Ante el porche acababa de detenerse una victoria. Una señora, que se parecía a la madre de Van, y una muchachita de cabellos oscuros, de unos once o doce años descendían del coche, precedidas por un perrito que se les había escapado ágilmente. Ada llevaba en sus brazos un manojo desordenado de flores silvestres. Iba vestida de blanco, con una chaqueta negra, y llevaba un lazo blanco en sus largos cabellos. Van no la volvió a ver nunca vestida de aquel modo, y cada vez que, en evocación retrospectiva, hacía mención del atuendo, ella replicaba tenazmente que debía haberlo soñado, puesto que en su vida había vestido así, y que nunca se habría colocado una chaqueta oscura en un día tan caluroso. Pero él permaneció siempre aferrado a aquella imagen inicial.
Unos diez años antes (cuando él estaba a punto de cumplir cuatro, o tal vez a poco de haberlos cumplido, y hacia el final de una prolongada estancia de su madre en un sanatorio) «Tía» Marina se le había echado encima en un parque público donde había una gran jaula de faisanes, y, tras decirle a la niñera que se ocupase de sus propios asuntos, le había llevado a una caseta de madera, junto al quiosco de música. Allí le compró un bastón de caramelo de menta color de esmeralda y le dijo que, si su padre quería, ella reemplazaría a su madre, y que no se debía dar de comer a los faisanes sin el permiso de lady Amherst (eso fue, al menos, lo que él entendió).
Tomaron el té en un rincón coquetonamente amueblado (que contrastaba con la notable austeridad del resto del hall) de donde partía la gran escalera. Estaban sentados en sillas tapizadas de seda, en torno a una mesa encantadora. Ada había dejado su chaqueta negra y su ramillete rosa-amarillo-azul de anémonas, celidonias y colombinas, en un taburete de madera de encina. El perro Dack recogía más trozos de galleta de lo que tenía por costumbre. Price, el viejo criado tristón que trajo la crema para las fresas, recordó a Van a su profesor de Historia, «Jiji» Jones.
—Se parece a mi profesor de Historia —dijo Van, cuando Price se había retirado.
—Yo adoraba la Historia —dijo Marina—. Me encantaba identificarme con las mujeres famosas. Mira, Ivan, en tu plato hay una mariquita. Particularmente con las bellezas célebres. La segunda esposa de Lincoln, o la reina Josefina...
—Sí, lo he notado. ¡Qué bien dibujada está! En casa también tenemos platos así.
—¿ Slivok(un proco de crema)? —preguntó Marina, mientras servía a Van una taza de té—. Hablas ruso, supongo.
— Neokhotno no soverchenno svobodno(de mala gana, pero con soltura) —replicó Van, slegka ulibnuvshis(con una ligera sonrisa)—. Sí, mucha crema y tres terrones de azúcar.
—Ada y yo compartimos tus gustos extravagantes. A Dostoievski le gustaba con jarabe de frambuesa. —¡Puah! —proclamó Ada.
Detrás de Marina, colgaba de la pared su propio retrato, hecho por Tresham. Era una tela bastante bella, que la representaba tocada con un gran sombrero romántico, con un ala irisada y una larga pluma caída, de plata con bandas negras; un sombrero que había llevado diez años antes, para el ensayo general de una escena de caza. Y Van, al acordarse de la jaula de los faisanes, y de su madre, encerrada en otra jaula, experimentó un extraño y súbito sentimiento de misterio, como si los comentaristas de su destino se hubieran puesto a cuchichear en un rincón El rostro maquillado de Marina se esforzaba en imitar su antigua apariencia, pero la moda había cambiado: llevaba un vestido de algodón estampado con motivos campesinos; sus bucles de color castaño rojizo habían sido decolorados con agua oxigenada y ya no le caían sobre las sienes; no había nada, en su atavío o en su tocado, que recordase la elegancia con la que sostenía el bastón de caza o el deslumbrante plumaje que el talento de Tresham había plasmado con la minucia de un ornitólogo.
