Литмир - Электронная Библиотека
A
A

(bajo el cielo bochornoso de Argentina

al ritmo ardiente de la mandolina.)

La frágil y pelirroja «Rita» (Van no supo nunca su verdadero nombre), linda karaíta originaria de Chufut Kalé, donde, como ella decía con nostalgia, el cornejo ( kizil) de Crimea exhibe sus flores amarillas entre los áridos roquedales, se parecía extrañamente a la Lucette de diez años más tarde. Mientras bailaban juntos, todo lo que Van veía de ella era el vivo movimiento de sus zapatitos de plata, andando y girando al mismo ritmo que las palmas de Van. Éste se resarcía durante los ensayos. Una noche le pidió una cita. Ella se negó indignada, diciendo que adoraba a su marido (el maquillador) y que detestaba a Inglaterra.

Chose gozaba de una vieja reputación por el rigor de sus reglamentos, así como por la brillantez de sus bromistas. La identidad de Mascodagama no podía escapar al interés ni al conocimiento de sus autoridades. El tutor de Van, un homosexual austero y decrépito, desprovisto del más mínimo sentido del humor y dotado de un respeto innato por todos los convencionalismos de la vida académica, advirtió a un Van muy irritado y casi descortés, que en su segundo año de Chose no debería combinar la ciencia con el circo, y que, si se obstinaba en jugar a «excéntricos», sería expulsado del colegio. El enojoso personaje escribió además una carta a Demon, rogándole que hiciese de modo que su hijo abandonase las proezas físicas, en beneficio de la filosofía y la psiquatría, tanto más cuanto que Van era el primer americano (¡y a los diecisiete años!) que había conseguido el Premio Dudley (por un ensayo sobre la locura y Ja vida eterna). Van no estaba aún muy seguro sobre qué compromiso podría encontrar entre el orgullo y la prudencia cuando partió para América, a principios de junio de 1888.

XXXI

Van volvió a la mansión de Ardis en 1888. Llegó en una tarde nubosa del mes de junio, sin ser esperado, ni invitado, ni requerido, con un collar de diamantes arrollado en el bolsillo. Cuando se acercaba, descubrió, en un césped lateral, una escena extraída de alguna vida nueva y que se ensayase allí para una película desconocida, sin él ni para él. Al parecer, había habido una gran reunión, que estaba ya disolviéndose. Tres damas jóvenes, con vestidos amarillo-azul de Vass y elegantes chales en arco iris, rodeaban a un joven algo gordo, algo presumido y algo calvo, que tenía en la mano una flauta campestre y que miraba hacia abajo, desde la terraza del salón, a una chica vestida de negro y con los brazos desnudos. Frente a la escalinata, un chófer canoso estaba tratando de poner en marcha un viejo coche deportivo que se sobresaltaba a cada golpe de manivela. Los brazos desnudos, ampliamente abiertos, sostenían desplegada la capa blanca de la baronesa Von Skull, tía abuela de la joven. Sobre el blanco de la capa, la esbelta figura de Ada se perfilaba en negro —el negro de su elegante vestido de seda, sin mangas, sin adornos, sin recuerdos—. La vieja baronesa de lentos ademanes buscaba a tientas alguna cosa bajo su brazo derecho, después bajo el izquierdo —no se sabe qué, una muleta, el extremo suelto de una banda con dije colgante—, y, cuando se volvió a medias para recoger su capa (tomada de manos de su sobrina nieta por un lento criado contratado hacía poco), Ada también si volvió a medias y su garganta, todavía sin adornos, dejó ver su blancura, mientras subía corriendo los escalones del pórtico.

Van la siguió al interior de la casa, entre las columnas del vestíbulo, a través de un grupo de invitados y hasta una mesa lejana con botellas de cristal llenas de ambrosíade cerezas. Ada no llevaba medias, aunque eso fuese contra la moda. Sus pantorrillas eran nerviosas y pálidas, (aquí introduzco una nota para una novela fantasma) «el profundo escote de su vestido negro proporcionaba un agudo contraste entre la blancura mate y familiar de su piel y la cola de caballo negra y brutal de su nuevo peinado».

