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La última carta de Aqua, encontrada sobre el cuerpo de ésta, y dirigida a su marido y a su hijo, podía haber sido escrita por la persona más sensata de esta tierra o de otra.

Aujourd'hui (heute-toityl), yo, juguete de pupilas giratorias, he conseguido el permiso psykista para disfrutar de un paseo en compañía de herr Doktor Sieg, de nuestra enfermera Joan la Terrible, y de varios «pacientes», en el bor(bosque de pinos) vecino. En éste he visto, querido Van, exactamente las mismas ardillas con aspecto de mofeta que tu abuela Azuloscuro importó en el parque de Ardis, por el que algún día, sin duda, te pasearás. Las agujas de un reloj de pared, aun cuando no funcione bien, deben saber, y hacer saber al más tonto de los relojitos de pulsera, dónde se encuentran. De no ser así, ya no hay reloj, ya no hay cuadrante; no hay más que una cara en blanco con unos falsos bigotes. Igualmente, tchelovek(el ser humano) debe saber dónde está y hacérselo saber a los demás; y, de no ser así, no es ni siquiera un klok(pedazo) de tchelovek; no es ya un él, ni un ella, no es sino «una pizca de nada», como decía tu pobre ama Ruby, mi pequeño Van, cuando hablaba de su seno derecho estéril. Yo, pobre Princesse lointaine, très lointaineya, no sé dónde estoy: así pues, es necesario que desaparezca. Así pues, adieu, querido, hijo mío querido, y adiós, pobre Demon. No conozco ni la fecha ni la estación, pero es un día razonablemente bello, y, sin duda, en sazón, con una gran cantidad de gentiles hormiguitas que hacen cola para probar mis lindas píldoras.

(Firmado) La hermana de mi hermana, que teper'iz ada(«ahora ha salido del infierno»)

«Si queremos que el reloj de sol de la vida nos indique dónde estamos —comentó Van, que desarrolló la metáfora en la rosaleda de Ardis Manor a finales de agosto de 1884— es preciso que recordemos siempre que la fuerza, la dignidad y la delicia del hombre consiste en frustrar y despreciar las sombras y las estrellas que nos ocultan sus secretos. Sólo el poder ridículo del sufrimiento pudo obligarla a rendirse. Y muchas veces me digo que sería mucho más verosímil, estética, extática y estócicamente, que ella fuese verdaderamente mi madre.»

IV

Cuando, a mediados del siglo XX, Van emprendió la reconstitución de su más lejano pasado, no tardó en darse cuenta de que el modo más apropiado (y, frecuentemente, el únicomodo) de tratar los recuerdos da su infancia realmente significativos (en cuanto al objeto particular que se proponía dicha reconstitución) que reaparecían en diversos períodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto. Ésa es la razón de que su primer amor tenga aquí prioridad sobre su primera herida o su primera pesadilla.

Acababa de llegar a su decimocuarto cumpleaños. Hasta entonces, nunca había abandonado las comodidades del hogar paterno. Nunca se había dicho que esas «comodidades» podían ser cuestionables, y valer sólo como una metáfora preliminar y tópica en un libro sobre un muchacho y un colegio...

A pocas casas de distancia del edificio de la escuela en que Van estaba interno, una viuda, la señora Tapirov, que, aunque francesa, hablaba inglés, con acento ruso, tenía una tienda de objetos de arte y de muebles antiguos, o que pasaban por serlo. Un brillante día de invierno Van entró en aquella tienda. Vasos de cristal llenos de rosas de color carmesí y margaritas amarillas estaban dispuestos acá y allá: sobre una consola del madera dorada, sobre un cofre de laca, en el estante de una vitrina, y también en los bordes de una alfombra que tapizaba la escalerita que subía al entresuelo, donde altos armarios y aparadores pretenciosos rodeaban en semicírculo una singular asamblea de arpas. Van comprobó que las flores eran artificiales, y se preguntó, perplejo, por qué esa clase de imitaciones se proponían engañar exclusivamente a los ojos, en vez de reproducir también el contacto húmedo y carnal de los pétalos o las hojas vivas. Cuando al día siguiente se presentó de nuevo en busca del objeto (olvidado ya hoy, ochenta años más tarde) cuya reparación o copia había encargado, el objeto no estaba dispuesto o la copia no estaba hecha. Al pasar, tocó una rosa a medias abierta; pero sus dedos no sintieron el previsto contacto de una epidermis estéril, sino el beso de la vida, de unos labios trémulos de frescor. La señora Tapirov observó su sorpresa y dijo: «Hija mía, pon siempre un ramo de rosas naturales entre las artificiales pour attraper le client. Has dado con el truco.» Ella entró justo cuando él se marchaba: era una colegiala que vestía un abrigo gris, y tenía un bonito rostro, y unos bucles morenos que le llegaban hasta los hombros. En otra ocasión (porque cierta parte del objeto, tal vez el marco, tardó un tiempo infinito antes de poder ser recogido, o tal vez porque el objeto entero resultó, finalmente, inhallable), Van la vio, con los libros de clase, acurrucada en una butaca, mueble doméstico entre los artículos de venta. Nunca le habló. La amó locamente. Su pasión debió durar por lo menos un trimestre.

