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eres , guía, el fantasma.

Robles y trigos habrán muerto,

pero ella sigue a mi lado.»

XXIV

Luego que Lettrocalamitas (¡vieja broma de Vanvitelli!) hubo sido anatematizado en todo el mundo (su mismo nombre se había convertido en una «palabrota» en las familias de la Muy Alta categoría social a la que tenían la suerte de pertenecer los Veen y los Durmanov), y que los ingeniosos dispositivos que le habían sido sustituidos quedaron exclusivamente reservados a esos aparatos de eminente utilidad llamados teléfonos, a los motores (¿qué más?) y, en fin, a todos esos pequeños inventos ante los cuales la gente común se queda con la lengua fuera, una lengua sedienta, más anhelante que la de un perro de caza, algunas amables fantasías, como las cintas magnetofónicas, juguetes favoritos de los antepasados de Van y Ada (el príncipe Zemski tenía uno por cada cama de su harén de colegialas) dejaron de fabricarse, excepto en Tartaria, donde habían dado origen a los minirechi(o «minaretes parlantes»), de fabricación secreta. Si el derecho y las buenas costumbres hubieran autorizado a nuestros eruditos enamorados a poner en marcha el misterioso aparato que descubrieron un día en su buhardilla mágica, no dudamos que habrían registrado (para volver a oírlas ocho decenios más tarde) las arias de Giorgio Vanvitelli o las conversaciones de Van Veen con su enamorada. He aquí, por ejemplo, lo que habrían podido oír hoy... divertidos, confundidos, tristes, maravillados...

(El narrador: aquel día de verano, Ada y Van, que habían entrado hacía poco en la fase «besos» de una aventura infinitamente prematura y, en muchos aspectos, fatal, se dirigían hacia el Pabellón de Armas, aliasGalería de Tiro. Habían descubierto allí, en el piso superior, una pequeña pieza de estilo oriental, con vitrinas empañadas que en otro tiempo habían contenido pistolas y puñales, a juzgar por los contornos sombreados impresos en el viejo terciopelo; un refugio melancólico y encantador, con un cierto olor a moho, un banquillo con almohadones en el hueco de una ventana y una lechuza disecada en un estante, al lado de una botella de cerveza vacía abandonada por un viejo jardinero muerto sin duda años antes; en la etiqueta, de una marca anticuada, se leía aún la fecha de 1842.)

—Procura que no hagan ruido las llaves —dijo Ada—. Lucette la que algún día estrangularé, nos está espiando.

Atravesaron un bosquecillo y pasaron ante una gruta.

—Oficialmente —dijo Ada— somos primos hermanos, y los primos pueden casarse con una licencia especial, siprometen esterilizar a sus cinco primeros hijos. Pero, al mismo tiempo, el suegro de mi madre era hermano de tu abuelo. ¿Estoy en lo cierto?

—Al menos, eso es lo que me han dicho —replicó Van, con seré-nidad.

—No es un parentesco lo bastante lejano —murmuró Ada—. ¿O quizás sí?

—Lo bastante para que seamos amantes.

—Es curioso... Acabo de ver esa frase escrita en pequeñas letras violetas, medio segundo antes de que tú la expreses en naranja. Como la nubécula de humo que precede al estampido del cañón lejano.

—Físicamente —continuó Ada— parecemos gemelos más que primos; y, evidentemente, los gemelos, como en general los hijos de los mismos padres, no tienen derecho a casarse; y, si lo hacen, son encarcelados; y, si reinciden, se les castra.

—A menos —dijo Van— que hayan sido declarados primos por un decreto especial.

(Van estaba ya ocupado en descorrer el cerrojo de la puerta, aquella puerta verde que tantas veces debían golpear con puños sin huesos en sus posteriores sueños separados.)

En otra ocasión, durante un paseo en bicicleta (salpimentado por algunas paradas) sobre caminos forestales y rutas agrestes, poco después de la Noche de la Granja Incendiada, pero antes de que hubiesen descubierto el herbario de la buhardilla y encontrado la confirmación de algo que uno y otro habían presentido oscuramente y de un modo divertido, más corporal que moral, Van mencionó que él había nacido en Suiza y había ido dos veces a Europa durante su infancia. Ada no había ido más que una vez. Solía pasar el verano en la casa de Ardis, y el invierno en Kaluga, en la vivienda urbana de sus padres: dos pisos altos del antiguo chertog(palacio) Zemski.

En 1880, Van, que entonces tenía diez años, había viajado en trenes de metal plateado equipados con baños-ducha en compañía de su padre, de la muy bella secretaria de su padre, de la hermana de la secretaria que, a los dieciocho años, llevaba guantes blancos (y servía algo así como de institutriz inglesa y de ordeñadora del niño) y de su propio, angélico y casto preceptor ruso Andrei Andreievich Aksakov («AAA»). Habían pasado unos días en alegres lugares turísticos de Luisiana y Nevada. Van recordaba que AAA había explicado a un negrito con el cual él se había peleado que Puchkin y Dumas tenían sangre africana en las venas, a lo cual el chiquillo contestó sacando la lengua a AAA, procedimiento nuevo e interesante que Van ensayó a la primera ocasión y que le valió un bofetón de la menor de las Miss Fortuna («¡métela en la boca!»). Van recordaba también a un alemán que le decía a otro, en el vestíbulo de un gran hotel, que el padre de Van, que acababa de pasar silbando uno de los tres aires de su repertorio, era un «paharro» (¿un pajarito? No, no; «un pájaro... de cuenta»).

