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Los Tres Cisnes, donde tenía reservadas las habitaciones 508, 509 y 510, habían experimentado diversos cambios desde 1905. El Lucien de nariz de ciruela y vientre prominente que le recibió no le reconoció a primera vista... y luego comentó que el señor no había «desmejorado» precisamente, aunque, en realidad, Van había casi vuelto al peso que tenía diecisiete años antes, tras dejarse varios kilos en los Balkanes, gracias a las escaladas practicadas en compañía de la entusiasta pequeña Acrazia (depositada después en un internado elegante de los alrededores de Florencia). No, la señora Vinn Landère no había llamado. Sí, el hall había sido renovado. El suizo alemán Louis Wicht dirigía el hotel desde la muerte de su suegro, Luigi Fantini. En el gran salón, del cual la puerta abierta permitía una vista parcial, la inmensa y memorable pintura —tres Ledas de anchas caderas cambiando impresiones lacustres— había sido remplazada por una obra de arte neo-primitiva de tres huevos amarillos y un par de guantes de lampista destacando sobre lo que parecían ser los azulejos de un cuarto de baño. Cuando Van, seguido de un recepcionista vestido de negro, entró en el ascensor, éste emitió bajo la presión de sus pies un sonido hueco y metálico, y, una vez en marcha, empezó a difundir un reportaje fragmentario de alguna competición... quizás una carrera de triciclos. Van no pudo por menos de lamentar que aquella caja ciega y funcional (aún más exigua que el montacargas de servicio que en otros tiempos había utilizado) remplazase ahora al lujoso vehículo de antaño —verdadera sala de espejos ascendentes— cuyo antiguo manipulador (ocho lenguas, patillas blancas) se había transformado en un pulsador más.

A la entrada de la habitación 509, Van reconoció el Bruslot à la sondejunto a la alacena blanca que siempre parecía estar embarazada (y bajo cuyas puertas correderas se enganchaba invariablemente la alfombra, hoy desaparecida). En el salón no reconoció más que un escritorio y la vista que se disfrutaba desde la terraza. Todo lo demás —los ornamentos semitransparentes en forma de espigas de trigo, las inflorescencias de cristal, los sillones tapizados de seda— había sido licenciado en beneficio de accesorios hochmodernen.

Se dio una ducha, se cambió y acabó el frasco de coñac de su maletín de viaje. Telefoneó al aeropuerto de Ginebra y se informó de que el último avión procedente de los Estados Unidos de América acababa de llegar. Salió a dar una vuelta y vio que la célebre «morera», que desplegaba sus desarrollados miembros por encima de un modesto W.C. público, estaba realzada por una suntuosa eflorescencia azul-violeta. Tomó una cerveza en el café de frente a la estación, y luego, automáticamente, entró en la floristería de al lado. Debía haberse vuelto chocho para olvidar lo que ella había dicho la última vez sobre su extraña antofobia (de algún modo debida a aquella orgía à troisde treinta años antes). Por lo demás, las rosas no le habían gustado nunca. Contempló, y fue contemplado a su vez, con mucha mayor insolencia, por unos pequeños Carolos de Bélgica, Pinks Sensations de largo tallo, y Superstars bermellón. Había también cinacinas y crisantemos, y afelandras en maceta, y dos graciosos pececillos del género Cyprinus, con la cola en forma de vela, en un acuario empotrado en la pared. Para no defraudar a la amable anciana florista, compro diecisiete bácaras sin perfume, pidió la guía telefónica, la abrió por la página Ad-Au, Mont-Roux, se fijó en «Addor, Yolanda, Srta., secret. rue Des Délices, 6», y, con una presencia de ánimo muy americana, encargó que enviasen el ramo a aquella dirección.

