Todo se encendió en mi interior. Comencé a hablar. Ya no tenía miedo de asustarle. ¡Oh, no! Al contrario, le insinué que incluso podría caérsele la nariz. Conté a mi paciente lo que le esperaba en el futuro si no se curaba como era debido. Le expliqué cuán contagiosa era la sífilis y le hablé largamente de los platos, las cucharas y las tazas, y de la importancia de que tuviera una toalla exclusivamente para él...
—¿Está usted casado? —pregunté.
—Sí —respondió con asombro el paciente.
—¡Envíeme de inmediato a su mujer! —dije con agitación y apasionamiento—. Seguramente también ella está enferma.
—¿Mi mujer? —preguntó el paciente, y se quedó mirándome con gran estupor.
Y así continuamos nuestra conversación. El, parpadeando, miraba mis pupilas y yo las suyas. En realidad no era una conversación sino un monólogo mío. Un brillante monólogo por el que cualquier profesor habría puesto la nota más alta a un estudiante de último curso. Descubrí en mí enormes conocimientos en el campo de las enfermedades venéreas y una agilidad mental poco común. Esta última llenaba los puntos negros, esos lugares en donde faltaban líneas en los manuales rusos o alemanes. Le conté lo que ocurría con los huesos de un sifilítico que no sigue el tratamiento y de paso le describí la parálisis progresiva. ¡La descendencia! ¡¿Cómo salvar a la esposa?! O si ésta ya se había contagiado, lo cual era más que probable, cómo curarla.
Finalmente se agotó mi elocuencia y con un movimiento tímido saqué del bolsillo un vademécum de cubiertas rojas con letras doradas. Era mi amigo fiel, del cual no me había separado durante los primeros pasos de mi difícil camino. ¡Cuántas veces me había sacado de apuros cuando los problemas relacionados con las recetas abrían un negro abismo ante mí! A escondidas, mientras el paciente se vestía, hojeé las páginas del libro y encontré lo que necesitaba.
Ungüento de mercurio, un remedio magnífico.
—Usted mismo se lo aplicará. Le darán seis paquetitos de ungüento. Deberá untarse un paquete cada día..., así...
Con claridad y entusiasmo le mostraba cómo debía aplicarlo, y yo mismo me untaba sobre la bata con la mano vacía...
—...Hoy en el brazo, mañana en la pierna, luego en el brazo, en el otro. Cuando se lo haya puesto seis veces, lávese y venga a verme. Es indispensable. ¿Me escucha? ¡Indispensable! ¡Sí! Y además debe vigilar cuidadosamente sus dientes, y en general su boca, mientras esté en tratamiento. Le daré un enjuague. Después de comer es necesario enjuagarse...
—¿Y la garganta? —preguntó el paciente con voz ronca. En ese momento me di cuenta de que sólo la palabra «enjuague» había logrado animarlo.
—Sí, sí, también la garganta.
Unos minutos después, la espalda amarilla de la pelliza desaparecía detrás de la puerta y a su encuentro venía una cabeza de mujer envuelta en un pañuelo.
Transcurrieron unos minutos todavía y, cuando a toda prisa me dirigía en busca de cigarrillos por el corredor que va de mi consultorio a la farmacia, oí un ronco murmullo:
—No es bueno. Es joven. Le digo que tengo la garganta cerrada, ¿comprendes?, y él no hace más que revisarme, revisarme... El pecho, el estómago... ¡Con las mil cosas que tengo que hacer y pierdo medio día en el hospital! Cuando salga de aquí ya se habrá hecho de noche. ¡Oh, Dios! Me duele la garganta y él me da un ungüento para las piernas.
—Revisa sin atención, sin atención —confirmó una voz de mujer un poco temblorosa, y de pronto guardó silencio. Yo acababa de pasar, como una aparición, con mi bata blanca. No pude resistir, miré y en la semioscuridad reconocí aquella barbita como de estopa, los párpados hinchados y los ojos de gallina. También reconocí la voz amenazadoramente ronca. Metí la cabeza entre los hombros, me encogí como si fuera culpable, y desaparecí sintiendo con claridad una herida viva en el alma. Estaba aterrorizado.
¿Acaso todo habrá sido en vano?
...¡No puede ser! Durante un mes, con la atención de un detective, cada mañana revisaba el libro de registros del consultorio esperando encontrar el apellido de la esposa de aquel que tan atentamente había escuchado mi monólogo sobre la sífilis. Un mes entero le esperé también a él. Pero ninguno de los dos llegó. Un mes más tarde su recuerdo se había desvanecido, había dejado de inquietarme, lo había olvidado...
Cada día llegaban más y más pacientes; cada día de trabajo en aquel remoto lugar me deparaba casos asombrosos, cuestiones complicadas que me obligaban a reflexionar hasta agotar mi cerebro, o me confundían por centésima vez, o me hacían recobrar el ánimo y lanzarme de nuevo al combate.
Ahora, después de que han transcurrido ya muchos años, lejos de aquel blanco hospital descascarado, recuerdo la erupción estrellada en el pecho de aquel paciente. ¿Dónde está? ¿Qué hace? Ah, lo sé, lo sé. Si todavía está vivo, de vez en cuando va con su esposa al viejo hospital. Se quejan de tener llagas en las piernas. Lo veo desatarse las vendas en busca de compasión. Y un médico joven, hombre o mujer, vestido con una blanca bata remendada, se inclina hacia las piernas, aprieta con el dedo el hueso que está más arriba de la llaga, busca la causa. La encuentra y escribe en el registro: «Lúes III», luego pregunta al paciente si no le han recetado un ungüento negro.
Y entonces, de la misma manera que yo le recuerdo ahora, él se acordará de mí, del año 17, de la nieve en el exterior y de los seis paquetitos de papel encerado, seis bolitas pegajosas que no fueron utilizadas.
—Sí, sí, me lo han recetado —dirá él, y mirará al médico, pero no con ironía, sino con una inquietud oscura en los ojos. El médico le recetará yoduro de potasio, o quizá algún otro tratamiento. O quizá, de la misma manera que lo hice yo, consulte el vademécum... ¡Saludos, colega!
«...y también, queridísima esposa, una profunda reverencia de mi parte al tío Safrón Ivánovich. Además, querida esposa, vaya a ver a nuestro médico y haga que la examine, ya que desde hace seis meses padezco una mala enfermedad, la sífilis. Cuando estuve en casa no se lo dije. Siga un tratamiento.
Su esposo, AN BÚKOV»
La joven mujer se tapó la boca con la punta de un pañuelo de bayeta, se sentó en el banco y se estremeció por el llanto. Los rizos de sus claros cabellos, húmedos por la nieve que se había derretido, le cayeron sobre la frente.
—¡Es un canalla! ¿Verdad? —exclamó.
—Un canalla —contesté con firmeza.
Luego llegó el momento más difícil y doloroso. Era necesario tranquilizarla. ¿Pero cómo tranquilizarla? Estuvimos hablando en voz muy queda largo rato, bajo el rumor de las voces de quienes aguardaban con impaciencia en la sala de espera...
En algún lugar del fondo de mi alma, que aún no se había vuelto insensible al dolor humano, encontré palabras de consuelo. Ante todo traté de quitarle el miedo. Le dije que aún no sabíamos nada y que no debía abandonarse a la desesperación antes de haber efectuado el examen médico. Pero que tampoco después del examen debía desesperarse: le relaté con cuánto éxito curábamos esa terrible enfermedad, la sífilis.