Antes de su ingreso en el colegio, el joven Van pasaba los inviernos en casa de su padre, encantadora vivienda de estilo florentino que se alzaba entre dos terrenos desocupados, en el número 5 de Park Lane, en Manhattan (y que pronto se vería flanqueada por dos gigantescos guardas de corps dispuestos a hacerla saltar de allí), a menos que la familia viajase al extranjero. Radugalet, «el otro Ardis», era mucho más frío y triste en verano que «el verdadero Ardis», «el Ardis de Ada». Una vez, una sola (debió ser en 1878), Van había pasado allí el invierno yel verano.

Desde luego, desde luego, porque Ada recordaba que aquella fue la primera vez que le había visto, con su trajecito blanco de marinero y su gorra azul («un típico angelochek», comentó Van, en la jerga de Raduga). Él tenía ocho años y ella seis. Tío Dan había expresado inesperadamente el deseo de volver a ver la vieja propiedad. En el último momento Marina había anunciado que ella también iría, a pesar de las protestas de Dan, y había izado a la pequeña Ada (¡aúpa!) a la calesa con su aro. Tomaron, al parecer, el tren de Ladoga a Raduga, porque Ada se acordaba muy bien de cómo el jefe de estación avanzaba a lo largo del andén, con el pito colgando del cuello, cerrando una tras otra las seis portezuelas de cada vagón —consistente en seis carrozas de una sola ventanilla, soldadas en un mismo cuerpo. «Una torre en la bruma», sugirió Van (Ada llamaba así a todos sus buenos recuerdos). Poco después, el jefe de tren, subido al estribo de la carraca en marcha, avanzaba de vagón en vagón y volvía a abrir las puertas, para picar los billetes, repartirlos, cobrar, mojarse el pulgar y devolver el cambio —un trabajo sucio, sí, pero también «una torre malva». ¿Habían tomado un automóvil lando para trasladarse a Radugalet? Diez millas, calculaba Ada; diez verstas, afirmaba Van. Ella reconocía su error. Él había salido, suponía, na progulke(a pasear) por el tenebroso bosque de abetos, en compañía de Aksakov, su preceptor, y por el chico de un vecino, el nieto de Bagrov, a quien él embromaba y fastidiaba desconsideradamente, un simpático muchachito muy tranquilo que a su vez martirizaba y asesinaba a los topos y a todo cuanto tenía piel, comportamiento verosímilmente patológico. Pero, cuando llegaron, nuestros viajeros descubrieron que Demon no esperaba a las damas. Estaba en la terraza, bebiendo vino de oro (whisky dulce), en compañía de una huérfana que pretendía haber adoptado, una encantadora rosa silvestre de Irlanda en la que Marina reconoció a primera vista a la impúdica fregona que había trabajado algún tiempo en Ardis antes de hacerse raptar por un caballero desconocido... que ahora pasaba de golpe a ser perfectamente conocido. Por aquellos días, tío Dan, para copiar a su primo, llevaba un monóculo, que se ajustó para contemplar a Rosa, la cual, tal vez, también le había sido prometida (aquí Van interrumpió a su interlocutora para recomendarle que cuidase su vocabulario). La escena acabó en catástrofe. Con lánguidos gestos, la huérfana se quitó los pendientes de perlas para dárselos a admirar a Marina. El abuelo Bagrov, que acababa de echar un suefiecito en el gabinete, entró arrastrando los pies y tomó a Marina por una grande cocotte, o, al menos, eso fue lo que conjeturó la ofendida dama en la primera ocasión que tuvo de hacerse oír al desgraciado Dan. Marina renunció a pasar la noche en aquella pocilga, y salió con paso majestuoso, llamando a Ada, la cual había recibido la consigna de «jugar en el jardín» y estaba ocupada en mascullar, y en numerar en color de carne viva los troncos blancos de una hilera de abedules jóvenes, valiéndose de un lápiz de labios hurtado a Rosa en los preámbulos de un juego del que no se acordaba (¡qué lástima!, comentó Van). Su madre, tomándola impetuosamente de la mano, se la llevó a Ardis en el mismo taxi, abandonando a Dan a sus propios medios (y a sus sucios fines, nueva interpolación de Van). Llegaron a la salida del sol. Pero, añadió Ada, justo antes de ser sacada del jardín y privada de su lápiz (arrojado por Marina k chertyam sobach'im, a los perros del infierno, lo que nos recuerda, por asociación de ideas, al perrito de Rosa empeñado en apretar la pantorrilla de Dan), el azar le ofreció la encantadora visión del pequeño Van, que volvía a casa en compañía de otro tierno muchacho, y de Aksakov, con su blusa blanca y su barba rubia; y... ¡ah, sí!, había olvidado su aro... o no, el aro seguía en el taxi. Van, por su parte, no conservaba ni el menor recuerdo de aquella visita, ni siquiera de aquel verano en particular, y, de todos modos, la vida de su padre era una rosaleda en cualquier estación, y él mismo había sido muchas veces acariciado por las lindas manos sin guantes de la joven Miss Fortuna, lo que, desde luego, no era cosa que interesara a Ada.

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