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—Me pregunto —dijo Ada —si esa tentativa de descubrimiento se merece la policromía de una vidriera. Podemos saber el tiempo que hemos tomado. Podemos saber el tiempo que hemos dado. Pero no podemos saber lo que es el Tiempo. Sencillamente, nuestros sentidos no han sido hechos para percibirlo. Es como...

QUINTA PARTE

I

Yo, Van Veen, os saludo. Saludo a la vida, a Ada Veen, al doctor Lagosse, a Stephan Nootkin, a Violet Knox, a Ronald Oranger. Hoy es mi nonagésimo-séptimo cumpleaños. Desde mi maravillosa butaca Buen-reposo oigo rechinar un arado y ruido de pasos en el jardín deslumbrante de nieve. Oigo, también, a mi viejo ayuda de cámara ruso, que es más sordo de lo que él se cree, cómo abre y cierra cajones con tiradores de anilla en mi vestidor. Esta quinta parte no debe ser considerada como un epílogo: es la verdadera introducción de mi Ada o el ardor, Crónica Familiar. Noventa y siete por ciento de verdad, tres por ciento de verosimilitud.

De sus muchas moradas, tanto en Europa como en los trópicos, fue el Castillo de Ex, en los Alpes suizos —construcción reciente, con una columnata y torres almenadas—, la que se convirtió en su residencia favorita, sobre todo a mitad del invierno, cuando el aire famoso por su brillantez (le cristal d'Ex) «rivaliza con las más elevadas expresiones del pensamiento humano: la matemática pura y el descifrado de claves» (fórmula publicitaria todavía no publicada).

Dos veces al año, por lo menos, nuestra feliz pareja se regalaba con un viaje bastante largo. Ada ya no criaba ni coleccionaba mariposas, pero, en su activa vejez, se dedicó a filmarlas en su medio natural, en el fondo de su jardín o en el fin del mundo, volando y aleteando, posándose en las flores o en las basuras, deslizándose sobre la hierba o el granito, apareándose o luchando. Van la acompañaba en sus viajes de safari fotográfico al Brasil, al Congo, a Nueva Guinea, pero prefería, en secreto, el lento saborear de una bebida en el interior de su tienda a una larga espera en la sombra de un árbol, al acecho de una especie rara que viniese, atraída por el señuelo, a dejarse fotografiar en color. Haría falta un segundo libro para describir las aventuras de Ada en Adalandia. Las películas —y sus actores crucificados (ejemplares etiquetados bajo vidrio)— pueden verse, a horas convenidas, en el Museo Lucinda, Park Lane n.° 2, Manhattan.

