(«No hablemos más —escribió Ada, a la que en este pasaje parafraseamos —de esas miserables excusas—. Todo lo que nosotras nos dijimos es que estabas bebido. Pero nunca más te invitaré a Brownhill, amor mío.»)
XXVIII
El año 1880 (todavía vivía Aqua, Dios sabe cómo, Dios sabe dónde) resultaría el más genial, el más fértil en recuerdos de la larga, demasiado larga, nunca demasiado larga vida de Van. Tenía entonces diez años de edad. Su padre había pasado bastante tiempo en las regiones del Oeste, donde el espectáculo de las montañas multicolores producía en Van el efecto que siempre ha producido en los jóvenes rusos de genio. Era capaz de resolver un problema de integrales de Euler o de aprender de memoria El caballero sin cabezade Puchkin en menos de veinte minutos. Indolentemente tumbado a la sombra violeta de los farallones color de rosa, en compañía de un tal Andrei Andreievich, sudoroso de entusiasmo en su blusa blanca, que pasaba las horas estudiando poetas rusos de primera y segunda fila, y descifrando, a través de las facetas diamantinas de los tetrámetros de Lermontov, las alusiones desorbitadas, pero, en el fondo aduladoras, a los'ámóres y a los viajes aèreos de su padre en una vida anterior. Tuvo que esforzarse en contener las lágrimas (AAA se sonaba ruidosamente la gruesa nariz roja) cuando su preceptor le enseñó la huella rústica del pie desnudo de Tolstoi, grabada en la arcilla de un autódromo de Utah donde nuestro autor había escrito la historia de Murat, el jefe navajo, bastardo de un general francés, asesinado en su piscina por Cora Day. ¡Qué soprano, aquella Cora, en sus buenos tiempos! Demon llevó a Van a la mundialmente famosa Ópera House de Telluride, Colorado Occidental, donde pudo admirar (y a veces detestar) los más grandes espectáculos internacionales: comedias inglesas en verso libre, tragedias francesas en dísticos rimados, tonitronantes dramas musicales germánicos, con gigantes, hechiceros y un caballo blanco que defeca. Hizo la experiencia de diversas aficiones menores: magia de salón, ajedrez, combates de boxeo de peso pluma en las ferias de pueblo, acrobacia ecuestre, etcétera, sin olvidar, desde luego, los inolvidables pases de iniciación, excesivamente precoces, que le prodigaba su joven y encantadora institutriz inglesa de menudos senos cuando le mimaba con pericia entre el batido de leche y la cama, mientras se vestía para pasar la noche en compañía de su hermana, de Demon y de un personaje que acompañaba siempre a Demon en sus recorridos a los casinos, un tal Mr. Plunkett, fullero rege, nerado, en funciones de guardia de corps y ángel guardián, monitor consejero.
