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—Para cenar, me gustaría una botella de vuestro Château Latour d'Estoc —dijo Demon; y cuando el mayordomo, después de haber escamoteado al pasar un pañuelito arrugado de la tapa del piano, hubo salido del salón todavía saludando, prosiguió—: ¿Cómo vas con Ada? Ahora debe tener... casi dieciséis años, ¿no? ¿Es romántica?

—Somos los mejores amigos del mundo —dijo Van, que tenía debidamente preparada la respuesta a una pregunta que esperaba bajo una u otra forma—. Verdaderamente tenemos más cosas en común que, por ejemplo, dos amantes corrientes, o dos primos, o dos gemelos. Quiero decir que somos positivamente inseparables. Leemos mucho. Ada se ha instruido de una manera espectacular gracias a la biblioteca de su abuelo. Conoce los nombres de todas las flores y todos los pájaros de la región. Y, además, es una chica tan divertida...

—Van... —comenzó Demon; pero se detuvo, como tantas veces había empezado y se había detenido durante los últimos años. Había, no obstante, que decirlo algún día, pero el momento no estaba bien elegido. Se ajustó el monóculo y contempló las botellas.

—A propósito, hijo: ¿te apetece alguno de estos aperitivos? Mi padre me permitía un dedo de Lilletovka, terrible pócima, antranou svadi, como diría Marina. Supongo que tu tío tendrá un escondrijo detrás de los libros de su despacho y guardará allí un whisky mejor que este usque ad Russkum. Bien, probemos el coñac, como estaba planeado, a menos que tú seas un filius aquae.

—Yo prefiero el burdeos. Más tarde me concentraré ( nalyagu) en el Latour. Tranquilízate, no soy abstemio. Y, además, el agua de Ardis no es recomendable.

—Debo advertir a Marina —dijo Demon, tras un primer enjuague de encías y un sorbo reposado— que su esposo debería poner término a su afición a la ginebra y dedicarse a los vinos franceses y califranceses, después de ese primer ataque que tuvo. Le vi en la ciudad, hace poco, cerca de Mad Avenue. Caminaba en dirección a mí, del modo más normal del mundo. Y luego, cuando me vio, a una manzana de distancia, fue desacelerando, hasta que acabó por detenerse (¡oh, de un modo lamentable!). Eso no es muy normal. De acuerdo. No presentemos nunca a nuestras enamoradas, como decíamos en Chose, pero, en fin, sólo los yukonianos pueden creer que el coñac es malo para el hígado, porque sólo conocen el vodka. Bueno, me gusta saber que te entiendes tan bien con Ada. Perfecto. Hace un momento, en esa galería, he visto a una doncellita muy linda. Ni una sola vez ha alzado las pestañas y me ha contestado en francés cuando... Por favor, muchacho, mueve un poco esa mampara... Sí, así está bien. La estocada del sol poniente, sobre todo cuando sale debajo de una nube de tormenta, no es para mis pobres ojos. Ni para mis pobres ventrículos. Van, ¿eres sensible a ese tipo de belleza? La cabecita inclinada, la nuca desnuda, los tacones altos, el trotecillo, el contoneo... Te gusta eso, ¿no?

—Bien... (¿hay que revelarle que soy el más joven de los venusianos? ¿Lo será también él? ¿Le enseño el signo? Mejor no hacerlo. Inventemos.)

—...Bien, por el momento descanso, después de mi tórrida aventura, en Londres, con mi pareja de tango, a la que aplaudiste la noche que atravesaste los aires para asistir a nuestra última representación, ¿te acuerdas?

—Por supuesto, por supuesto. Es curioso el adjetivo que has empleado.

—Papá, creo que has bebido bastante coñac.

