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El Pasado es, pues, una constante acumulación de imágenes. Uno puede, a voluntad, escucharlo y contemplarlo, gustarlo y tantearlo intermitentemente, de modo que pierde la significación que reviste en el más amplio sentido teórico, a saber, el de una sucesión ordenada de acontecimientos interrelacionados. Se transforma entonces en un caos generoso, del cual el genio del recuerdo total, conjurado en esta mañana estival de 1922, puede sacar lo que le venga en gana: los diamantes desperdigados por el parquet en 1888; una bella pelirroja con sombrero negro en un bar de París en 1883; la semisonrisa pensativa de una joven institutriz inglesa volviendo a cubrir delicadamente el infantil prepucio tras el ligero retozo extra de la noche en 1880; en 1884, una niña que lame la miel del desayuno chupándose las uñas terriblemente roídas de sus dedos abiertos; la misma, a los treinta y tres años de edad, confesando, algo tardíamente, que no le gustan las flores en jarrones; el atroz dolor que le hirió en el costado bajo la mirada de dos niños que llevaban un cesto de setas, en el gozoso ardor del bosque de pinos; y la asustada protesta del claxon del coche belga al que adelantó ayer en esa curva sin visibilidad de la carretera de montaña. Tales imágenes no nos dicen nada de la Textura del Tiempode que forman parte, salvo, quizás, en un caso, que resulta difícil de establecer. La coloración de un objeto surgido en el recuerdo (u otra cualquiera de sus características visuales), ¿difiere de una fecha a otra? El tono de color de un objeto, ¿me permitiría determinar si el objeto en cuestión se sitúa antes o después en la estratigrafía de mi Pasado? ¿Existe algún uranio mental cuya descomposición pudiera utilizarse para medir la edad de un recuerdo? La principal dificultad, me apresuro a explicarlo, consiste en la incapacidad en que el experimentador se encuentra de servirse del mismo objeto en momentos diferentes (por ejemplo, la estufa holandesa de los pequeños veleros azules en el cuarto de los niños de Ardis, en 1884 y en 1888), porque las diversas impresiones (dos, en nuestro caso) se mezclan y forman en la mente una imagen compuesta; pero si se escogen objetos diferentes (por ejemplo, las caras de dos cocheros memorables, Ben Wright en 1884 y Trofim Fartukov en 1888), resulta imposible, hasta donde he podido comprobarlo en el curso de mis investigaciones, evitar la intrusión no ya sólo de características diferentes, sino además de circunstancias emocionales, que no permiten considerar que fuesen esencialmente iguales antes, si puede decirse así, de ser expuestos a la acción del Tiempo. No estoy seguro de que objetos así no puedan ser descubiertos. En mi trabajo profesional, en mis laboratorios de psicología, he ideado cierto número de tests muy ingeniosos (uno de los cuales —el método para descubrir si una mujer es virgen, sin necesidad de recurrir al examen médico —lleva hoy mi nombre). Podemos admitir, por consiguiente, que es posible efectuar la experiencia —y constituye un verdadero suplicio de Tántalo el descubrir ciertos niveles exactos de saturación decreciente o de creciente luminosidad, tan exactos que el «algo» que percibo de una manera vaga en la imagen de la persona que recuerdo pero no puedo identificar, y que «de algún modo» sitúa esa persona en mí infancia más bien que en mi adolescencia, puede recibir, si no un nombre, al menos una fecha precisa, exempli gratia, el primero de enero de 1908 (¡eureka!, el ejemplo ha sido eficaz: esa persona es el antiguo preceptor de mi padre, que me traía Alice in the Camera Obscura para mi octavo aniversario).

Nuestra percepción del Pasado no está marcada por el encadenamiento de los acontecimientos sucesivos con tanta fuerza como nuestra percepción del Presente y los instantes que preceden inmediatamente a su punto de realidad. Yo suelo afeitarme todas las mañanas, y tengo por costumbre cambiar las hojas de afeitar después de usarlas dos veces; de vez en cuando ocurre que me salto un día, y a la mañana siguiente tengo que rasurar un espesor extraordinario de pelos rebeldes, cuya obstinada presencia comprueban mis dedos tras cada pase de la maquinilla —y, en ese caso, utilizo la hoja una sola vez—. O, cuando evoco una serie de afeitados recientes, ignoro el elemento de la sucesión: todo lo que quiero saber es si la hoja metida en la máquina ha servido una o dos veces; si sólo ha servido una, el orden de los dos días, con o sin afeitado, carece de importancia; de hecho, tiendo a oír y sentir la segunda —y más dolorosa —mañana primero, y colocar después el día sin afeitado, a consecuencia de lo cual mi barba crece, por así decirlo, al revés.

