Литмир - Электронная Библиотека
A
A

En este caso, ¿qué dices tú, hijo de Kazangap, Sabitzhán? –se dirigió a él Yediguéi.

–Gracias a todos –respondió éste lacónicamente. –Si es así, ¡vámonos a casa! –dijo Zhumagali.

–En seguida. Sólo una palabra –le detuvo Burani Yediguéi–. Soy el más viejo de todos. Tengo que hacer un ruego. Cuando llegue el caso, enterradme aquí, aquí mismo, al lado mismo de Kazangap. ¿Lo habéis oído? Es mi testamento, por lo tanto, entendedlo así.

–Nadie sabe, Yedik, qué pasará ni cómo será; no hay por qué pensarlo por anticipado –expresó sus dudas Kalibek.

–Es igual –insistió Yediguéi–. Yo debía decirlo y vosotros debíais escucharlo. Y cuando esto ocurra, recordad que hubo tal testamento.

–¿Y qué otros grandes testamentos va a haber más? Anda, Yedik, expónlos todos de una vez –bromeó Dlínny Edilbái deseando descargar la tensión del ambiente.

–No te burles –se ofendió Yediguéi–. Hablo en serio.

–Lo recordaremos, Yedik –le tranquilizó Dlínny Edilbái–. Si ocurre así, haremos lo que deseas. No lo dudes.

–Bien, eso es la palabra de un caballero –rezongó satisfecho el otro.

Los tractores empezaron a girar para descender del despeñadero. Llevando de la brida a Karanar, Burani Yediguéi caminaba al lado de Sabitzhán mientras los tractores bajaban la cuesta. Quería hablar a solas con él sobre algo que le inquietaba en extremo.

–Escucha, Sabitzhán, ya tenemos las manos libres pero nos queda algo que hablar. ¿Qué vamos a hacer con nuestro cementerio, con el cementerio de Ana-Beit? –le dijo en tono de interrogación.

–¿Qué vamos a hacer? No hay por qué romperse la cabeza –respondió Sabitzhán–. Un plan es un plan. Lo van a liquidar, a trasladar según el plan. Ésa es toda la cuestión.

–No me refiero a esto. Con esa actitud, uno podría desentenderse de cualquier asunto. Tú has nacido y has crecido aquí. Te educó tu padre. Y ahora acabamos de enterrarle. Solo, en campo raso, y el único consuelo es que de todos modos está en nuestra tierra. Eres culto, trabajas en la capital del distrito, y gracias a Dios puedes entablar conversación con quien sea. Has leído diversos libros...

–Bueno, ¿y a qué viene esto? –le interrumpió Sabitzhán.

–Pues viene a que me ayudes en una conversación, a que vayamos tú y yo antes de que sea tarde, sin aplazarlo, mañana sin falta, a visitar al jefe de aquí; bien habrá en esa ciudad alguien que sea el que mande más. No es posible que allanen Ana-Beit. Porque es historia.

–No son más que viejos cuentos, compréndelo, Yedik. Aquí se deciden cuestiones mundiales, cósmicas, y quieres que vayamos a quejarnos de no sé qué cementerio. ¿A quién le importa? Para ellos eso no importa nada. Y de todos modos, no nos dejarán pasar.

–Si no vamos, no nos dejarán pasar. Pero si lo exigimos, nos dejarán. Y en caso contrario, el propio jefe puede salir a nuestro encuentro. No es una montaña, que no pueda moverse de sitio.

Sabitzhán lanzó a Yediguéi una mirada de irritación.

–Deja, anciano, esta causa perdida. Y no cuentes conmigo. A mí eso no me importa nada.

–Podías haberlo dicho. Y se acabó la conversación. ¡Pero decías que eran cuentos!

–¿Pues qué te creías? ¿Que correría a ayudarte? ¿Por qué? Tengo familia, hijos, trabajo. ¿Para qué mear contra el viento?

–¿Para que desde aquí hagan una llamada y me den una patada en el culo? ¡No, gracias!

