Detrás de la puerta resuenan los pasos de Pelagia Ivanova. Pawel Vasilevitch guiña el ojo y dice a Stiopa:
-Tu madre viene. Sigamos… De modo que lo has comprendido bien -dice alzando la voz-. Para hacer esta operación se requiere…
Pelagia Ivanova exclama: -El té está listo.
Pawel Vasilevitch arroja el libro y van a tomar el té. En el comedor se hallan ya, en torno de la mesa, Pelagia Ivanova, una tía que jamás despegaba los labios, otra tía que es sordomuda, la abuela y la comadrona. El samovar canta y despide ondas de vapor que suben hasta el techo. De la antesala, las colas al aire, llegan los gatos, soñolientos y melancólicos.
-Bebe más té -dice Pelagia Ivanova a la comadrona-. Endúlzalo más^
; mañana es vigilia; hártate.
La comadrona toma una cucharadita de dulce, la acerca a sus labios con indecisión, pruébalo y su cara se ilumina.
-Muy bueno es este dulce. ¿Lo habéis hecho en casa?
-¡Naturalmente! Todo lo confecciono yo misma. Stiopa, hijito mío, ¿no es demasiado flojo tu té?…
¿Te lo has bebido ya?… Te voy a pone, otra tacita.
Pawel Vasilevitch, dirigiéndose a Stiopa:
-Aquel Mamájin no podía soportar al maestro de francés. «Yo soy de noble estirpe», alegaba Mamájin. «Yo no he de permitir que un francés sea mi superior; nosotros vencimos a los franceses en 1812.» A Mamájin se le propinaban palizas; pero, en general, cuando él veía que le iban a castigar, saltaba por la ventana y no se le veía más en cinco o seis días. Su madre acudía al director, suplicando que mandara a alguien en busca de su hijo y que lo reventara a palos. «Por Dios, señora, suplicaba el maestro, si hacen falta cinco auxiliares para sujetarle.»
-¡Jesús, qué pillete! -murmura Pelagia Iva- nova aterrorizada-. ¡Y qué madre más importuna!
Todos callan. Stiopa bosteza y contempla en la tetera la figura de chino que ya vio mil veces. Las dos tías y la comadrona beben el té que vertieron en los platillos. El calor que dan la estufa y el samovar es sofocante. En la fisonomía de todos revélase la pereza de quien tiene el estómago repleto y que, sin embargo, créese dispuesto a comer todavía. El samovar está vacío; retíranse las tazas; mas la familia continúa en torno de la mesa. Pelagia Ivanova levántase de cuando en cuando y encamínase a la cocina para entenderse con la cocinera respecto a la cena. Las dos tías permanecen inmóviles y dormitan sin cambiar de postura. La comadrona tiene hipo y a cada momento exclama:
-Diríase que apenas he comido y bebido.
Pawel Vasilevitch y Stiopa, sentados aparte, ojean un periódico ilustrado de 1878.
-«El monumento de Leonardo de Vinci, frente a la galería Víctor Manuel» -lee uno de ellos-. Vaya, parece un arco de triunfo. Un caballero y una señora. En perspectiva, hombrecitos.
-Aquel hombrecito -dice Stiopa- se parece a un colegial.
-Vuelve la hoja. «La trompa de una mosca vista al microscopio.» Valiente trompa. Valiente mosca. ¿Qué aspecto será el de una chinche vista al microscopio? ¡Qué feo es eso!
En el reloj suenan las diez. La cocinera entra y se prosterna a los pies de su amo (12):
-Perdóname, por Dios, Pawel Vasilevitch - dice ella levantándose en seguida.
-Y tú perdóname también -responde Pawel Vasilevitch con indiferencia.
La cocinera pide perdón en la misma forma a todos los presentes, excepto a la comadrona, que ella no considera digna de tal atención. Así transcurre otra media hora en toda calma.
El periódico ilustrado es relegado encima de un sofá, y Pawel Vasilevitch declama unos versos que aprendió en su niñez. Stiopa lo contempla, escucha sus frases incomprensibles, frótase los ojos y dice:
-Tengo sueño, me voy a acostar.
-¿Acostarte? Esto no es posible. Si no has comido nada…
-No tengo hambre.
-No puede ser -insiste la madre asustada-. Mañana es vigilia…
Pawel Vasilevitch interviene.
-Es imposible…; hay que comer. Mañana comienza la Cuaresma…; es necesario que comas.
-¡Yo tengo mucho sueño!
-En tal caso, a comer en seguida -añade Pa- wel Vasilevitch con agitación…-. ¡Pronto! ¡A poner la mesa!
Pelagia Ivanova hace un gran gesto y corre hacia la cocina, como si se hubiese declarado en la misma un incendio.
-¡Pronto! ¡Pronto! Stiopa tiene sueño. ¡Dios mío! Hay que apresurarse.
A los cinco minutos, la mesa está puesta; los gatos vuelven al comedor con los rabos erguidos, y la familia empieza a cenar. Nadie tiene hambre. Los estómagos están repletos. Sin embargo, hay que comer.
En la administración de Correos
La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:
-Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.
Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.
-Sí; cuantos la veían quedaban admirados - accedió el administrador-. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería -¡Dios la tenga en su gloria!- porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.
El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.
-¿No lo cree usted? -preguntóle el jefe de Correos.
-No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado…, entendez vous…? sauce provenzale…
-¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.