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Los tropos son los sueños del lenguaje. Por el laberinto de boj y los arcos de billar de Ardis, Van entró en el sueño. Cuando volvió a abrir los ojos eran las nueve de la mañana. Ella estaba acostada en media luna, separada de él, sin nada más allá del paréntesis abierto, cuyo contenido no estaba aún preparado para dejarse encerrar, y la bella, la adorable, la traidora cabellera de bronce azul noche olía a Ardis, y también al « Oh-de-grâce» de Lucette.

¿Le había ella telegrafiado? ¿Anulado? ¿Diferido? La señora Viñodo, no... Vingolfer, no... Vinelander —primer Russki en gustar la uva labrusca.

Mne snitsa saPERnik CHCHASTLEEVOI!(Mihail Ivanovich describiendo semicírculos en la arena con el extremo de su bastón, sentado en el banco, con la espalda encorvada, bajo los racimos cremosos.)

—¡Sueño con un rival afortunado!

Mientras tanto, para mí, el Doctor Resaca y su más potente comprimido de Kafeína.

A los veinte años Ada era muy dormilona. Desde el comienzo de su vida en común, Van se duchaba todas las mañanas antes de que ella abriese los ojos, y después, todavía afeitándose, llamaba a Valerio, el cual hacía pasar la mesita portátil, debidamente puesta con anterioridad, del ascensor al salón contiguo al dormitorio. Pero aquel domingo, al ignorar lo que Lucette desearía tomar (recordaba su antigua pasión por el cacao) y sintiendo la urgencia de tener nuevos tratos con Ada antes de empezar el día, aunque para ello hubiese de perturbar la tibieza de su sueño, Van activó sus abluciones, se secó con energía, se empolvó la ingle y, sin tomarse el trabajo de ponerse nada encima, regresó al dormitorio, con la moral bien alta, para encontrarse allí con una Lucette enfurruñada y con los cabellos en desorden, todavía con su camisón verde sauce, sentada al otro lado del lecho concubital, mientras Ada, con los senos hinchados y ya adornada, por razones rituales y fatídicas, con la rivière de diamantsque Van le regalara, se fumaba el primer cigarrillo del día e intentaba que su hermanita decidiera si le agradaría probar el hojaldre de Mónacocon zumo de Potomac o el incomparable bacon ámbar y rubí del mismo establecimiento. Al ver a Van, que, sin dar muestras del menor desfallecimiento en su imponente puesta a punto, se disponía a colocar una legítima rodilla en el borde más próximo dé la enorme cama (Rosa del Mississippi había llevado una vez allí, con fines de educación visual progresiva, a sus dos hermanitas color café con leche, acompañadas por una muñeca, casi tan grande como ellas, pero blanca), Lucette se encogió de hombros. Y ya se disponía a marcharse cuando Ada la retuvo con una mano ávida.

—Vuelve a la cama, pequeña. Y tú, Dios de los Jardines, llama al servicio: tres cafés, media docena de huevos pasados por agua, montañas de tostadas con mantequilla...

—¡Ah, no! —interrumpió Van—. Dos cafés, cuatro huevos, etc. Me niego a permitir que el personal se entere de que tengo a dos chicas en mi cama. Una (y Flora es testigo) es suficiente para mis pequeñas necesidades.

—¡Sus pequeñas necesidades! —gruñó Lucette—. Déjame que me vaya, Ada: yo necesito un baño y él te necesita a ti.

—No te moverás de aquí —exclamó audazmente Ada; y de un gracioso manotazo despojó de su camisón a su hermana. Instintivamente, ésta bajó la cabeza y encorvó la espalda; luego se dejó caer sobre la mitad exterior de la almohada de Ada, paralizada como una mártir pudibunda, desplegando el brillo anaranjado de sus bucles contra el terciopelo negro que almohadillaba la cabecera de la cama.