En el apogeo de su vida aventurera, Mr. Plunkett había sido uno de los más grandes manipuladores de cartas —más discretamente llamados «ilusionistas del juego»—, tanto de Inglaterra como de América A los cuarenta años, en medio de una partida de poker, fue traicionado por un desfallecimiento de origen cardíaco (el cual, ay, permitió a las viles manos de un mal perdedor limpiarle los bolsillos). Pasó varios años en la cárcel, se convirtió al catolicismo de sus antepasados y, una vez cumplida la condena, hizo algún trabajo de apostolado misionero, escribió un opúsculo sobre prestidigitación, redactó la sección de bridge en algunos periódicos e hizo un poco de confidente de la policía (tenía dos hijos en la profesión, dos mocetones). Los ultrajes del tiempo, junto con ciertos retoques quirúrgicos practicados sobre sus rudos rasgos, habían hecho que su cara grisácea fuese, ya que no más atractiva, sí irreconocible para todo el mundo, salvo para algunos viejos compinches que de todos modos (desde entonces) procuraban evitar su refrigerante compañía. Van le encontró todavía más fascinante que a King Wing. Brusco, pero amistoso, Mr. Plunkett no pudo por menos de explotar aquella fascinación (a todos nos gusta saber que gustamos) iniciando a su joven admirador en los trucos de un arte que había pasado a ser puro y abstracto, y, por lo tanto, auténtico. Mr. Plunkett consideraba el empleo de toda clase de medios mecánicos (espejos o el vulgar «rastrillo de la manga») como sumamente inseguros, por la misma razón que la gelatina, la muselina o las manos suplementarias de goma empañan y acortan la carrera de muchos médiums profesionales. Enseñó a Van cómo desenmascarar al tramposo que se rodea de objetos brillantes (los profesionales llaman «árboles de Noel» a esos aficionados, algunos de los cuales son socios de clubs respetables). Míster Plunkett sólo creía en la habilidad manual. Los bolsillos secretos resultaban a veces útiles; pero, ay, era posible darles la vuelta, y entonces se volvían contra uno. Lo verdaderamente valioso era el «contacto» de la carta, la delicadeza de la manipulación, la maestría del barajado falso, el falso abanico, la transformación de la primera carta del mazo, la habilidad al repartir, y, por encima de todo, una agilidad digital con la que podía llegarse, a fuerza de práctica, tanto a escamoteos de naturaleza casi milagrosa como a la materialización de un comodín o a La Metamorfosisde dos parejas en cuatro reyes. Una regla de validez absoluta, para el discreto empleo de un mazo adicional, era la referente a la memorización de los descartes, cuando el reparto no había sido preparado de antemano. Durante un par de meses Van practicó trucos con cartas, y luego se dedicó a otros entretenimientos. Era un aprendiz que aprendía a prisa y sabía conservar en buen estado sus frascos etiquetados.
En 1885, cuando terminó sus estudios preparatorios, Van marchó a Inglaterra e ingresó, como lo habían hecho sus antepasados, en la Universidad de Chose. De cuando en cuando hacía una escapada a Londres, o bien a Lute (como los coloniales británicos, prósperos, pero no demasiado refinados, llaman a la encantadora y melancólica ciudad gris perla situada al otro lado de la Mancha). Un día del invierno de 1886-1887, en la lúgubre y fría Chose, durante una partida de poker con dos estudiantes franceses y cierto condiscípulo a quien llamaremos Dick C, en el elegante apartamento que éste ocupaba en Serenity Court, Van se dio cuenta de que los gemelos franceses estaban perdiendo no sólo por el estado de radiante y radical borrachera en que se encontraban, sino también porque Milord era uno de aquellos «cretinos de cristal» del vocabulario de Plunkett, hombre de muchos espejos —pequeñas superficies reflectantes de forma y orientación diversa que lucían discretamente en el reloj o el sello de la sortija, disimuladas como luciérnagas hembras en la espesura, por debajo de la mesa, en el interior de una manga o sobre los bordes de los ceniceros, cuyas posiciones Dick no cesaba de variar con aire de inocencia Todo aquello, como cualquier tramposo sabe, era tan tonto como superfluo.
Cuando llevaban perdidos varios miles de libras, Van, que estaba esperando su hora, juzgó oportuno poner en práctica algunas antiguas lecciones. El juego se había interrumpido momentáneamente. Dick se levantó y se dirigió al interfono instalado al fondo de la pieza para encargar que subieran más vino. Los desgraciados gemelos se pasaban de mano en mano una estilográfica para proceder a la estimación de sus pérdidas, todavía superiores a las de Van. Éste deslizó una baraja en su bolsillo y se levantó para desentumecerse las espaldas.
—A propósito, Dick, ¿no habrás conocido por casualidad en Estados Unidos a un jugador llamado Plunkett? Cuando yo le conocí era un buen hombre, gris y calvo.
—¿Plunkett? ¿Plunkett? Debe ser de una época anterior. ¿Es ése que se hizo vicario o algo así? ¿Por qué?