Era la hora en que la gente volvía apresuradamente a sus casas, desde sus lugares de trabajo. Con el vestido sudado, mademoiselle Addor subía la escalera. Las calles habían estado considerablemente más en calma en la sordina del Pasado. La vieja columna Morris, sobre la cual había figurado tiempo atrás, en su condición de actriz, la actual reina de Portugal, no se elevaba ya en la esquina del Camino de Mustrux (antigua deformación del nombre de la población). Los camiones llenaban con su gruñido las calles de Mont-Roux.

La camarera había echado las cortinas. Él las abrió con un brusco gesto, decidido, al parecer, a prolongar hasta el límite extremo la tortura de aquel día. El balcón de balaustrada de hierro sobresalía lo bastante para recoger los rayos oblicuos del sol. Van recordó su última y fugitiva visión del lago, en aquel sombrío día de octubre de 1905, cuando se separó de Ada. Entonces, las fúlicas se inclinaban y se enderezaban en la marejada de lluvia helada, disfrutando concienzudamente de las aguas duplicadas; a lo largo de los muelles, espirales de espuma se enredaban en la cresta gris de las olas que avanzaban sobre la orilla, y, de cuando en cuando, una conmoción más intensa levantaba el agua lo suficiente para rociar el paseo por encima del parapeto. Pero hoy, en aquel radiante atardecer de verano, no había olas espumosas ni aves nadadoras; sólo se veían algunas gaviotas blancas que volaban por encima de su sombra negra. El bello lago soñador, rizado de olitas verdes, plisado de azul, se extendía, amplio y sereno; sus superficies lisas y brillantes alternaban con otros espacios finamente arrugados. Y, en un rincón del cuadro, al fondo, a la derecha, como si el pintor hubiese buscado un efecto de luz muy especial, la estela refulgente de la puesta de sol palpitaba a través del follaje de un álamo lacustre que parecía a la vez incendiado y licuado.

A lo lejos, un idiota, inclinado hacia atrás sobre un par de esquís náuticos y a remolque de un fuera-borda, empezó a desgarrar el cuadro. Afortunadamente, se cayó antes de haber podido hacer demasiado daño. Y en aquel mismo instante comenzó a sonar el teléfono del salón.

Van pensó de pronto que Ada —al menos durante su vida adulta —no había conversado nunca con él por teléfono. Y el teléfono conservaba la esencia misma de su voz, la brillante vibración de sus cuerdas vocales, el ligero «salto» de su laringe, la risa que se colgaba del contorno de la frase, como por miedo de caerse, en su alegría juvenil, de las veloces palabras en las que cabalgaba. Era el timbre del pasado de ambos, como si fuese el mismo pasado quien estuviese comunicando («Ardis, uno-ocho-ocho-seis»... «¿Cómo? No, no, no es dieciocho ochenta y ocho, sino dieciocho ochenta y seis»). Dorada, juvenil, la voz burbujeaba con todas las características melodiosas que él conocía, o, más bien, que reconoció, de pronto, en el mismo orden de su aparición: aquel talante alegre, aquel desbordamiento de placer casi erótico, aquella seguridad y aquella animación, sin contar —lo que era particularmente delicioso —el hecho de que, muy inocentemente, ella no tenía conciencia de las modulaciones que a él le encantaban.

Ada habían tenido problemas con su equipaje, y aún no estaban resueltos. Las dos doncellas que debían haber embarcado la víspera a bordo de un Laputa (avión de mercancías) con sus maletas, habían quedado varadas en alguna parte. No tenía en su poder más que un maletín. El conserje estaba tratando de informarse por teléfono en aquellos momentos. ¿Podía bajar Van? Estaba neveroyatno golodnaya (muerta de hambre).

Al resucitar el pasado vinculándolo al presente, a las montañas azul-pizarra que iban oscureciéndose al otro lado del lago, a la estela del sol poniente, cuyas lentejuelas danzaban entre las hojas del álamo, la voz del teléfono constituía el centro focal de la percepción más profunda que él había tenido del tiempo tangible, del radiante «ahora», la única realidad de la Textura del Tiempo. A la gloria de la cumbre sucedieron las dificultades del descenso.

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