Aquello era el amor, el amor normal, misterioso. Menos misteriosas, pero considerablemente más grotescas, eran las pasiones, esas pasiones que varias generaciones de buenos maestros no habían conseguido aún purgar de las costumbres escolares, y que, en fecha tan tardía como 1883, seguían extraordinariamente en boga en Riverlane. Cada dormitorio tenía su sodomizado. Un chico neurótico procedente de Upsala, de ojos bizqueantes y labios flojos, de miembros casi anormalmente desmañados, pero que tenía una textura de piel maravillosamente tierna y las encantadoras redondeces cremosas del Cupido del Bronzino (el grande, aquél que un sátiro entusiasmado descubre en el cenador de una dama), era objeto de crueles abusos por parte de una banda de muchachos extranjeros, griegos o ingleses en su mayor parte, cuyo jefe era Cheshire, el as del rugbydel colegio. En parte por bravata, en parte por curiosidad, Van, sobreponiéndose a su propia repugnancia, asistía, con mirada fría, a sus groseras orgías. Por lo demás, no tardó en abandonar el sucedáneo en beneficio de diversiones más normales, aunque igualmente descorazonadoras.

La vieja que vendía bastones de azúcar y tebeos en la tiendecita de la esquina (la cual, por tradición, no estaba estrictamente vedada a los internos del colegio) contrató los servicios de una auxiliar, rechoncha y joven, y Cheshire, que era hijo de un lord aficionado a las economías, no tardó en descubrir que podía poseerla por un dólar ruso. Van fue uno de los primeros en aprovecharse de la ganga. La chica concedía sus favores en una semioscuridad, entre cajas y sacos amontonados en la trastienda, una vez cumplido su horario de trabajo. El haberse presentado a la chica como un libertino de dieciséis años, en vez de como un virginal chiquillo de catorce, hizo que el encuentro resultara muy embarazoso para nuestro calavera. Trató de paliar su inexperiencia mediante una acción expeditiva, y no logró otra cosa que derramar en el felpudo de la entrada lo que la chica le hubiera ayudado de buena gana a introducir de puertas adentro. Las cosas salieron mejor seis minutos más tarde, cuando Cheshire y Zographos estuvieron listos. Sin embargo, solamente en la segunda sesión comenzó Van verdaderamente a apreciar la dulzura de su amiga, el acucioso apretón de su sexo, la lealtad de su vaivén. Sabía que no era más que una putilla mal hecha, un cerdito rosa, y cada vez que, cuando había acabado, ella trataba de besarle, él le ponía el codo y apartaba la cara, al tiempo que, como había visto hacer a Cheshire, se aseguraba, con mano rápida, de que su cartera seguía en el bolsillo de su pantalón. Y sin embargo, quién sabe por qué, cuando su cuadragésimo y último orgasmo se había ya hundido en el tiempo pasado y Van se encontró solo en el tren que le llevaba a Ladore, entre campos negros y verdes, se sorprendió al ver cómo ornaba de una poesía imprevisible la imagen de la pobre chica, el olor a cocina de sus brazos, sus húmedos párpados iluminándose con el brillo súbito del encendedor de Cheshire y hasta los pasos de la señora Gimber, la vieja sorda, que chirriaban sobre sus cabezas, en el dormitorio.

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