—Canalla, canalla —sollozó la joven mujer, ahogándose por las lágrimas.
—Canalla —repetí.
Así, durante un buen rato continuamos insultando al «querido esposo» que había estado en casa y luego había vuelto a Moscú.
Finalmente el rostro de la mujer comenzó a secarse. Quedaron tan sólo manchas y unos párpados visiblemente hinchados sobre los ojos negros y llenos de desesperación.
—¿Qué voy a hacer? Tengo dos hijos —dijo ella con voz profunda y dolorida.
—Espere, espere —murmuré—, ya se verá lo que se puede hacer.
Llamé a Pelagueia Ivánovna, la comadrona, y los tres entramos en una sala aparte, donde estaba el sillón ginecológico.
—Ah, sinvergüenza, sinvergüenza —dijo entre dientes Pelagueia Ivánovna. La mujer callaba, sus ojos eran como dos agujeros negros, miraba el atardecer a través de la ventana.
Fue una de las revisiones más cuidadosas de mi vida. Pelagueia Ivánovna y yo no dejamos sin examinar ni un centímetro del cuerpo. Y no encontramos nada sospechoso en ninguna parte.
—¿Sabe? —dije deseando ardientemente que mis esperanzas no me engañaran, que en ningún lugar apareciera en el futuro un claro y amenazador primer chancro—, ¿sabe...? ¡Tranquilícese! Hay esperanza. La hay. Es cierto que todo puede suceder, pero en este momento usted no tiene nada.
—¿Nada? —preguntó con voz ronca la mujer—. ¿Nada?
—En sus ojos brilló una chispa y un color rosado tiñó sus pómulos—. ¿Y si de pronto aparece? ¿Eh...?
—Yo mismo no comprendo —le dije en voz baja a Pelagueia Ivánovna—, a juzgar por lo que nos ha contado, debería haberse contagiado y sin embargo no hay nada.
—No hay nada —repitió como un eco Pelagueia Ivánovna.
Continuamos hablando unos minutos en voz baja con la mujer sobre distintos plazos y diversos asuntos íntimos; le ordené que volviera periódicamente al hospital.
En ese momento, al mirar a la mujer, me di cuenta de que estaba dividida en dos. La esperanza se introducía en ella, pero se apagaba de inmediato. La mujer se echó nuevamente a llorar y se marchó como una sombra oscura. Desde aquel momento una espada pendía sobre ella. Cada sábado aparecía silenciosamente en mi consultorio. Había adelgazado mucho, sus pómulos eran aún más salientes, sus ojos se habían hundido y estaban rodeados de sombras. Un pensamiento obsesivo había estirado las comisuras de sus labios hacia abajo. Ella, con un gesto habitual, se desataba el pañuelo y luego los tres íbamos a la sala de ginecología. La examinábamos.
Pasaron los primeros tres sábados sin que encontráramos nada en ella. Poco a poco la mujer comenzó a recuperarse. El brillo apareció en sus ojos, su rostro se animó, la tensa máscara se relajó. Nuestras oportunidades crecían. El peligro se desvanecía. Al cuarto sábado yo hablaba ya con cierta seguridad. Podía contar casi con el noventa por ciento de posibilidades de un resultado favorable. Había pasado ampliamente el famoso primer plazo de veintiún días. Sólo quedaban casos aislados en los que la llaga se desarrolla con enorme retraso. Finalmente pasaron también esos plazos, y un día, después de arrojar a la palangana el brillante espejo y después de palpar por última vez las glándulas de la mujer, le dije:
—Está usted fuera de todo peligro. No venga más. Ha sido un caso afortunado.
—¿No pasará nada? —preguntó ella con voz inolvidable.
—Nada.
No podría describir su rostro. Solamente recuerdo cómo hizo una profunda reverencia y desapareció.
Pero volvió una vez más. Llevaba en las manos un paquete: dos libras de mantequilla y dos docenas de huevos. Después de una terrible lucha, logré no aceptar ni los huevos ni la mantequilla. Y me sentía muy orgulloso debido, seguramente, a mi juventud. Más tarde, cuando tuve que pasar hambre durante los años de la revolución, más de una vez me acordé de la lámpara de petróleo, los ojos negros y el dorado trozo de mantequilla con las huellas de los dedos y cubierto de rocío.
¿Por qué ahora, después de que han transcurrido tantos años, me acuerdo de aquella mujer condenada a cuatro meses de terror? Hay una razón. Esa mujer fue mi segundo paciente en ese campo, al que más tarde entregué mis mejores años. El primero fue aquél, el hombre de la erupción estrellada en el pecho. Así pues, ella fue la segunda y la única excepción: esa mujer tenía miedo. Fue la única que hizo perdurar en mi memoria el recuerdo del trabajo de nosotros cuatro (Pelagueia Ivánovna, Ana Nikoláievna, Demián Lukich y yo), a la luz de una lámpara de petróleo.
Fue en esa época, mientras transcurrían los torturantes sábados de aquella mujer que estaba como en espera del cadalso, cuando comencé a buscarla a «ella». Las veladas otoñales son largas. En mi apartamento hacía calor a causa de las estufas holandesas. Reinaba el silencio y me parecía estar solo en el mundo entero, solo con mi lámpara. En algún lugar la vida transcurría impetuosa, pero aquí, detrás de mi ventana, caía una lluvia oblicua que imperceptiblemente se iba convirtiendo en nieve silenciosa. Pasé largas horas leyendo los registros del consultorio de los cinco últimos años. Desfilaron ante mis ojos miles y decenas de miles de nombres de personas y de aldeas. En esas columnas de personas, la buscaba y a menudo la encontraba. Una y otra vez se repetían las anotaciones comunes, aburridas: «Bronquitis», «Laringitis»... Pero, de pronto, ¡allí estaba ella!, «Lúes III». Bien... Y, a un lado, una mano habituada había escrito con grandes letras:
Rp. Ung. hidrarg. ciner. 3,0 D.t.d...
Ese era el ungüento «negro».
Una vez más. De nuevo bailan ante mis ojos las bronquitis y los catarros y de pronto se interrumpen... Aparece de nuevo «Lúes»...
La mayoría de las anotaciones se refería precisamente a un «Lúes» en su período secundario. Con menor frecuencia se encontraban del terciario. Pero entonces las palabras «yoduro de potasio», escritas con grandes letras, ocupaban la columna destinada al «tratamiento».
Cuanto más leía los viejos y enmohecidos registros del ambulatorio, olvidados en el desván, más luz penetraba en mi inexperta cabeza. Comencé a comprender cosas monstruosas.
Pero ¿dónde están las anotaciones sobre el chancro primario? No las veo. Aparece una de vez en cuando entre miles y miles de nombres. En cambio hay interminables filas de sífilis secundaria. ¿Qué significa eso? Eso significa lo siguiente...
—Eso significa —me decía, en medio de las sombras, a mí mismo y a los ratones que roían los viejos lomos de los libros en las estanterías del armario—, eso significa que en este lugar no tienen idea de lo que es la sífilis y que esa llaga no asusta a nadie. Sí. La llaga sana sola. Queda la cicatriz... Y nada más. ¿Y nada más? ¡Cómo nada más! Se desarrolla, impetuosamente por lo demás, una sífilis secundaria. Cuando le duele la garganta y en su cuerpo han aparecido pápulas húmedas, entonces Semión Jótov, de treinta y dos años, va al hospital y le recetan el ungüento negro... ¡Aja...!