—Sí, sí —dijo Demon, dando vueltas en su mente a cierta cuestión sutil que sólo la ineptitud de otra conjetura más o menos afín había expulsado del cerebro de Marina (admitiendo que hubiera podido entrar allí por alguna puerta trasera), pues «ineptitud» y «multitud» siempre han sido sinónimos, y nada más multitudinario que una cabeza vacía.

—Naturalmente —continuó Demon —hay mucho que decir en favor de un descanso en el campo.

—La vida al aire libre y todo eso... —dijo Van.

—De todas maneras, es increíble que un jovencito vigile el consumo de alcohol de su padre —comentó Demon, sirviéndose el cuarto chorro de coñac en su copa—. Por el contrario —continuó, acariciando el cáliz, ribeteado de un hilo dorado—, la vida al aire libre puede ser un poco lúgubre sin un amorío estival; y, lo reconozco, en la vecindad no hay muchas chicas como es debido. Estaba la deliciosa Grace Erminin, una pequeña judía muy aristocrática, pero parece que se ha prometido. A propósito, la De Prey me dice que su hijo se ha alistado y pronto va a tomar parte activa en esa deplorable historia extranjera en la que nunca debía haberse mezclado nuestro país. Me pregunto si deja atrás algún rival...

—¡Dios mío, no! —replicó el honrado Van—. Ada es una joven señorita completamente seria. No tiene galán... aparte de mí, ça va seins durs. Oh, papá, hazme memoria, ¿quién era el que decía seins dursen vez de sans dire?

—King Wing, un día que yo le pregunté si estaba contento con su mujer francesa. Bien, me has dado buenas noticias de Ada. ¿Dices que le gustan los caballos?

—Le gustan todas las cosas que gustan a nuestras bellas: las orquídeas, los bailes y El jardín de los cerezos.

Y he aquí que Ada en persona irrumpe en la habitación. ¡Sí, sí, soy yo! Resplandeciente.

El viejo Demon, arqueando sus alas tornasoladas, se levantó a medias; pero volvió a caer en su asiento, con un brazo alrededor de Ada y la otra mano sosteniendo la copa. Besó a Ada en el cuello y en los cabellos, sumergiéndose en su frescor con un fervor excesivo para un tío.

—¡ Gosh! —exclamó la chica, con una ingenua explosión de argot de nodriza que enterneció a Van; su padre mismo no pareció experimentar tanta umilenié(ternura)—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Abriéndote camino con las garras a través de las nubes y abatiéndote sobre el castillo de Tamara!

(Lermontov parafraseado por Lowden.)

—La última vez que disfruté de tu presencia —dijo Demon— fue en el mes de abril. Llevabas un impermeable con capucha blanca y negra, y apestabas a no sé qué droga de arsénico, porque volvías del dentista. El doctor Pearlman se casó con su secretaria, te alegrarás de saberlo. Y ahora, querida, vamos a las cosas serias. Acepto tu vestido (esa vaina negra desmangada), tolero tu romántico peinado, no me gustan mucho esos escarpines na bosu nogu(que te dejan casi descalza), tu perfume Beau Masque puede pasar... Pero, encanto, detesto y rechazo tu lívido lápiz de labios. Quizás sea la moda en ese viejo Ladore, pero ya no se usa en Man ni en Londres.

Ladno(de acuerdo) —dijo Ada; y, descubriendo sus grandes dientes, se frotó sin piedad los labios con un pañuelito que se había sacado del pecho.

—Eso es también provinciano. Deberías llevar un bolsito de seda negra. Y ahora voy a demostrarte lo buen adivino que puedo ser: tu sueño es convertirte en concertista de piano.

—¡Nada de eso! —dijo Van, indignado—. ¡Qué absurdo! No toca ni una sola nota.

—Bien, no hablemos más —dijo Demon—. La Observación no siempre es la madre de la Deducción. Pero no hay nada vergonzoso en olvidar un pañuelo en la tapa de un Bechstein. No tienes que ponerte tan colorada, cariño. Voy a recitarte algo como intermedio cómico:

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