Si, armados con nuestras pobres migajas de saber referente a la coloreada materia del Pasado, modificamos ahora nuestra visión, y no consideramos ese Pasado sino como una reconstrucción coherente de acontecimientos pretéritos, algunos de los cuales son retenidos por la mente ordinaria con menos claridad que otros (o no son retenidos en absoluto), podemos permitirnos un juego mucho más fácil con la luz y las sombras de sus avenidas. Las representaciones de la memoria comprenden la post-representación de sonidos regurgitados, por así decirlo, por el oído, que los ha registrado un momento antes, cuando la mente se ocupaba en evitar a los estudiantes, de modo que podemos verdaderamente volver a oír el mensaje de la campana después de haber dejado atrás Turtsen y su campanario ahora silencioso, pero todavía resonante. El análisis de esos últimos acontecimientos del Pasado inmediato exige menos tiempo físico que el que ha necesitado el mecanismo de la campana para dar sus golpes, y ese misterioso «menos» es una particularidad del Pasado todavía fresco, en el cual, en el curso de esta inspección inmediata de sus fantasmas, se ha introducido el Presente. El «menos» significa que el Pasado no tiene ninguna necesidad de relojes, y que la sucesión de sus acontecimientos no participa del tiempo de los relojes, sino de algo que está más en armonía con el auténtico ritmo del Tiempo. Ya sugerimos antes que los intervalos mortecinos entre los acentos sombríos proporcionan la sensación de la Textura del Tiempo. Eso tiene también su aplicación, aunque de un modo más vago, a las impresiones producidas por la percepción de los intervalos de tiempo olvidado o «neutro» entre los acontecimientos coloreados. Es en forma de colores (gris azulado, violeta, gris rojizo) como yo recuerdo mis tres conferencias de despedida (públicas las tres) sobre el Tiempo en Bergson, conferencias que di hace algunos meses en una gran universidad. Recuerdo con menos claridad, y puedo, desde luego, excluirlos por completo de mi mente, los intervalos de seis días entre el azul y el violeta, y entre el violeta y el gris Pero tenga una visión perfectamente precisa de las circunstancias en que se desarrollaron las conferencias mismas. Me retrasé ligeramente en la primera (que trataba del Pasado), y eso me permitió ver, con un no desagradable estrecimiento, como si asistiese a mi propio entierro, las ventanas brillantemente iluminadas de Counterstone Hall, y la menuda silueta de un estudiante japonés que también llegaba tarde y se me adelantó al galope para desaparecer por la puerta de entrada mucho antes de que yo alcanzase los peldaños de la escalera semicircular. Cuando mi segunda conferencia (la consagrada al Presente), durante los cinco segundos de silencio y «atención interior» que exigía de mi auditorio para ilustrar la argumentación que yo (o, mejor, la amada joya parlante del bolsillo de mi chaleco) iba a dar a conocer a propósito de la verdadera percepción del tiempo, los ronquidos monumentales de un durmiente de barba blanca llenaron la sala... que, naturalmente, se vino abajo. En el curso de la tercera y última conferencia, sobre el Futuro («Falso Tiempo»), el aparato disimulado que reproducía mi voz y que funcionaba perfectamente, acababa de sufrir alguna oscura avería mecánica, y yo preferí simular una crisis cardíaca y ver cómo me llevaban a la oscuridad para siempre jamás (al menos, en tanto que conferenciante), antes que tratar de descifrar y seleccionar el paquete de notas borrosas y arrugadas que obsesionan a los malos oradores en bien conocidos sueños (que el doctor Froid de Signy-Mondieu-Mondieu atribuye al hecho de haber leído en la primera infancia cartas de amor de padres adúlteros). Doy detalles ridículos, pero sobresalientes, para mostrar que los acontecimientos escogidos para el experimento deben no solamente ser llamativos y concentrados (tres conferencias en tres semanas), sino estar vinculados entre sí por su característica principal (las desventuras de un conferenciante). Percibo los dos intervalos de cinco días como dos hoyuelos gemelos, rellenos de una especie de niebla grisácea, tersa, con dos ligeros toques de confeti (que quizá se colorearían bruscamente si yo dejase que se formara algún recuerdo fortuito entre los límites diagnósticos). A causa de su situación entre cosas muertas, ese continuummortecino no puede ser palpado, gustado o escuchado con tanta sensualidad como el «hueco entre los latidos rítmicos», el Hueco de Veen; pero comparte con éste una notable característica: la inmovilidad del Tiempo perceptivo. La sinestesia, a la cual estoy excesivamente predispuesto, resulta ser de gran utilidad en este tipo de tarea —una tarea que ahora se acerca a su punto crucial, la floración del Presente.

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