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Otro Price, un típico, demasiado típico, viejo servidor de Marina, a quien ésta (y G. A. Vronski, durante su breve idilio) habían puesto, por alguna razón desconocida, el curioso sobrenombre de Grib, colocó en la cabecera de la mesa un cenicero de ónice para Demon, a quien le gustaba fumar entre plato y plato, una muestra de atavismo ruso. En una mesa auxiliar, también al estilo ruso, había un surtido completo de entremeses rojos, negros, grises y color crema. El caviar prensado ( salfe-tochnaia ikra) estaba separado del tarro de Perlas Grises ( ikra svezjaia) por el lujo suculento de las setas amarillas y pardas en conserva, y el rosa del salmón ahumado rivalizaba con el encarnado del jamón de Westfalia. En una bandeja separada brillaban los vodochkide diversos aromas. La cocina francesa estaba representada por chauds-froidsy foie-gras. Por una ventana abierta se oía el estridular amenazador de los grillos en las tinieblas de la fronda inmóvil.

Fue —sigamos fieles a los preceptos del género novelístico —una cena exquisita, llena de alegría, y que se prolongó hasta muy tarde. Y aunque la conversación consistió, en su conjunto, en ocurrencias familiares y brillantes trivialidades, el recuerdo de aquella noche quedaría grabado en la memoria de cada uno de los comensales como una experiencia plena de significado y no del todo agradable. Cultivaron esmeradamente su imagen, lo mismo que, al enamorarse de un cuadro de una galería o al recordar el estilo de un sueño, se tienen presentes los detalles del sueño, la riqueza de colorido y de dibujo del cuadro en una visión desprovista de todo otro significado. Debemos observar que nadie, ni siquiera el lector, ni siquiera Bouteillan, que redujo a migajas un corcho venerable, estuvo a sus anchas en aquella fiesta. Había un sutil elemento de farsa y falsedad que hubiera impedido a un ángel —si los ángeles pudiesen visitar Ardis —encontrarse allí enteramente a gusto. Y, sin embargo, fue un espectáculo maravilloso, que ningún artista habría querido perderse.

La blancura del mantel y el brillo de las velas atraían tímidas o impetuosas mariposas, entre las cuales Ada, guiada por un dedo fantasma, no pudo por menos de reconocer antiguas amigas aladas. Pálidas intrusas que sólo pretendían extender sus frágiles alas sobre alguna superficie brillante, golpeatechos enlevitadas, esfinges invasoras de abdomen rojo con cinturón negro, llegaban a la sala, en tromba o en vuelo planeado, en silencio o zumbando, desde el fondo negro de la noche cálida y húmeda.

Porque era una noche negra, cálida y húmeda de mediados de julio de 1888 en la mansión de Ardis, condado de Ladore; no lo olvidemos, (no lo olvidemos nunca. Cuatro miembros de una misma familia se sentaban en torno a una mesa ovalada, rutilante de flores y cristales. No era una escena de comedia, como habría podido creer (o, mejor, como habría debido creerlo) un espectador (armado de una cámara fotográfica o de un programa) situado en el jardín como en la platea de terciopelo de un teatro. Marina había sido durante tres años amante de Demon. Y desde el final de su aventura otros dieciséis años habían transcurrido. Intervalos de diversa longitud —una laguna de dos meses en la primavera de 1870, otra de unos cuatro meses a mediados de 1871 —no hicieron, en su momento, sino incrementar su ternura y su tormento. La cara de Marina había perdido mucho. Ni sus rasgos endurecidos, ni su modo de vestir (aquel vestido constelado de lentejuelas), ni la redecilla centelleante que recogía sus cabellos teñidos de un rubio rojizo, ni su cuello enrojecido por el sol, ni el maquillaje melodramático con exceso de ocre y de bistre, ni siquiera vagamente podían recordarle a aquél que la había amado con más fuerza que a ninguna otra mujer en toda su vida galante, la elegancia, el encanto y la lírica belleza de Marina Durmanov. Esto le apenaba: aquel total hundimiento del pasado, la dispersión de los trovadores y de la corte itinerante, la imposibilidad lógica de relacionar la dudosa realidad del presente con la realidad indiscutible del recuerdo. Hasta aquellos entremeses del zakusochniy stolde Ardis y las pinturas del techo del comedor estaban desligadas de sus cenas íntimas de otros tiempos. Aunque, bien lo sabe Dios, el triple preámbulo que iniciaba el rito seguía siendo el mismo: setas tiernas en vinagre con sus casquetes de un leonado brillante, perlas grises de caviar fresco y foie-grasde trufas perigordinas.

