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»Y ahora, puesto que me dirijo a Ti en este momento, escúchame en tanto viva y pueda pensar. Está claro que la gente sólo sabe pedir para sí: ¡compadéceme, ayúdame, prémiame! Esperan demasiado de Ti en cada caso, en el justo y en el injusto. Incluso el asesino en el fondo de su corazón desea que Tú estés de su parte. Y Tú permaneces siempre callado. Nosotros, la gente, creemos, especialmente cuando lo pasamos mal, que Tú sólo existes para eso en los cielos. Comprendo que ha de ser duro para Ti, pues nuestras plegarias no tienen fin. Y Tú estás solo. Pero yo no te pido nada. Sólo quiero decir en este momento lo que estoy pensando.

»Me aflige mucho que nuestro querido cementerio, donde descansa Naiman-Ana, no sea en adelante accesible para nosotros. Y por ello deseo descansar yo también en este lugar, en Malakumdychap, que pisaron los pies de Naiman-Ana. Y que pueda estar al lado de Kazangap, que ahora entregamos a la tierra. Y si es verdad que después de la muerte el alma transmigra a otro ser, para qué quiero yo ser hormiga; me gustaría convertirme en un milano colablanca. Para poder volar como éste sobre Sary-Ozeki y contemplar sin cansarme, desde las alturas, esta tierra mía. Eso es todo.

»Por lo que hace a mi testamento, lo encargo a los jóvenes que han venido aquí conmigo. Les digo que deposito en ellos mis instrucciones: que me entierren aquí. Pero lo único que no veo es quién va a rezar sobre mí. No creen en Dios, no conocen ninguna oración. En realidad, nadie sabe ni sabrá nunca si hay Dios en este mundo. Unos dicen que sí, otros dicen que no. Yo quiero creer que existes y que diriges mis designios. Y cuando acudo a Ti con plegarias, en realidad me estoy dirigiendo a mí mismo a través de Ti, y en este momento tengo el don de pensar como si lo pensaras Tú, Creador nuestro. ¡Así es todo eso! Pero ellos, los jóvenes, no piensan en ello y desprecian las oraciones. Pero ¿qué podrán decirse a sí mismos y a los demás en la solemne hora de la muerte? Me dan lástima. ¿Cómo van a comprender su tesoro humano si no tienen un camino para elevar el pensamiento de forma que cada uno de ellos se convierta de pronto en un dios? Perdóname esta blasfemia. Ninguno de nosotros se convertirá en Dios, pero de otro modo también Tú dejarías de existir. Si el hombre no puede presumir en secreto de ser un dios que lucha por todo, como Tú debes luchar por los hombres, tampoco Tú, Dios mío, existirías... Y yo no quisiera que desaparecieras sin dejar rastro...

»Ésta es toda mi petición y mi tristeza. Sin embargo, perdona si he expresado algo fuera de lugar. Soy un hombre sencillo, pienso según mi capacidad. Ahora terminaré con palabras de las Sagradas Escrituras y procederemos al entierro. Bendícenos, Señor, por nuestra acción...

»Amén –concluyó Burani Yediguéi su oración, y después de una pausa y de mirar una vez más al milano, se volvió lentamente, con aguda tristeza, a los jóvenes que estaban a sus espaldas y sobre quienes había manifestado su opinión al mismo Dios Nuestro Señor. Ante él estaban los mismos cinco hombres que le habían acompañado hasta allí y con los que debía culminar ahora, por fin, aquel entierro tan prolongado.

–Así, pues –dijo pensativamente–, ya he dicho por vosotros lo que correspondía decir en oración. Ahora procedamos.

Echando a un lado la chaqueta con las medallas, Burani Yediguéi bajó al fondo de la zanja. Le ayudó Dlínny Edilbái. Sabitzhán, como hijo del difunto, se quedó aparte expresando su aflicción con la cabeza gacha, y los otros tres –Kalibek, Zhumagali y el yerno alcohólico– sacaron de las angarillas el cuerpo envuelto en el saco de fieltro y lo descendieron a la tumba dejándolo en manos de Yediguéi y de Dlínny Edilbái.

