueta y se mostró en blusa blanca sin mangas, con chorrera. Levantó los brazos para arreglarse el peinado, y Van pudo ver los dos ardientes nichos que presentía.
—Sin embargo, las tres ventanas están abiertas —dijo Van—, y pueden abrirse todavía más, pero sólo hacia el oeste. Y ese patio verde que ves ahí abajo es la alfombra para las plegarias del sol vespertino, que calienta todavía más esta habitación. ¡Es triste para una ventana no poder hacer moverse a su marco paralítico, para asomarse a ver lo que pasa al otro lado de la casa!
El Veen de siempre.
Lucette abrió su bolso de mano, de seda negra, sacó un pañuelito blanco, dejó el bolso entreabierto en el borde del aparador y se dirigió hacia la ventana más alejada; sus frágiles hombros temblaban de una manera intolerable.
Van advirtió un sobre azul muy alargado, con lacre violeta, que sobresalía del borde del bolso.
—No llores, Lucette. Es demasiado fácil.
Ella regresó hacia Van, frotándose suavemente la nariz y procurando contener sus húmedos sorbetones de niña. Todavía esperaba el abrazo decisivo.
—Toma un poco de coñac. No te quedes de pie. ¿Dónde está el resto de la familia?
Lucette volvió a colocar en el bolso el pañuelo hecho una pelotita, como en tantas antiguas novelas, y lo dejó sin cerrar. También los perros chow-chow tienen la lengua azul.
—Mamá vive en su Samsara particular. Papá ha tenido otro ataque. Sis ha vuelto a Ardis.
—¡Sis! ¡Calla, Lucette! No pongamos pequeñas serpientes a nuestro alrededor.
—Esta pequeña serpiente no sabe muy bien qué tono adoptar con el doctor Vivi Sector. No has cambiado nada, mi pálido amor, salvo que pareces un fantasma que ha olvidado afeitarse y ha perdido su Glanzestival.
Y nuestra Mädelestival. Van observó que el largo sobre azul había sido puesto sobre el borde de caoba del aparador. Se quedó de pie en medio de la habitación, frotándose la frente, sin osar, porque aquél era el papel de cartas de Ada.
—¿Quieres tomar una taza de té?
Lucette sacudió la cabeza.
—No puedo seguir aquí mucho tiempo. Además, tú me dijiste por teléfono algo de una ocupación que tenías hoy. ¡Cómo no vas a estar ocupadísimo, después de cuatro años completamente en blanco!
(También Van se pondría a sollozar si ella continuaba en ese tono).
—Sí... No lo sé. Tengo una cita hacia las seis.
Dos pensamientos contrarios, encadenados, bailaban juntos una danza grave, un minué mecánico con saludos y reverencias. Uno de ellos se llamaba «tenemos muchas cosas que decirnos»; y el otro, «no tenemos absolutamente nada que decirnos». Pero ese tipo de situaciones puede cambiar en un instante.
—Sí, tengo que ver a Rattner a las seis y media —prosiguió, consultando un calendario en el que nada veía.
—«¡Rattner sobre Terra!» —exclamó Lucette—. ¡Van lee Rattner sobre Terra! Pulgarcito no debe nunca, nunca, molestarnos, a él y a mí, cuando leemos a Rattner juntos.
—Querida, te suplico que no hagas imitaciones. No convirtamos un encuentro agradable en un suplicio recíproco.
¿Qué estaba haciendo en Queenston? ¡Vaya una pregunta! Él ya lo sabía. Es verdad, ¿dónde tengo la cabeza? ¿Difícil? No. ¡Ah...! De vez en cuando miraban con el rabillo del ojo la carta azul, para ver si se portaba bien, si no balanceaba las piernas, si no se metía el dedo en la nariz...
¿Devolverla sin abrir?
—Dile a Rattner —empezó Lucette, apurando su tercera copa, como si sólo fuera agua en tecnicolor—... dile... (el alcohol soltaba su linda lengua de víbora).
(¿De víbora? ¿Mi Lucette, mi querida muerta?)
—Dile que entonces, cuando tú y Ada...
El nombre se entreabrió como una puerta en su negro marco, para luego cerrarse de golpe.
—...me dejabais para iros con él, y luego volvíais, yo sabía siempre que vsyo sdelali, habíais contentado vuestro paseo, aliviado vuestro fuego...
—Esas pequeñas cosas se recuerdan con demasiada claridad, Lucette. Cállate, te lo ruego.
—Esas pequeñas cosas se recuerdan mucho más claramente que las grandes, las graves, las fatales. Por ejemplo, cómo ibas tú vestido en un momento dado, en un momento generosamente dado, y el sol en las sillas, y en el suelo. Yo era una criatura neutra y pura, y estaba, por supuesto, casi desnuda. Pero ella llevaba una camisa de chico y una falda corta, y todo lo que llevabas tú eran aquellos pantalones cortos sucios y arrugados, demasiado cortos por lo muy arrugados... Y olía a eso a lo que ella olía siempre, cuando tú habías ido a dar una vuelta por Terra con Ada, con Rattner sobre Ada, con Ada sobre Antiterra en el bosque de Ardis. ¡Oh, apestaban, literalmente, tus pantalones, apestaban Ada y su lavanda y su anchoa y tu algarroba encostrada!
¿Podría la carta, ahora próxima al coñac, oír aquel discurso? Y, después de todo, ¿venía de Ada? (no llevaba dirección). ¿No sería más bien la carta de amor de la Lucette loca y escandalosa que vertía aquél monólogo?
(Van, esto te hará sonreír. Así en el manuscrito. Edit.)
—Van —dijo Lucette—, esto te hará sonreír (predicción pocas veces realizada: Van no sonreía)—; pero si me hicieses la famosa Pregunta Van, yo te contestaría afirmativamente.
La pregunta que él había hecho a la pequeña Córdula en aquella librería, detrás del estante giratorio de los libros de bolsillo, La gitanilla, Nuestros muchachos, Clichés de Clichy, Los vencidos, La Biblia edición completa, Buenos días Mertvago, La gitanilla... Él era conocido en sociedad por hacer aquella pregunta a toda mujer joven con la que hablaba por primera vez.
—¡No, desde luego, no ha sido fácil! ¡Cuántos obstáculos que esquivar, cuántas proposiciones que rechazar en coches estacionados, en cócteles canallas! Y sólo este último invierno, en la Riviera italiana... había un joven violinista de catorce o quince años, un violinista endiabladamente precoz pero terriblemente tímido y neurótico. Marina decía que le recordaba a su hermano... Bien, durante cerca de tres meses, todas las santas tardes me dejé acariciar por él, y recíprocamente; y así pude, por fin, dormirme sin píldoras. Pero, aparte de eso, ni una sola vez he besado epitelio de macho en todo mi amor... quiero decir, en toda mi vida. Mira, puedo jurarlo, nunca lo he hecho, juro por... por... Shaespeare (extendiendo con dramatismo una mano hacia un estante lleno de gruesos libros rojos).