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Con un gesto que no nos es desconocido, Van renunció al borrador de su discurso y pasó a decir:

—Abra los ojos, señor Rack. Soy yo, Van Veen. Una visita.

Durante unos instantes el largo rostro de palidez de cera, mejillas hundidas, nariz más bien gruesa, mentón más bien redondeado, permaneció desprovisto de toda expresión. Pero los hermosos ojos se habían abierto; los ojos elocuentes, ambarinos, límpidos, de largas pestañas patéticas. Después, una débil sonrisa agitó vagamente sus partes bucales, y extendió una mano, sin levantar la cabeza de la almohada, protegida por un rectángulo de tela encerada (¿por qué encerada?).

Van, sentado en su silla de ruedas, puso sobre Rack la punta de su bastón, y el enfermo se asió a ella y la palpó cortésmente creyendo que le ofrecían un apoyo.

—No, todavía no puedo andar ni un paso —dijo muy claramente, con el acento alemán que, sin duda, constituiría el grupo más duradero de sus células fantasmas.

Van retiró su arma inútil y, tratando de dominarse, asestó un golpe sordo al estribo de su cochecito. Dorofey levantó los ojos de su periódico... y volvió a sumergirse en la lectura de un artículo que le interesaba mucho: «Un cerdito inteligente» (extracto de las memorias de un amaestrador), o «La guerra de Crimea: los guerrilleros tártaros ayudan a las tropas chinas». En el mismo instante una minúscula enfermera salía de detrás del biombo más lejano para volver a desaparecer en seguida.

¿Va a pedirme que le transmita un mensaje? ¿Me negaré? ¿Aceptaré... para no transmitirlo?

—¿Se han ido ya todos a Hollywood? Dígamelo, por favor, barón von Wien.

—No sé nada. Probablemente, sí. En realidad, yo...

—Porque he enviado mi última melodía para flauta y una carta a toda la familia y no he recibido respuesta. Ahora tengo que vomitar. Llamo yo mismo.

La microscópica enfermera, encaramada en unos tacones blancos de altura prodigiosa, desplegó un biombo ante el lecho de Rack, separándole del melancólico joven dandy recién afeitado, ligeramente herido y recosido, a quien el eficaz Dorofey se llevó de la habitación.

Al volver a la suya, clara y fresca, donde el sol y la lluvia jugaban a luces en el cristal de la ventana entreabierta, Van, con pie todavía inseguro, se acercó al espejo, se sonrió a sí mismo en señal de bienvenida y se metió en la cama sin ayuda de Dorofey. La encantadora Tatiana entró y le preguntó si deseaba una taza de té.

—Preciosa —dijo Van—, es usted lo que deseo. Mire esta «sólida torre».

—¡Si usted supiese —dijo Tatiana, mirándole por encima del hombro— cuántos enfermos lascivos me insultan de esa manera...!

Escribió a Córdula una breve carta, diciendo que había sufrido un pequeño accidente, que ocupaba el apartamento de los príncipes caídos en el Hospital Vista del Lago, de Kalugano, y que el martes siguiente se pondría a sus pies. Escribió a Marina una nota aún más corta, en francés, para darle las gracias por el delicioso verano que había pasado en Ardis Hall —nota que, luego de reflexionar, decidió que enviaría desde manhattan al Pisang Palace Hotel de Los Ángeles—. Y, finalmente, redactó una tercera carta, ésta dirigida a Bernard Rattner, su mejor amigo de Chose y sobrino del gran Rattner. «Tu tío tiene honestos puntos de vista —escribió, entre otras cosas—, pero pronto pienso demolérselos.»

El lunes, hacia mediodía, Van fue autorizado a sentarse en aquella tumbona colocada sobre el césped que, durante días, había contemplado envidiosamente desde su ventana. El doctor Fitzbishop le había dicho, frotándose las manos, que el laboratorio de Luga creía que se trataba del peligroso, pero no mortal, arethusoides, pero que aquello no tenía ninguna importancia práctica, porque había todas las razones para creer que el infortunado maestro de música y compositor no sólo no pasaría la noche en Demonia, sino que llegaría a Terra —¡ja-ja! —a tiempo para rezar las vísperas. El doctor Fitz era lo que se llama en ruso un poshlyak(espíritu vulgar y pretencioso), y por alguna oscura razón Van sintió alivio al no poder gozarse en el martirio del desgraciado Rack.