«¡Ha llegado la hora de la despedida! –pensó Burani Yediguéi instalando a Kazangap en el nicho, en la profundidad de la tierra, para su permanencia eterna–. Perdona que hayamos tardado tanto en encontrarte un lugar. Hemos estado todo el día de acá para allá. Así han salido las cosas. No es culpa nuestra que no te hayamos enterrado en Ana-Beit. Pero no pienses que la cosa va a quedar así. Iré a donde sea necesario. Mientras viva, no callaré. ¡Se las voy a cantar claras! Y tú, quédate tranquilo en tu sitio. La tierra es grande e inabarcable, y ya ves, tu sitio, de medio metro, te ha tocado aquí. Tampoco vas a estar solo. Pronto me instalaré aquí yo también, Kazangap. Espérame un poquito. No tengas ninguna duda. Si no ocurre alguna desgracia, si muero de muerte natural, vendré aquí y estaremos juntos de nuevo. Y nos convertiremos en tierra de Sary-Ozeki. Aunque no lo sabremos. Sólo es dado saberlo mientras se vive. Por eso, aunque parezca que te hablo a ti, en realidad me lo digo a mí mismo. De hecho, ya no eres el que fuiste. Y así pasaremos de la existencia a la no existencia. Pero los trenes continuarán pasando por Sary-Ozeki, y otros hombres vendrán a sustituirnos...»

Y aquí el anciano Yediguéi no pudo contenerse y lanzó un sollozo; todo lo que había sucedido en los muchos años de su vida en el apartadero de Boranly-Buránny, los disgustos y alegrías, habían cabido en algunas palabras de despedida y en algunos minutos de entierro. ¡Cuánto y qué poco se le da al hombre!

–¿Lo oíste, Edilbái? –dijo Yediguéi rozándose con él en la estrecha zanja hombro contra hombro–. Entiérrame también aquí, para que esté a su lado. Y con tus propias manos deposítame y acaba la excavación, como lo hicimos ahora, para que pueda yacer cómodamente. ¿Me das tu palabra?

–Déjalo, Yediguéi, ya hablaremos luego. Ahora lo que tienes que hacer es salir a la faz de la tierra. Yo mismo terminaré la faena. Tranquilízate, Yedik, y sal. No pases cuidado.

Ensuciándose de arcilla su rostro húmedo, Burani Yediguéi subió del fondo de la zanja llorando y murmurando lastimeras palabras. Kalibek llevó el bidón del agua para que el anciano pudiera lavarse.

Luego, arrojaron un puñado de tierra cada uno y empezaron a llenar la tumba al resguardo del viento. Primero a paletadas; luego, Zhumagali se sentó al volante y empujó la tierra con la excavadora. Finalmente, pusieron también, a paletadas, el montón de tierra sobre la tumba...

El milano colablanca continuaba planeando sobre ellos, observando la nube de polvo y el puñado de hombres que estaba haciendo algo raro en el despeñadero de Malakumdychap. Observó una animación especial entre ellos cuando en lugar de la zanja empezó a crecer una montaña de tierra fresca. Y el perro pardo, después de estirarse, se levantó también bajo el remolque y empezó a rondar junto a los hombres. ¿Quería quizá algo? Sólo el viejo camello, adornado con caparazón de borlas, continuaba masticando imperturbablemente su rumia moviendo sin cesar las mandíbulas...

Al parecer, los hombres se disponían a partir. Pero no, uno de ellos, el amo del camello, abría las manos ante su cara y todos los demás hacían lo mismo...

Se acababa el tiempo. Burani Yediguéi los abarcó a todos con una mirada larga, fija, y dijo:

–Asunto terminado. ¿Fue Kazangap una buena persona?

–Muy buena –respondieron los demás.

–¿Dejó alguna deuda? Aquí está su hijo, que se haga cargo de las deudas de su padre.

Nadie respondió. Entonces, Kalibek dijo por todos: –No, no ha dejado ninguna deuda.

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