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Había un hecho bastante curioso: cuanto más nos acercábamos al Ussuri, más incómodos nos sentíamos. Nuestras mochilas estaban casi vacías, pero nos costaba más trabajo llevarlas que al principio de la expedición, cuando cada una pesaba más de quince kilos. Nuestras espaldas estaban tan doloridas por las correas que nos hacía mal el tocarlas; el esfuerzo continuo nos causaba dolores de cabeza y una debilidad general.

A medida que avanzábamos hacia el ferrocarril, la población nos trataba con una creciente malevolencia. En verdad, el mal estado de nuestras ropas y nuestro calzado hacía que los campesinos nos considerasen como vagabundos. Nuestros hombres avanzaban con pereza y tomaban reposo a menudo.

A la caída del crepúsculo, llegamos a un puesto llamado Parovosy [29], nombre bastante original del cual yo no pude saber el origen, a pesar de mis esfuerzos. Habitaba allí un cierto Sarl Kimunka, jefe udehé,rodeado de su familia. Era él quien había remontado en 1901 el curso del Iman hasta el Sijote-Alin, acompañando a un funcionario del departamento de Colonización. Kimunka, que conocía así, por experiencia profesional, las dificultades a las que se expone cada explorador del Sijote-Alin, nos reservó en su fanzauna acogida muy hospitalaria, ofreciéndonos una cena copiosa, compuesta de grano y trigo sarraceno y pescados oreados.

Al día siguiente, después de habernos levantado tarde, comimos aún pescado antes de partir. Nuestro huésped nos acompañó hasta las habitaciones de ciertos coreanos, que se habían instalado recientemente en la vecindad de Parovosy. Tuvimos que atravesar en barca el río Iman, cuyo curso inferior no estaba aún congelado; pero, habiendo recorrido todas las fanzas,no encontramos un solo hombre. Las mujeres nos echaron miradas aterradas y se apresuraron a esconder a sus niños. Viendo que no había nada que hacer, yo tomé partido y ordené a mis hombres que se aproximaran al agua. Nuestro udehéencontró, no obstante, un barco de fondo llano, escondido en alguna parte entre las zarzas. Se sirvió de él para transportarnos uno a uno y volvió después a su casa.

Sobre la orilla izquierda del Iman, cuatro cabañas de tierra desleída estaban instaladas al pie de una colina aislada: era una aldea rusa llamada Kotelnoyé. Los colonos acababan de llegar de Rusia y no habían tenido todavía tiempo de construir los edificios necesarios. Entramos en una de las viviendas, pidiendo hospitalidad para la noche. Los huéspedes fueron acogedores, nos hicieron las preguntas habituales concernientes a nuestra ocupación y a nuestra procedencia, para continuar con las lamentaciones sobre su propia suerte.

Fue para mí una voluptuosidad poder gustar el pan de campaña. Por la noche, todos los campesinos se reunieron en esta isba primitiva. Nos hablaron, con muchos suspiros, de su existencia en ese nuevo país. Tenían el aspecto de haber sufrido de lo lindo en el curso de la colonización. Sólo el ketalos había sostenido y preservado de la muerte por hambre.

A partir de Kotelnoyé, había una ruta provista de mojones que indicaban las distancias. El que estaba situado a la entrada del pueblo, llevaba la cifra de setenta y cuatro verstas. No teníamos más dinero para alquilar caballos y yo quería, costara lo que costase, llevar a buen término mis relevos, lo cual sólo podía hacer yendo a pie. Además, nuestras ropas usadas hacían que prefiriéramos el ejercicio de la marcha, que nos permitía entrar en calor.

Temprano, casi al alba, partimos del pueblo. A mediodía, llegamos a la aldea de Lukianova, que cuenta con cincuenta fanzasmuy espaciadas. Después de un pequeño alto, volvimos a partir y fuimos sorprendidos por el crepúsculo cuando marchábamos, todos derrengados, hambrientos y helados. Pronto no pude ya distinguir las cifras marcadas por mi instrumento, si bien la ruta era aún visible. Continué trabajando al resplandor de las cerillas que un cosaco acercaba hacia el instrumento, a una señal de mi parte. Durante esta corta iluminación, llegaba a percibir la cifra que indicaba el aparato y anotarla sobre mi tablero.