No hubo gran cosa digna de ser recordada en aquel primer té. Van advirtió cierta maña de Ada para no enseñar las uñas, una maña que consistía en mantener el puño cerrado o, cuando abría la mano para tomar un bizcocho, hacerlo con la palma vuelta hacia arriba. Todo cuanto su madre decía parecía aburrirla, incomodarla. Cuando Marina empezó a hablar del Tarn, también llamado el Nuevo Embalse, Van se dio cuenta de que Ada no seguía sentada a su lado. Estaba de pie, un poco apartada, ante una ventana abierta y de espaldas a los demás. El perro de cintura de avispa había saltado a una silla y, sobre sus patas abiertas, contemplaba también el jardín, mientras Ada le hablaba a la oreja para preguntarle qué era lo que olfateaba.
—Se ve el Tarn desde la ventana de la biblioteca —dijo Marina—. Ada te enseñará todas las habitaciones de la casa. ¿Ada...? —Marina pronunciaba esta palabra al modo ruso, con la vocal profunda y grave, lo que le daba un sonido parecido al de la palabra inglesa ardor.
—Desde aquí también se puede ver un poco de agua que brilla —dijo Ada, volviendo la cabeza desde su puesto de observación, y, pollice verso, indicó la vista a Van, el cual dejó en la mesa su taza, se secó los labios con una minúscula servilleta bordada que metió en el bolsillo de su pantalón y se aproximó a la morenita de los, brazos pálidos.
Cuando se inclinaba hacia ella (entonces era unas tres pulgadas más alto, y unas seis cuando ella se casó con su ruso de rito ortodoxo, y la sombra de éste, tras ella, sostenía sobre su cabeza la pesada corona nupcial), Ada apartó la cabeza para permitirle que se colocara en el ángulo favorable y sus cabellos le rozaron el cuello. Las primeras veces que Ivan soñó con Ada, la reiteración de aquel contacto tan ligero, tan breve, resultaba siempre superior a sus fuerzas, y, como una espada blandida, desencadenaba la salva que le rendía honores.
—Termina tu té, preciosa —dijo Marina.
En seguida, como Marina había prometido, los dos chicos marcharon escaleras arriba. «¿Por qué crujirán tan furiosamente las escaleras cuando dos niños suben por ellas?», se preguntaba Marina, siguiendo con la mirada las dos manos izquierdas que se apoyaban en la barandilla para ayudarse en sus saltos. Hacían los mismos movimientos, como dos hermanos en su primera lección de baile. «Después de todo, nosotras éramos hermanas gemelas; todo el mundo lo sabe.» Con el mismo suave esfuerzo, Ada delante, Van detrás, los chicos saltaron sobre los dos últimos escalones y la escalera quedó de nuevo silenciosa. «Escrúpulos pasados de moda», dijo Marina.
VI
Ada condujo a su tímido invitado a la gran biblioteca de la segunda planta, orgullo de Ardis, y su lugar favorito. Su madre no entraba jamás allí (ya tenía en su tocador su propia colección completa de Las Mil y Una Mejores Comedias). En cuanto a Daniel Veen, poltrón sentimental, evitaba incluso aproximarse a la misma porque no tenía ganas de encontrarse con el fantasma de su padre, muerto entre sus libros, víctima de un ataque de apoplejía. Por otra parte, nada le parecía tan deprimente como aquellas obras completas de autores completamente olvidados, si bien no le desagradaba que un visitante ocasional admirase las altas estanterías y las rechonchas vitrinas, los cuadros sombríos y los bustos pálidos, las diez sillas de nogal tallado y las dos nobles mesas con incrustaciones de ébano. En un haz oblicuo de estudiosos rayos de sol, un atlas botánico, abierto sobre un facistol, mostraba una plancha multicolor en la que se presentaban unas orquídeas Una especie de diván o canapé, tapizado de terciopelo negro y con dos cojines amarillos, estaba adaptado a un nicho de la pared, bajo una ventana de un solo cristal que ofrecía una magnífica vista del parque, con su lago artificial. Un par de candelabros, puros espectos de bronce y cera, se apoyaban, o parecían apoyarse, en el amplio alféizar.