–Tu «gracias» quédatelo para ti –replicó Burani Yediguéi, y añadió iracundo–: ¡Una patada en el culo! ¡O sea, que sólo vives para tu culo!

–¿Pues qué creías? ¡Así es precisamente! Para ti es muy sencillo. ¿Quién eres tú? Nadie. Pero nosotros vivimos por el culo, para que nos caigan en la boca las cosas más dulces.

–¡Vaya, vaya! Antes temíais por vuestras cabezas y ahora, según se ve, por vuestros culos.

–Entiéndelo como quieras. Pero no me vengas con tonterías.

–Está claro. ¡Terminó la conversación! –cortó Burani Yediguéi–. Da el convite funerario, y después, si Dios quiere, no volveremos a vernos más.

–Lo que convenga –se crispó Sabitzhán.

Así se separaron. Mientras Burani Yediguéi montaba en el camello, los tractoristas le esperaban con los motores en marcha, pero él les dijo inmediatamente que no se entretuvieran, que siguieran adelante tan de prisa como pudieran, pues los estaban esperando para el convite funerario, mientras que él, montado, podía ir campo a través y viajaría por su cuenta.

Cuando los tractoristas hubieron partido, Yediguéi se quedó allí para decidir qué debía hacer.

Ahora estaba solo, en completa soledad en medio de SaryOzeki, con la excepción del fiel perro Zholbars, que al principio se había precipitado tras los tractores en marcha, pero después había vuelto corriendo al comprender que su amo ya no llevaba el mismo camino. Pero Yediguéi no le prestó atención. Si el perro se hubiera marchado a casa, él no se habría dado cuenta. No estaba para esas cosas. El mundo era áspero. No podía ahogar en su persona la quemazón espiritual, el vacío deprimente e inquietante que sentía después de la conversación con Sabitzhán. Este abrasador vacío se abría en él como un dolor incalmable, como una brecha de parte a parte, como el desfiladero, en el que sólo había frío y oscuridad. Burani Yediguéi se arrepentía, se arrepentía de verdad, de haber entablado aquella conversación, de haber arrojado en vano las palabras al viento. ¿Era acaso Sabitzhán un hombre al que valiera la pena acudir en demanda de consejo y de ayuda? Había alimentado esperanzas. «Es culto –se había dicho–, ilustrado, le será más fácil encontrar un lenguaje común con aquellos que son como él.» ¿No le habían educado en diferentes escuelas e institutos? Quizá le educaron para que se convirtiera en lo que era. Quizá en alguna parte había alguien muy astuto, como un diablo, que invirtió muchos esfuerzos en Sabitzhán para que éste se convirtiera en Sabitzhán y no en cualquier otro. En realidad, Sabitzhán mismo contaba y describía con todos los pelos y señales aquel absurdo de los hombres controlados por radio. «¡Se acerca –decía– esa época!» A lo mejor, ese ser invisible y todopoderoso ya le estaba controlando por radio a él...

Y cuanto más pensaba en ello el anciano Yediguéi más ofendido se sentía y menos solución encontraba ante esos pensamientos.

–¡Eres un mankurt! ¡El más auténtico mankurt! –murmuró encolerizado, odiando y compadeciendo a Sabitzhán.

Pero no estaba en absoluto dispuesto a aceptar lo sucedido, comprendía que debía hacer algo, emprender alguna acción, para no quedar reducido al más triste sometimiento. Burani Yediguéi comprendía que si cedía, aquello sería una derrota ante sus propios ojos. Presintiendo que habría que hacer algo a despecho del evidente resultado del día, de momento no podía decirse con exactitud cómo había de empezar y cómo había de enfocar el asunto para que sus pensamientos y sentimientos con respecto a Ana-Beit llegaran a oídos de aquellos que efectivamente podían cambiar la orden. Para que llegaran y tuvieran algún efecto, para que los convencieran... Pero ¿cómo conseguirlo? ¿Adónde ir? ¿Qué emprender?

125
{"b":"143048","o":1}