II

Van había sido fiel a la divisa ancestral: «La buena salud es una buena herencia». A los cincuenta años, no recordaba haber visto la lenta huida del corredor del hospital (y dos pies impecablemente calzados de blanco que se alejaban con ligereza) ante la silla de ruedas que le transportaba, más que una sola vez. Sin embargo, ahora notaba que ciertas fisuras furtivas y bifurcadas aparecían frecuentemente en el muro de su bienestar físico, como si la inevitable descomposición estuviese enviándole, a través del tiempo lúgubre y estático, sus primeros emisarios. Cuando tenía la nariz obstruida, soñaba que se ahogaba; y, en los inicios del más ligero resfriado, acechaban las neuralgias intercostales con su arpón despuntado. Cuanto más grande era su mesa de noche, tanto más se llenaba de artículos absolutamente imprescindibles: gotas nasales, caramelos de eucaliptus, tapones de cera para los oídos, comprimidos estomacales, somníferos, agua mineral, pomada de cinc en tubo con tapón de recambio (para el caso de que el primero se perdiese bajo la cama) y un gran pañuelo para enjugarse el sudor que se le acumulaba entre la mandíbula y la clavícula derecha, no habituadas aún a la nueva consistencia de su carne ni a su insistencia en dormir solamente sobre el costado derecho para no oírse el corazón: una noche de 1920 había cometido el error de calcular (contando con otro medio siglo de existencia) cuántos latidos le quedaban aún, y ahora la absurda rapidez de la cuenta atrás le irritaba y aceleraba el ritmo en el que se oía morir. Durante sus peregrinaciones solitarias y perfectamente superfluas había desarrollado una morbosa sensibilidad hacia los ruidos nocturnos de los hoteles de lujo (la gogofonía de un camión: tres «dolorcibelios»; las vociferaciones estúpidas que intercambian los jóvenes aprendices en la calle desierta en la noche del sábado: treinta; los rumores del piso de abajo transmtidos por el radiador de la calefacción: trescientos); pero, aunque indispensables en los momentos de total desesperación, los tapones de cera rosa tenían el inconveniente (sobre todo cuando había bebido demasiado) de amplificar la pulsación de sus sienes, los extraños pitidos que escapaban de su cavidad nasal, aún no explorada, y el atroz crujido de sus vértebras cervicales. Van achacaba a un eco de aquel crujido, transmitido al cerebro por el sistema vascular antes del afianzamiento del sueño, la misteriosa detonación que se producía en alguna parte de su cabeza en el instante en que sus sentidos traicionaban a su consciencia. Las pastillas de menta y los demás caramelos alcalinos resultaban a veces impotentes para aliviar los demasiado conocidos ardores de estómago que sufría invariablemente cuando había tomado salsas excesivamente sabrosas Por el contrario, se regocijaba con juvenil entusiasmo de los maravillosos efectos de una cucharada de bicarbonato disuelto en agua, que nunca dejaba de provocar tres o cuatro eructos tan voluminosos como las burbujas coloreadas de su infancia.

Antes de haber trabado conocimiento (a los ochenta años) con el tierno y delicado, sabio y libertino doctor Lagosse, el cual, desde entonces, vivió con él y con Ada, y les acompañó en sus viajes, Van detestaba a los médicos. A pesar de sus estudios de medicina, no podía librarse del inconfesado sentimiento, digno de la credulidad de un patán, de que el médico que aprieta la pera de un esfigmomanómetro o escucha su respiración sibilante sabe ya (aunque lo mantiene en secreto) la naturaleza de la enfermedad incurable diagnosticada con tanta certeza como la misma muerte. Se acordaba, con expresión torva, de su difunto cuñado, cuando se sorprendía ocultando a Ada que la vejiga le importunaba demasiado frecuentemente, o que había sufrido un nuevo vértigo después de cortarse las uñas de los pies (un pequeño trabajo que hacía personalmente, porque no podía soportar que cualquier otra mano humana tocase sus pies desnudos).

Haciendo cuanto estaba en su poder para aprovecharse de su cuerpo (que pronto iba a serle retirado, como un plato del que uno recoge las últimas y sabrosas migajas), apreciaba ahora placeres tan modestos como la satisfacción de hacer salir de su piel la larvita de una espinilla, o de alcanzar con la uña puntiaguda de su dedo meñique la gema de un granito en el fondo de su oreja izquierda (la derecha era menos interesante), o de permitirse lo que Bouteillan solía denominar le plaisir anglais, que consistía en sumergirse en el baño hasta el mentón, retener el aliento y dejar escapar de su cuerpo un agua secreta y silenciosa.

Por el contrario, los males de la vida le afectaban aún más vivamente que en el pasado. Gemía, con los tímpanos martirizados, cuando un saxofón sonaba, o cuando uno de esos embrutecidos jóvenes, verdaderos infrahombres, desencadenaba el trueno infernal de su motocicleta. El comportamiento obstruccionista de objetos estúpidos y hostiles —el bolsillo que no sirve, el cordón del zapato que se rompe, la percha vacía que se desprende y cae tintineando en la oscuridad de un ropero— le hacía pronunciar el juramento edípico de sus antepasados rusos.

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