Por fin, una luz brilló delante de nosotros.

—¡Un pueblo! —gritaron mis hombres a coro.

—De noche, una luz engaña siempre —replicó Dersu.

En efecto, una luz se percibió a lo lejos en la oscuridad. Tan pronto parecía más alejada de lo que estaba en realidad, como parecía estar muy cerca, se diría que al lado mismo. Avanzábamos continuamente, pero la luz parecía irse a su vez y distanciarse de nosotros. Cansado de esta carrera, pensé hacer un alto para acampar; pero, en ese momento, el fuego apareció en nuestra inmediata vecindad. A pesar de la oscuridad, percibimos una isba, después una segunda, y así hasta ocho. Era el pueblo de Verbovka. Muchos paisanos estaban ausentes, habiéndose marchado a la ciudad para buscar trabajo. Las mujeres, atemorizadas, nos tomaron por hundhuzesy no quisieron abrirnos sus puertas. Hubo que recurrir a la ayuda del staroste,que nos recogió, a Dersu y a mí, en su morada, y alojó al resto de nuestros hombres en casa de su vecino. Como habíamos hecho treinta y tres kilómetros en el curso de la jornada, estábamos terriblemente fatigados. El cansancio me impidió dormir por mucho tiempo, obligándome a revolverme de un lado a otro.

Nos quedaban cuarenta y dos kilómetros por hacer para llegar a la vía férrea. Consulté con mis compañeros de ruta y me decidí a tratar de franquear esta distancia en una sola etapa. Para realizar ese proyecto, partimos a una hora tan temprana que tuve que comenzar a trabajar cerca de una hora con luz artificial. Al salir el sol, llegábamos ya a Golavka. Como la mañana era fría, el pueblo entero echaba humo: blancas columnas salían de todas las chimeneas, yo no tenía la intención de detenerme, pero uno de los habitantes supo quiénes éramos y nos invitó a entrar en su casa para tomar té. Nos regaló leche, pan y miel. No me acuerdo ya del nombre de este hombre, pero le di las gracias cordialmente por su amistosa acogida. Por añadidura, nos proporcionó provisiones de ruta y dio a los cosacos tabaco y pan de especias. Habiendo restaurado nuestras fuerzas con esta comida, agradecimos al patrón su hospitalidad y volvimos a ponernos en ruta.

No nos quedaban más que veintidós kilómetros para llegar al ferrocarril. ¿Qué podía significar esta distancia, después de una buena comida, tratándose de los últimos kilómetros y estando seguros de llegar, antes de terminar la noche, al término de la expedición?

A pesar del buen sol, hacía frío. Como mis relaciones detalladas habían terminado por aburrirme, solamente mi obstinado deseo de llevar este trabajo a buen fin, me animó a continuarlas, pese a todo. Con mi aliento, tuve que recalentar mis manos, que se habían helado en la tarea. Al cabo de una hora de ruta, encontramos a un hombre que iba en la misma dirección, conduciendo a la estación un carromato cargado de pescado.

—¿Cómo puede trabajar así? —me preguntó—. ¿Es posible que no tenga frío?

Le respondí que mis guantes se habían gastado en el curso de la expedición.

—Entonces, tome los míos —dijo el conductor—. Yo tengo un par de recambio.

Diciendo esto, sacó del carromato unos guantes gruesos tejidos y me los tendió; así que continué trabajando enguantado. Hicimos juntos cerca de dos kilómetros. Mientras yo proseguía mis trazados, este hombre me habló de su vida, echando pestes contra todo el mundo. Lanzó invectivas contra los habitantes de su pueblo, contra el funcionario encargado de los colonos y, por fin, contra el maestro. Me fastidió este raudal de maledicencia. Como su jamelgo avanzaba muy lentamente, me di cuenta de que, a ese paso, no se podría llegar al Iman antes de la noche. Así que me quité los guantes, los devolví al conductor con mi agradecimiento y mis deseos de buena suerte, y aceleré el paso:

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