—¡Abre los brazos, tonta! —ordenó Ada, rechazando vivamente con el pie la sábana que cubría en parte las seis piernas. Al mismo tiempo, y sin volver la cabeza, apartó de un talonazo al sinuoso que la atacaba por la espalda, mientras que su otra mano ejecutaba pases mágicos sobre los senos menudos pero bien hechos, espejeantes de sudor, y sobre el vientre plano y palpitante de una ninfa de las arenas, y más abajo, hasta el pájaro de fuego que Van había descubierto un día, y que ahora, provisto de todas sus plumas, no era menos fascinante, a su manera, que el cuervo azul de la favorita. ¡Hechicera! ¡Acrasia!

Lo que ahora se ofrece a nuestros ojos no corresponde tanto a una situación casanoviana (este jinete de doble montura tenía un pincel decididamente monocromático, en la línea de las Memoriasde la época, poco colorista) como a un cuadro mucho más antiguo de la escuela veneciana (en sentido amplio), reproducido (en las «Obras Maestras Prohibidas») con suficiente habilidad para rivalizar con el examen minucioso de un buriel observado a vista de pájaro.

Consideremos la imagen que nos habría reexpedido el espejo celeste ingenuamente imaginado por Eric en sus sueños de libertinaje (en realidad, este lugar cenital está hundido en una sombra opaca, porque las cortinas están todavía echadas e impiden la entrada de la luz gris de la mañana). Descubrimos la gran isla del lecho iluminado a nuestra izquierda (la derecha de Lucette) por una lámpara que arde con una incandescencia murmurante en la mesilla situada al oeste de la cama. La sábana de arriba y la colcha yacen en desorden al sur de la isla, no protegido por ningún dique y desde el cual el ojo que acaba de ganar la orilla sube hacia el norte para explorar el lugar. Encuentra en primer plano las piernas, abiertas a la fuerza, de la más joven de las Veen. Una nota de rocío en el muslo rojizo va a encontrar pronto una respuesta estilística en la lágrima agua-marina que cae en el ardiente pómulo. Una nueva excursión, desde el puerto hacia el interior, nos hace descubrir el muslo izquierdo, largo y blanco, de la joven que está en el centro. Visitamos los tenderetes de recuerdos: las garras lacadas en rojo de Ada, que conducen de este a oeste, de la penumbra al rojo brillante, la mano de un hombre discretamente renuente y perdonablemente vencido al final, y los fuegos de su collar de diamantes que, para los efectos, no es mucho más valioso que las aguamarinas que se ven brillar al otro lado (oeste) de la calle Novelty Novel. El desnudo masculino de la cicatriz, que ocupa la costa oriental de la isla, está medio en sombras, y es, en conjunto, menos interesante, aunque su grado de excitación supera en mucho lo que es bueno para él y para cierto tipo de turistas. La pared recientemente reempapelada que se encuentra inmediatamente al oeste de la lámpara de doroceno (la cual, et pour cause, murmura ahora con más fuerza que hace un momento), está ornamentada, en honor de la bella del centro, con madreselvas peruanas visitadas (no sólo a causa del aroma de su néctar, mucho me lo temo, sino también de los bichitos ocultos entre las hojas) por maravillosos colibríes del género Loddigesia; sobre la mesa de noche de aquel lado se ve una vulgar caja de cerillas, una karavanchikde cigarrillos, un cenicero del Mónaco, un ejemplar del pobre cuento de miedo de Voltemand, y una orquídea, Oncidium luridon, en un jarroncito de amatista. La mesilla del lado opuesto soporta una lámpara idéntica, de gran potencia, pero apagada; un dorófono, una caja de Wipex, una lupa, el álbum de Ardis y una separata de un ensayo del doctor Anbury (gracioso seudónimo del joven Rattner) De la música suave considerada como causa de los tumores cerebrales. Los sonidos tienen colores; los colores, perfumes. La llama del ámbar de Lucette atraviesa la noche del olor y del ardor de Ada, y se detiene en el umbral del macho cabrío de lavanda de Van. Diez largos dedos ansiosos, perversos, amantes, pertenecientes a dos jóvenes demonios, acarician a su compañerita, que ha quedado reducida a su merced. Con su larga cabellera negra, Ada roza accidentalmente la bibelot local que tiene en su mano izquierda, tan orgullosa de su adquisición que no puede por menos de comprobar su funcionamiento. Sin firmar y sin recuadrar.

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