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-¿Cuáles son esas palabras mágicas?

-Muy sencillas. Yo divulgaba por el pueblo ciertos rumores. Ustedes mismos los conocen muy bien. Yo decía a todo el mundo: «Mi mujer, Alona, sostiene relaciones con el jefe de Policía Zran Alexientch Zalijuatski». Con esto bastaba. Nadie atrevíase a cortejar a Alona, por miedo al jefe de Policía. Los pretendientes apenas la veían echaban a correr, por temor de que Zalijuatski no fuera a imaginarse algo. ¡Ja! ¡Ja!… Cualquiera iba a enredarse con ese diablo.

El polizonte era capaz de anonadarlo, a fuerza de denuncias. Por ejemplo, vería a tu gato vagabundeando y te denunciaría por dejar tus animales errantes…; por ejemplo…

-¡Cómo! ¿Tu mujer no estaba en relaciones con el jefe de Policía? -exclaman todos con asombro.

-Era una astucia mía. ¡Ja! ¡Ja!… ¡Con qué habilidad os llamé a engaño!

Transcurrieron algunos momentos sin que nadie turbara el silencio. Nos callábamos por sentirnos ofendidos al advertir que este viejo gordo y de nariz encarnada habíase mofado de nosotros.

-Espera un poco. Cásate por segunda vez. Yo te aseguro que no nos volverás a coger - murmuró alguien.

Un padre de familia

Lo que voy a referir sucede generalmente después de una pérdida al juego o una borrachera o un ataque de catarro estomacal. Stefan Ste- fanovitch Gilin despiértase de muy mal humor. Refunfuña, frunce las cejas, se le eriza el pelo; su rostro es cetrino; diríase que le han ofendido o que algo le inspira repugnancia. Vístese despacio, bebe su agua de Vichy y va de una habitación a otra.

-Quisiera yo saber quién es el animal que nos cierra las puertas. ¡Que quiten de ahí ese papel! Tenemos veinte criados, y hay menos orden que en una taberna. ¿Quién llama? ¡Que el demonio se lleve a quien viene!

Su mujer le advierte:

-Pero si es la comadrona que cuidaba a nuestra Fedia.

-¿A qué ha venido? ¿A comer de balde?

-No hay modo de comprenderte, Stefan Ste- fanovitch; tú mismo la invitaste, y ahora te enfadas.

-Yo no me enfado; me limito a hacerlo constar. Y tú, ¿por qué no te ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y disputando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días enteros en la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia de carga, y la mujer, la compañera de la vida, permanece sentada como una muñequita; no se dedica a nada; sólo busca la ocasión de querellarse con su marido. Es ya tiempo que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah!

¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?

-Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando te duele el hígado.

-¿Quieres buscarme las cosquillas?

-¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?

-Aunque fuera así, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo rendir cuentas a quienquiera que sea. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí pertenecen. ¿Lo entiende usted?, me pertenece.

En el mismo tono prosigue incansablemente. Pero nunca Stefan Stefanovitch aparece tan severo, tan justo y tan virtuoso como durante la comida, cuando toda la familia está en derredor suyo. Cierta actitud iníciase desde la sopa. Traga la primera cucharada, hace una mueca y cesa de comer.

-¡Es horroroso! -murmura-; tendré que comer en el restaurante.

-¿Qué hay? -pregunta su mujercita-. La sopa, ¿no está buena?

-No. Hace falta tener paladar de perro para tragar esta sopa. Está salada. Huele a trapo. Las cebollas flotan deshechas en trozos diminutos semejantes a bichos… Es increíble. Amfisa Iva- nova -exclamó dirigiéndose a la comadrona-. Diariamente doy una buena cantidad de dinero para los víveres; me privo de todo, y vea cómo se me alimenta. Seguramente hay el propósito de que deje mi empleo y que yo mismo me meta a guisar.

-La sopa está hoy muy sabrosa -hace notar la institutriz.

-¿Sí? ¿Le parece a usted? -replica Gilin, mirándola fijamente-. Después de todo, cada uno tiene su gusto particular; y debo advertir que nuestros gustos son completamente diferentes. A usted, por ejemplo, ¿le gustan los modales de este mozuelo?

Gilin, con un gesto dramático señala a su hijo, y añade:

-Usted se halla encantada con él, y yo simplemente me indigno.

Fedia, niño de siete años, pálido, enfermizo, cesa de comer y abate los ojos. Su cara se pone lívida.

-Usted -agrega Stefan Stefanovitch- está encantada; mas yo me indigno de veras. Quien lleva la casa lo ignoro; mas atrévome a pensar que yo, como padre que soy, conozco mejor a mi hijo que usted. Observe usted, observe cómo se sienta. ¿Son esos los modales de un niño bien criado? ¡Siéntate bien!

Fedia levanta la cabeza, estira el cuello y se figura estar más derecho. Sus ojos inúndanse de lágrimas.

-¡Come! ¡Toma la cuchara como te han enseñado. ¡Espera! Yo te enseñaré lo que has de hacer, mal muchacho. No te atreves a mirar. ¡Mírame de frente!

Fedia procura mirarlo de frente; pero sus facciones tiemblan y las lágrimas afluyen a sus ojos con mayor abundancia.

-¡Vas a llorar! ¿Eres culpable y aun lloras? Colócate en un rincón, ¡bruto!

-¡Déjale, al menos, que acabe de comer! - interrumpe la esposa.

-¡Que se quede sin comida! Gaznápiros de esta especie no tienen derecho a comer.

Fedia, convulso y tembloroso, abandona su asiento, y se sitúa en el ángulo de la pieza.

-Más te castigaré todavía. Si nadie quiere ocuparse de tu educación, soy yo quien se encargará de educarte. Conmigo no te permitirás travesuras, llorar durante la comida, ¡bestia! Hay que trabajar; tu padre trabaja; tú no has de ser más que tu padre. Nadie tiene derecho a comer de balde. Hay que ser un hombre.

-¡Acaba, por Dios! -implora su mujer, hablando en francés-. No nos avergüences ante los extraños. La vieja lo escucha todo y va a referirlo a toda la vecindad.

-Poco me importa lo que digan los extraños - replica Gilin en ruso-. Amfisa Ivanova comprende bien que mis palabras son justas. ¿Te parece a ti que ese ganapán me dé muchos motivos de contentamiento? Oye, pillete, ¿sabes tú cuánto me cuestas? ¿Te imaginas que yo fabrico el dinero, o que me lo dan de balde? ¡No llores! ¡Cállate ya! ¿Me escuchas, o no? ¿Quieres que te dé de palos? ¡Granuja!…

Fedia lanza un chillido y solloza.

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