Un gran pino proyectaba su sombra sobre Van y sobre el libro que estaba leyendo. Lo había descubierto en un estante entre obras de medicina, cuentos policíacos manoseados y una selección de cuentos de Monparnasse titulada La Rivière de diamants. El volumen desparejado de los Anales de la ciencia modernaque había elegido contenía un intrincado ensayo de Ripley sobre «La estructura del espacio». Van se batía desde hacía unos días con sus fórmulas y diagramas, y ahora tenía que rendirse a la evidencia de que no habría logrado dilucidar todas las dificultades antes de su salida del hospital, prevista para la mañana siguiente. Se sintió tocado por un cálido rayo de sol, y, dejando caer el volumen rojo, se levantó de su asiento: Conforme recobraba la salud, la imagen de Ada se fortalecía de nuevo en él, como una ola amarga y brillante dispuesta a engullirle. Le habían quitado las vendas; su torso ya sólo estaba envuelto en una especie de camiseta de franela, muy ajustada y gruesa, pero que no llegaba a protegerle contra la flecha envenenada de Ardis. Arrowhead Manar, El Castillo de la Flecha, Flesh Hall.

Dio algunos pasos sobre el césped estriado de sombras. Su pijama negro y su bata granate le daban demasiado calor. Un muro de ladrillos separaba de la calle aquella parte del jardín, y una puerta de doble batiente se abría a una cinta de asfalto que describía un arco hasta la entrada principal del alargado edificio del hospital. Van iba a regresar a su tumbona cuando un elegante coche, de cuatro puertas y con carrocería gris perla, apareció en el camino de entrada y se detuvo ante él. La portezuela se abrió antes de que el chófer, un hombre maduro con guardapolvo y botas altas, tuviese tiempo de ofrecer la mano a Córdula, que saltó al césped y se lanzó hacia Van con movimientos de bailarina. Él la recibió con entusiasmo, la estrechó entre sus brazos, besó sus mejillas rojas y ardientes y amasó su cuerpo suave y felino, protegido por un vestido de seda negra. ¡Deliciosa sorpresa!

Córdula venía de Manhattan y había hecho todo el recorrido a cien kilómetros por hora, temiendo que Van hubiese abandonado ya el hospital, aunque él le había escrito que su partida estaba fijada para el día siguiente.

—¡Una idea! —exclamó Van—. Me llevas contigo, en seguida. Sí, tal como estoy.

—O.K. —dijo Córdula—. Vivirás en mi casa. Tengo una bonita habitación de invitados.

Era una buena jugadora, la pequeña Córdula de Prey. Un instante después Van estaba sentado a su lado, en el coche que hacía marcha atrás, para dirigirse a la puerta. Dos enfermeras les persiguieron a la carrera, gesticulando, y el chófer preguntó en francés si la condesa deseaba que se detuviera.

—¡No, no, no! —gritó Van, con una explosión de alegría. Y escaparon a toda velocidad.

Córdula, que no había llegado a recuperar el aliento, dijo:

—Mi madre me ha llamado desde Malorukino (era la casa de campo propiedad de los de Prey en Malbrook, Mayne). Los periódicos locales decían que habías tenido un duelo. ¡Pero tienes un aspecto sólido como una torre! ¡Me alegro mucho! Sabía que había pasado algo desagradable, porque el pequeño Russel —¿recuerdas?, el nieto del doctor Platonov —te vio, desde la ventanilla del tren, pegando a un oficial en el andén. Pero, ante todo, Van — net, pozhaluysta, on nas vidit(no, por favor, que nos ven)—, tengo una triste noticia que darte. El joven Fraser, que acaba de ser repatriado desde Yalta, vio morir a Percy el segundo día de la invasión, menos de una semana después de haber salido del aeródromo de Goodson. Fraser te contará toda la historia (siempre añade al relato unos detalles cada vez más atroces). No creo que se haya cubierto de gloria en el combate, y, sin duda, trata de embellecer las cosas.

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