Demon engulló un último pedazo de pan negro con una lonchita elástica de salmón, ingirió de un trago el último vaso de vodka y ocupó su lugar en la mesa. Marina estaba frente a él, al otro lado del óvalo, en cuyo centro había un gran frutero de bronce lleno de manzanas Calville, que parecían esculpidas, y uvas Persty de forma ovalada. El alcohol, del que ya estaba impregnado el vigoroso organismo de Demon, contribuía, como de ordinario, a la reapertura de lo que él llamaba, con un galicismo, las «puertas condenadas». Al desplegar su servilleta con ese ligero bostezo con que los hombres suelen acompañar el movimiento, se puso a considerar el pretencioso peinado «cielo de estrellas» de Marina, y se esforzó en realizar(en el sentido fuerte de este término, es decir, poseerla realidad de un hecho obligándole a penetrar hasta el centro de la percepción) que tenía ante sí a una mujer a la que había amado más allá de lo soportable y que esa mujer le había amado como una histérica, como una antojadiza, empeñándose en hacer el amor en las alfombras o en almohadones tirados en el parquet («como hacen las personas más distinguidas en el valle del Tigris y del Eufrates»), descendiendo en bobsleighlas pendientes nevadas a las dos semanas de sus partos; apeándose inopinadamente del Orient-Express con cinco maletas, el abuelo de Dack y una doncella ante el ospedale del doctor Stella Ospenko, donde él se reponía de un arañazo recibido en un duelo a espada (todavía visible después de diecisiete años, o casi, como una marca blanca bajo la octava costilla). ¿No es extraño que, cuando volvemos a ver, tras larga separación, a un compañero de colegio o a una tía gorda a quien quisimos mucho de niños, descubrimos intacto el calor humano de la buena amistad, y que eso no ocurre nunca con una antigua amante? Parece como si la parte humana de nuestro afecto hubiera sido barrida al mismo tiempo que las cenizas de la pasión inhumana en una operación de demolición general. Demon la contempló mientras rendía homenaje a la perfección de la sopa. Pero aquella mujer más bien gruesa, buena, sin duda, pero inestable y de rostro desapacible, toda barnizada —nariz, frente y el resto— de una especie de aceite pardusco que ella creía más «rejuvenecedor» que los polvos, le resultaba más extraña que Bouteillan (el cual se la había llevado una vez en brazos, con un desmayo fingido, de una villade Ladore para instalarla en un coche, tras una última, verdaderamente última, escena: la víspera de su boda). Marina, que era por esencia una muñeca con disfraz de persona, no experimentaba ningún malestar equivalente al de Demon, porque estaba desprovista de la visión triple(la imaginación, singularizada y milagrosamente detallada) que otras muchas personas, por lo demás muy comunes y conformistas, pueden poseer también, pero, sin la cual, la memoria (incluso la de un profundo «pensador» o un técnico genial) no es, hay que reconocerlo, más que un clisé o una hoja voladora. No queremos ser demasiado duros con Marina: después de todo, la sangre que corre por sus venas es la misma que late en nuestros pulsos y en nuestras sienes, y muchas de nuestras rarezas proceden de ella y no de él. Sin embargo, no podemos excusarla de la grosería de su alma. El hombre que se sentaba a la cabecera de la mesa, unido a ella por un par de alegres jovencitos —el «galán» a su derecha, la «ingenua» a su izquierda—, no difería en nada del Demon, vestido con un smokingmuy parecido (salvo, quizás, el clavel, tomado evidentemente de un jarrón que Blanche había recibido el encargo de traer de la galería), que, seis meses antes, el día de Navidad, estuvo sentado al lado de ella en casa de los Praslin. El abismo vertiginoso que se abría ante él cada vez que la encontraba de nuevo, aquella terrible «maravilla de la vida» con su revoltijo disparatado de fallas geológicas, no podía ser franqueado por un puente que sólo era para ella una línea discontinua de monótonos reencuentros: el «pobre viejo Demon» (todos sus compañeros de almohada pasaban con ese título a la situación de retirados) aparecía ante ella como un fantasma inofensivo, unas veces en el saloncito del teatro, «entre el espejo y el abanico», otras veces en los salones de amigos comunes, o aquel día en Lincoln Park, cuando le vio indicando con su bastón a un mandril de trasero morado y no la saludó, siguiendo las reglas del gran mundo, porque estaba con una fulana. En algún lugar, más lejos, mucho más lejos en el pasado, descoyuntados y transformados en un melodrama rancio por su memoria corrompida por los teatralismos, estaban los tres años de sus citas de amor (febriles y espaciadas) con Demon, Una aventura tórrida(título de su único éxito cinematográfico), la pasión en los grandes hoteles, las palmeras y los alerces, Demon y su Devoción suprema, Demon y su carácter imposible, las separaciones, las reconciliaciones, los trenes azules, los lloros, las traiciones, los terrores, las amenazas de una hermana loca, impotentes, es cierto, pero que dejan su huella, como zarpazos de tigre, en las cortinas del sueño, sobre todo cuando la noche y la humedad producen fiebre. Y detrás, contra el muro, la sombra del castigo (con ridículas alusiones a la «legalidad»). Todo aquello, embalado, expedido con destino a «Infierno», era pura puesta en escena; sólo en muy raras ocasiones la sorprendía un recuerdo... por ejemplo, un primer plano de dos manos izquierdas pertenecientes a sexos diferentes... pero ¿ocupadas en qué?, Marina no podía recordarlo (¡aunque sólo habían pasado cuatroaños!)... ¿Tocando a cuatro manos...? No, ni Van ni Ada estudiaban piano... ¿Haciendo sombras chinescas en la pared...? Caliente, caliente, pero tampoco era eso. ¿Midiendo algo? Pero, ¿qué? ¿Trepando a un árbol, al tronco liso de un árbol? Pero, ¿dónde, cuándo? Algún día, se decía Marina, hay que poner el pasado en orden. Recuperarlo, retocarlo... Introducir en la película ciertos «fundidos», ciertos «raccords», corregir el desgaste revelador que la emulsión pesenta en ciertos lugares, disminuir con un montaje juicioso la supresión de secuencias suprefluas o embarazosas, conseguir garantías precisas. Algún día, sí, antes de que la muerte venga con su claqueta a cortar la escena.

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