Van se sentía dividido entre dos emociones que se excluían mutuamente: por un lado, la certidumbre enloquecedora de que en cuanto llegasen, en el laberinto de la pesadilla, cierto cuartito de luminosa memoria, provisto de un lecho y un lavabo infantil, ella se le uniría, con su belleza nueva; por otro lado —el lado sombrío —el terror pánico de encontrarla cambiada, detestando lo que él deseaba como una obra mala y condenable y revelándole el horror de la nueva situación: ambos estaban muertos, o sólo existían como figurantes en una casa alquilada para el rodaje de una película.

Pero unas manos que le ofrecían vino o almendras, o que se ofrecían a sí mismas, se interfirieron en su indagación sonambulesca. Apresuró el paso sin hacer caso de las exclamaciones de saludo: el tío Dan, lanzando un grito, le señalaba con el dedo a un desconocido que fingía admiración por aquel truco óptico, y, casi al mismo tiempo, una Marina repintada, con peluca roja, muy achispada y muy llorosa, pegaba sus labios enviscados de vodka con cerezas a sus mejillas y demás partes no protegidas, con sonoras demostraciones colmadas de sonidos maternales, gemidos ahogados y mugidos de ternura rusa.

Van se soltó y reemprendió su búsqueda. Ella había pasado al salón, pero en la expresión de su espalda, en la tensión de sus omoplatos, Van supo que le había visto. Se secó la oreja humedecida y ensordecida, y saludó con un gesto de cabeza al vaso levantado de un fornido muchacho rubio (¿Percy de Prey? ¿O era que Percy de Prey tenía un hermano mayor?). Una chica, la cuarta en lucir la «creación» de verano —trigos y acianos —del modisto canadiense, detuvo a Van para informarle con un gracioso mohín gentil de que no la había reconocido, lo cual era cierto.

—Estoy molido. Mi caballo ha metido un casco entre las planchas herrumbrosas del puente de Ladore. Ha habido que matarlo. He caminado más de tres leguas. Creo que estoy soñando. Me parece que usted es la señorita Durêvaussi.

—No, soy Córdula —pero él ya se había marchado.

Ada había desaparecido. Luego de haberse desembarazado del canapé de caviar que descubrió, pegado como una etiqueta, entre sus dedos, se encaminó a la antecocina y pidió a un nuevo criado, hermano de Bout, que le condujera a su antigua habitación y que le llevase uno de aquellos tubos de caucho que utilizaba cuatro años antes, en su infancia. Además de algún pijama que sobrase. Su tren había descarrilado en pleno campo, entre Ladoga y Ladore, y había hecho más de treinta kilómetros a pie, y Dios sabía cuándo le llegaría el equipaje.

—Acaba de llegar —dijo el verdadero Bout con una sonrisa a la vez confidencial y fúnebre (Blanche le había dado calabazas).

Antes de bañarse, Van sacó el cuello por la estrecha ventana para ver los laureles y las lilas de la escalinata, desde donde subía el alegre guirigay de las despedidas. Advirtió a Ada, que corría detrás de Percy de Prey, el cual se había puesto su sombrero de copa gris perla y se alejaba travesando un cuadro de césped. Aquella imagen revivió en la mente de Van el recuerdo fugitivo de cierto paddockdonde él y Percy habían hablado una vez de un caballo cojo y de Riverlane. Ada alcanzó al joven en una súbita mancha de sol. Él se detuvo, y ella le dijo unas palabras moviendo bruscamente la cabeza, como hacía cuando estaba inquieta o descontenta. De Prey le besó la mano. Era francés, pero correcto. Ahora bien, mientras ella le hablaba, retuvo la mano que había besado, y la besó de nuevo; y eso no se hacía, eso era espantoso, eso era intolerable.

50
{"b":"143055","o":1}